«Pena de muerte para los
delincuentes». Esta es una de las consignas
demagógicas más utilizadas por distintos políticos en su intento de situarse
como alternativa para gobernar
el país.
Mario Sosa / Para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Sin duda, discursos de este
tipo están tratando de apelar al miedo, a las emociones, a las falsas
interpretaciones y a un sentido común erróneo que cree que «muerto el perro,
muerta la rabia», como suelen repetir los demagogos que pretenden engañarnos
con fórmulas falsas para resolver los problemas de violencia, delincuencia y
crimen organizado.
La pena de muerte no ha constituido
una solución ni en el caso de Guatemala ni en el de ningún otro país donde se
haya instaurado para intentar disuadir el crimen. Y no lo ha hecho porque su
aplicación no ha disuadido a quienes continúan cometiendo crímenes que suelen
ser objeto de esa sanción. También porque su aplicación ha sido siempre contra
el pequeño y mediano criminal, no contra el criminal de cuello blanco o de
uniforme militar, y menos contra las altas esferas del crimen organizado, que
no solo consiste en bandas de narcotraficantes, en pandillas juveniles o en
estructuras de sicariato, por ejemplo.
El crimen organizado también
incluye estructuras que muchas veces están integradas y dirigidas por altas
esferas de poder estatal y empresarial o relacionadas con estas, como ha
quedado demostrado de manera particular con las investigaciones y los
enjuiciamientos entre 2015 y 2019. Son estructuras que, en muchos casos, están
insertadas en instituciones estatales (incluso en las fuerzas armadas) o en las
instancias de seguridad, de justicia y legislativas. Forman parte de políticas
para el enriquecimiento ilícito, el control de ámbitos de poder y la ejecución
de acciones de limpieza social (ejecuciones extrajudiciales) y de represión
contra la legítima organización y protesta social, en especial tratándose de
resistencias a proyectos de interés del capital local y transnacional. Estas
son estructuras que quedan intactas con la aplicación de la pena de muerte.
Contrario a la búsqueda
demagógica propuesta por algunos políticos en campaña, la pena de muerte se
constituye en un hecho que alecciona sobre cómo en la sociedad se ha
reproducido la idea del escaso valor de la vida del ser humano: un hecho de
psicología social que nos vuelve insensibles ante acciones que atentan contra
la vida al punto de que nos convierten en criminales colectivos en hechos como
el llamado linchamiento social. Es decir, nos
vuelven parte de aquello que con la pena de muerte los demagogos dicen
combatir: la violencia, la delincuencia y el crimen.
La pena de muerte, donde
existe, usualmente es aplicada de forma discriminatoria contra las minorías
sociales (como sucede en Estados Unidos, donde afecta fundamentalmente a
población afrodescendiente y latina), así como contra la delincuencia y el
crimen común, que usualmente proceden de segmentos de la clase trabajadora, la
cual, entre otras cosas, se encuentra en desventaja al momento de emprender su
defensa o imposibilitada de persuadir a la justicia y
de comprarla, como lo hacen el crimen organizado y el
criminal de cuello blanco.
Los ciudadanos y las ciudadanas
debemos evitar caer en las interpretaciones y ofertas demagógicas. Debemos
exigir que los políticos presenten análisis fundamentados sobre los problemas
que ofrecen resolver. La violencia, la delincuencia y el crimen organizado son
problemas cuyas causas son diversas y profundas, enraizadas en las condiciones
de miseria, exclusión y marginación, tanto como en las estructuras de poder
político y económico. Requieren soluciones en materia de prevención, protección
y seguridad, tanto como de empleo, educación, deporte y recreación. Implican
soluciones normativas tanto como políticas que se orienten a resolver el
problema de raíz, y no desde la superficialidad y —reitero— la demagogia de
quienes ofrecen la pena de muerte.
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