La función
del intelectual es ayudar a abrir los ojos. Aunque en esto hay que tener
cuidado: tampoco un intelectual es un iluminado que conduce al rebaño de zombis
hacia la sabiduría. Esa es la otra versión del intelectual –y lo que alimenta
esa visión, igualmente estereotipada y también errónea– de su aureola mágica.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra
América
Desde
Ciudad de Guatemala
“Los filósofos no han hecho sino interpretar
el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo”.
Carlos Marx
I
Aunque
según Antonio Gramsci todo ser humano “despliega
cierta actividad intelectual, es decir, es un “filósofo”, un artista, un hombre
de buen gusto, participa en una concepción del mundo”, no hay dudas que los
intelectuales “de profesión” constituyen un grupo especial. “Especial” no con
un sentido peyorativo; en todo caso: grupo especializado, grupo con una tarea
especial, particularizada, con una misión bastante sui generis. ¿Cuál es exactamente esa misión?
La pregunta
en torno a qué es un intelectual y a su función es eterna. Desde que alguien se
puso a pensar (y de esto hace ya un buen tiempo), desde ahí hay
“intelectuales”. De todos modos, la pregunta sigue siendo válida. Por lo que
queremos decir ahora en el desarrollo del presente texto podría afirmarse que
dilucidar esa pregunta puede ser imprescindible, vital. Al tener claro qué es y
qué hace un intelectual, se puede tener claro por dónde caminar en este siempre
problemático ámbito del interrogarnos, del querer saber, en esta pulsión de
conocimiento que parece definir a nuestra especie.
Un
intelectual piensa. Verdad de Perogrullo por cierto. Como decía Gramsci, todos
pensamos, todos somos algo filósofos. También piensan –mucho por cierto–
quienes se dedican al campo de las llamadas “ciencias duras” (ciencias exactas,
aquellas que, al menos en principio, no dejan mayor espacio a la duda), aunque
nadie dedicado a estas disciplinas (ciencias puras o aplicadas: física,
química, telecomunicaciones o ingeniería genética, para poner algunos ejemplos)
es considerado un intelectual en sentido estricto.
¿Qué define
entonces hoy el “ser intelectual”?
Por supuesto ha de ser algo más que ciertos lugares comunes, ciertos
estereotipos prejuiciosos: un bohemio que anda por las nubes, mezcla rara de
artista y filósofo, con barba y fumando en pipa (curioso: el primer estereotipo
que surge es masculino; ¿no hay imagen estereotipada de intelectuales mujeres?
¿Aquí también se presentifica el machismo?) A partir de ese prejuicio, es fácil
terminar considerando al clan de los intelectuales ora como superior, una
“raza” con cierta aureola que llama a su reverencia, ora como unos inservibles
diletantes sin incidencia práctica real: “sociólogos
vagos”, como los llamara un candidato presidencial ecuatoriano alguna vez,
o “gente con el privilegio de poder
dudar”, según se expresó un militar argentino. Lo cierto es que hay mucho
de difuso prejuicio en su apreciación, y menos de una clara y precisa
delimitación.
Con Javier
Biardeau se los podría considerar, al menos, jugar alguno de estos papeles: “a) custodios de valores permanentes de la
“civilización”, b) comprometidos con las luchas de su tiempo con base a un
proyecto revolucionario, c) articuladores de la queja común, d) portavoces de
los débiles, e) contradictores del poder, e) aseguradores del saber-experto, f)
servidores de Amos de turno”.
Sin dudas
no es fácil precisar con exactitud qué es y qué hace un intelectual; pero quizá
más a base de intuiciones que de precisiones lógico-formales, estamos seguros
de lo que no es. Pero, ¿por qué todas estas elucubraciones? No oculto el motivo
de escribir estas líneas: es la reacción –visceral en buena medida ¿por qué
negarlo?– a lo escuchado recientemente en una conferencia: que “ante el avance imparable de las ciencias,
los intelectuales están llamados a su desaparición” (sic).
La idea (o
más bien el prejuicio) en juego en esta afirmación es que la acción de los
intelectuales es puro humo destinado a desvanecerse o, en todo caso, es algo
colateral, sin mayor importancia, incomparable con la “seriedad” de las
ciencias (léase para el caso: ciencias duras); es decir: algo así como
pasatiempo banal. Está tan plagado de inconsistencias este discurso ideológico
que ni siquiera vale la pena intentar desmontarlo parte a parte. No es esa la
intención de este breve escrito; pero sí, a partir de una formulación tan
ricamente cargada de formaciones político-culturales, podemos aprovechar la ocasión
para puntualizar y definir de qué estamos hablando: ¿qué aportan los y las
intelectuales? ¿De verdad van a desaparecer? ¿Por qué?
II
Buena parte
de quienes leen este artículo, y habitualmente leen el medio en que aparece,
podrían considerarse “intelectuales” (varones y mujeres, entren o no en el
estereotipo descrito arriba). ¿Qué los definiría así? Seguramente no el tener
barba ni el fumar en pipa (es probable que esas características superficiales
no las tenga ninguno –ni ninguna– de quienes ahora están leyendo esto). Se es
“intelectual” por una posición en la vida, por una actitud y no tanto por una
especialidad profesional. En esta era de hiper especializaciones donde los
grados universitarios van quedando “pasados de moda” y se exigen post grados
como carta de presentación –ya estamos en los post doctorados– para un mercado
laboral cada vez más descarnadamente competitivo, mundo, valga recordar, que al
mismo tiempo presenta un 15% de su población planetaria analfabeta, en esta era
de (supuesta) excelencia académica creciente, no hay carrera de “intelectual”.
Nadie se gradúa de tal. ¿Dónde se estudia eso? Jorge Luis Borges, sin dudas uno
de los grandes intelectuales del siglo XX, erudito como nadie, tenía por todo
título académico un bachillerato en Suiza; y Nicanor Parra, el gran poeta
chileno, intelectual de fina sensibilidad humana y social, tenía por grado de
sus estudios formales… profesor de matemáticas. ¿Cuándo se empieza a ser
intelectual entonces? La historia está llena de intelectuales sin título
profesional.
La pregunta
insiste: ¿cuándo se comienza a ser un intelectual? ¿Qué cosa da esa categoría?
El periodista Ignacio Ramonet, por ejemplo, el director de Le Monde Diplomatique, sin dudas es un intelectual. ¿Lo son también
los otros periodistas que trabajan en ese medio? ¿Qué diferencia a un
periodista de un intelectual? ¿O no hay diferencias? Aunque exista esa cierta
inexactitud en la definición, así sea a tientas intuimos de qué se habla cuando
se dice que alguien es un intelectual: es alguien que piensa, que piensa
creativamente. Si bien puede tener directa ligazón con lo político, no es un
político. La práctica política se relaciona directamente con el poder, en tanto
lo intelectual tiene que ver, antes bien, con la búsqueda de la verdad, con la
creatividad.
Al hablar
del poder tocamos el corazón del asunto: un intelectual es alguien que, o
funciona como servidor del Amo de turno, o es un contradictor del poder. En esa
dinámica se despliega toda su actividad: como “profesional” de la cultura, del
hecho civilizatorio en sentido amplio, le toca definirse por una de las dos
alternativas: mantiene el orden dado, o lo cuestiona. No hay trabajo intelectual neutro. Hay intelectuales que actúan en
la esfera política propiamente dicha, poniendo el cuerpo en forma directa:
Lenin, Mao Tse Tung, Fidel Castro, o por el lado del pensamiento no-crítico,
fundador y defensor del sistema: los iluministas franceses (Voltaire, Rousseau,
Montesquieu, etc.), George Washington, Mario Vargas Llosa, pero esa no es la
generalidad. Los intelectuales hacen su aporte modestamente desde un trabajo
silencioso, no desde la tribuna pública.
Ahora bien:
la idea aquella por la que “la” ciencia hará a un lado a los intelectuales
desplazándolos por inservibles, esconde una visión prejuiciosa (ideológica) de
las ciencias, idea no crítica por cierto: idea que las asimila a instrumentos a
favor de los poderes constituidos, sin cuestionamiento, el saber como servidor
del Amo de turno. ¿De qué ciencia se está hablando? De cualquier actividad que
sirva para mantener el orden establecido, desde las modernas tecnologías
comunicacionales de manipulación social a la psicología militar, desde las
técnicas de mercadeo a eso que en Estados Unidos se llamó alegremente
“ingeniería humana”, hoy esparcido por todo el globo. Si ese cúmulo de saberes
es lo que reemplazará al pensamiento crítico sobre lo humano, sobre lo social y
sobre la historia, la perspectiva es muy preocupante. Y sabemos que esa es la
tendencia en marcha, por eso se torna imprescindible seguir levantando voces a
favor de un humanismo crítico y cuestionador. Es decir: de una intelectualidad
comprometida con la verdad.
III
Por
supuesto que un intelectual puede ser parte vital del sistema. Ahí están los
llamados “tanques de pensamiento”, los ideólogos que “piensan” los escenarios
del mundo, que diseñan el orden cultural, los engranajes vitales al sistema
que, ciencias de por medio, consolidan el estado de cosas. La “ingeniería
humana” no es sino eso (¿Kissinger?, ¿Brzezinsky?, ¿Milton Friedman?).
Pero un
intelectual también puede optar por otro proyecto. La función del intelectual
es ayudar a abrir los ojos. Aunque en esto hay que tener cuidado: tampoco un
intelectual es un iluminado que conduce al rebaño de zombis hacia la sabiduría.
Esa es la otra versión del intelectual –y lo que alimenta esa visión,
igualmente estereotipada y también errónea– de su aureola mágica. Si alguna
responsabilidad ética le toca, es la de ayudar a quien no ha tenido la
posibilidad de un desarrollo intelectual a poder ver lo que le está vedado. Si
la cuota de saber de que dispone le sirve sólo como mero regodeo, supuesto
tesoro del que se ufana terminando muchas veces en bizantinas discusiones
estériles para demostrar cantidades de saberes en juego, eso justifica ese otro
estereotipo que circula socialmente donde se lo ve como “alejado de la
realidad, enfrascado en sus propias elucubraciones”. Esa actitud, con un tácito
llamado a una “discusión teórica permanente” que esconde una parálisis en la acción
concreta, es lo que ha llevado a desconfiar de su importancia, de su utilidad,
considerándolo entonces un “vago inservible”.
Pero ni lo
uno ni lo otro: así como un pragmatismo ciego sin teoría no puede sino
estrellarse contra la pared, un devaneo teórico por el puro goce de especular
no aporta nada. En definitiva, tanto uno como otro son inconducentes.
Las
ciencias de las que nuestro conferencista se jactaba –aunque no sólo él, sino
en buena medida la conciencia término medio que ha creado la modernidad–
producen efectos, sin dudas. Si, por ejemplo, consumimos todo lo que consumimos
es porque hay saberes técnicos que posibilitan operar y decidir los “gustos” de
los consumidores: ¿por qué los logotipos de las marcas más conocidas
mundialmente llevan todos, invariablemente, los colores rojo, amarillo y
blanco? Un cierto saber técnico (disfrazado de científico) lo certifica. Y no
hay dudas que eso es cierto, que produce impactos. En definitiva: que sirve
para vender. Utilizar ese conocimiento para mercadear es, en la lógica de
nuestro conferencista, lo que marca el rumbo de las ciencias sociales
contemporáneas. ¿Lo podemos aceptar? Ahí es donde nace entonces el pensamiento
crítico (o si se quiere decirlo de otro modo: la misión de la intelectualidad
como contradictora del poder).
Justamente
el problema que se le presenta hoy al pensamiento crítico, el que intentan
desarrollar los intelectuales en tanto contradictores al sistema, es la forma
en que el saber “oficial” de ese sistema va tomando forma. Como dijo Ralph
Emerson, podemos estar de acuerdo con que “la
tarea más difícil del mundo es pensar”, pensar críticamente se entiende.
Sin dudas, puesto que se trata de remar contra la corriente. Eso no es nuevo;
siempre ha sido así, y cada pequeño avance en las ideas, en las teorías
–¿podremos decir: en la civilización?– costó sacrificios indecibles, pagados
con muerte, sufrimiento, escarnio, destierro. Pero ahora las cosas se complican
porque el grado de “impacto” (palabra tan de moda) de esos saberes que recorren
el mundo es tan fenomenal (por ejemplo, lo que más arriba presentábamos como
demostración de la “infalible” psicología de la percepción, las “ciencias” de
nuestro conferencista), y junto a eso la cantidad inconmensurable de datos y
más datos que se producen con velocidades vertiginosas es tan inmanejable, que
formular visiones globales y críticas de esos procesos se torna muy complicado.
Ser un
intelectual crítico en un mundo manejado por poderes descomunales que hacen uso
de cada pequeño avance tecnológico (se dice, por ejemplo, que vivimos en guerra
perpetua, “guerra de cuarta generación” la llaman los ideólogos de la derecha,
guerra psicológico-mediática, aunque no nos demos cuenta), abrir una visión
alternativa ante ese “impacto” fabuloso que evidencian las ciencias sociales
–ingeniería humana– que no se avergüenzan de ser las sirvientes del Amo de
turno, es difícil, entre otras cosas, porque no se dispone de “éxitos” que
mostrar desde este lado. Y además, manejar el grado casi infinito de datos e información
que recorre el mundo es ya una tarea imposible en términos prácticos.
Pero para
quienes siguen apostando por la visión humanista y crítica del mundo, para
quienes no se fascinan con esa ingeniería humana tan “exitosa” y de tan alto
impacto, algo nos puede dar esperanzas, al mismo tiempo que llena de sentido el
trabajo intelectual, hoy cuestionado por este conferencista (y por tanta
propaganda que, o lo sataniza, o lo denigra). Permítasenos presentarlo con un
breve parangón histórico: la Revolución Francesa de fines del siglo XVIII no
fue el origen del mundo moderno, de la burguesía como clase dominante con toda
su ideología liberal de libre mercado; fue, por el contrario, la culminación de
un proceso que se venía gestando desde siglos atrás, que arranca ya con la Liga
Hanseática en el siglo XIII y es desarrollado por toda la intelectualidad
europea que comenzó a promover ideas nuevas que posibilitaron el Renacimiento y
el surgimiento de la ciencia moderna tal como hoy la podemos conocer; ideas-fuerza,
valga decir, que se fueron transformando en los ideales político-filosóficos
que para 1789 logran forma acabada. Pero lo que posibilitó la toma de la
Bastilla y el guillotinamiento de la nobleza francesa como símbolo del inicio
de una nueva era política, de nuevas relaciones de poder, fue el trabajo
intelectual de innumerables pensadores que fueron creando las bases de esa
“asalto al poder” dieciochesco.
En ese
sentido podemos decir que el experimento socialista, del que conocimos en el
siglo XX sólo los primeros balbuceos –extraordinarios en algunos casos,
condenables en otros, pero siempre eso: primeros pasos– no es un punto de
llegada: es un punto de partida, y sólo el trabajo intelectual de revisión
crítica –no el debate estéril para el propio pavoneo, que quede claro–, sólo la
lectura constructiva y la reformulación teórica profunda, honesta, buscadora de
la verdad, podrá hacer de estos primeros pasos un momento en la construcción de
esa sociedad menos injusta que sigue siendo el ideal del socialismo, aunque hoy
se lo quiera hacer pasar por fenecido.
En ese
sentido, entonces, los intelectuales tienen un gran reto por delante: seguir
pensando y dándole forma a esa utopía que nos sigue haciendo caminar. Sin ser
la guía, la vanguardia esclarecida –¡pobres de aquellos que se lo crean!–, los
intelectuales no son “charlatanes de feria”. Son, por el contrario, bastiones
de un pensamiento crítico que no ha muerto ni se puede dejar morir.
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