Las
luchas de clases son eternas, pero la manera en que las luchamos depende del
actual estado del sistema-mundo en que estamos localizados.
Immanuel Wallerstein / LA JORNADA
Los
sistema-mundos tienen tres temporalidades. Vienen a existir y esto necesita ser
explicado. Segundo, son estructuras estabilizadas y operan de acuerdo con las
reglas con que fueron fundadas. Y tercero, las reglas por las que mantienen su
relativa estabilidad cesan de funcionar efectivamente y entran en una crisis
estructural.
Hemos
estado viviendo en el moderno sistema-mundo, que es el sistema-mundo
capitalista. Actualmente estamos en la tercera etapa de su existencia, aquella
de la crisis estructural.
Durante
la fase previa, esa de las estructuras estabilizadas o normalidad, hubo un gran
debate dentro de la izquierda acerca de cómo podía uno conseguir el objetivo de
destruir el capitalismo como sistema. El debate ocurría dentro de los
movimientos creados por la clase trabajadora o proletariado (como los
sindicatos o los partidos social-demócratas) y dentro de los partidos
nacionalistas o los movimientos de liberación nacional.
Cada
lado de este gran debate creía que su estrategia y sólo ella podría vencer. De
hecho, mientras cada lado creaba zonas en que parecía tener triunfos, ninguno
tuvo tales logros. Los ejemplos más dramáticos de relatos de un supuesto logro
que resultaron incapaces de evitar ser jalados de regreso a la normalidad son
la Unión Soviética, por un lado, y el colapso de la revolución cultural
maoísta, por el otro.
El
punto de inflexión fue la revolución mundial de 1968, que estuvo marcada por
tres rasgos: fue una revolución mundial en la que eventos análogos ocurrieron
por todo el sistema-mundo. Todos rechazaban la estrategia orientada al Estado y
la estrategia transformadora cultural. Era un asunto, decían, en que no podían
decir si ésta o la otra, sino ambas.
A
fin de cuentas, la revolución mundial de 1968 fracasó también. Trajo, sin
embargo, un fin a la hegemonía del liberalismo centrista y a su poder de
domesticar tanto a la izquierda como a la derecha, que fueron liberadas para
retornar a la lucha como actores independientes.
Al
principio, la derecha resurrecta pareció prevalecer. Instituyó el Consenso de
Washington y lanzó la consigna de TINA (there
is no alternative, no hay alternativa). Pero la desigualdad se tornó tan
extrema que la izquierda contraatacó y constriñó la capacidad de Estados Unidos
de mantener o restaurar su dominación.
El
retorno de la izquierda a un papel predominante también llegó a un final
cambiante. Y así comenzó un proceso de salvajes vaivenes, un rasgo definitorio
de una crisis estructural. En una crisis estructural, la izquierda necesita
proseguir una política de establecer, en el muy corto plazo, tanto el poder del
Estado para minimizar las penurias del 99 más bajo de la población, y además, a
mediano plazo, buscar una transformación cultural para todo mundo.
Estos
objetivos en apariencia contradictorios son muy desconcertantes. No obstante,
son el único modo de emprender la lucha de clases en los años restantes de la
crisis estructural. Si logramos hacerlo, podremos ganar. Si no lo logramos,
perderemos.
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