La población afectada
tiene un grado de compromiso con la recuperación superior al de cualquier
autoridad que aparece en la estela de un desastre natural. Eso explica por qué
surgen tensiones entre los equipos de rescatistas locales y voluntarios, por
una parte, y las autoridades que llegan desde el exterior a la comunidad.
"Solidaridad ante el sismo", de Rocha. |
Alejandro Nadal / LA JORNADA
En el año 464 antes de la
era presente, un terremoto arrasó la ciudad-estado de Esparta y mató a 20 mil
personas. Estudios modernos estiman que el movimiento telúrico fue de 7.4 en la
escala de Richter. La catástrofe fue aprovechada por la población de ilotas,
los siervos de Esparta, para alzarse en rebelión. Los ilotas no eran esclavos,
pertenecían al Estado y debían trabajar la tierra a la que estaban adscritos
bajo la supervisión y a las órdenes de los espartanos.
A medida que había
crecido la población de ilotas, el miedo de los espartanos fue aumentando. El
maltrato, la intimidación y los rituales de masacres anuales se volvieron
comunes para someterlos. Así que cuando sobreviene el terremoto y los ilotas se
rebelan, los espartanos no titubearon en recurrir a sus archi-rivales en Atenas
para pedir ayuda en sus esfuerzos por sofocar la sublevación. Según Tucídides,
los malentendidos que siguieron entre Esparta y Atenas fueron una de las causas
más importantes de las guerras del Peloponeso que habrían de durar más de 21
años.
La lección de esta
historia es muy importante. Lo que realmente inquieta al poder cuando
sobreviene un desastre natural es el desorden social. A las rutinas de la
dominación habitual se opone ahora, de pronto, lo accidental y el mundo de lo
contingente. Ahora los dominados pueden erigirse en seres independientes y
tomar conciencia de que las estructuras de dominación/subordinación son
efímeras y frágiles. Los dominantes pierden su lugar en la cima de la jerarquía
que se ha colapsado. En el ámbito de lo imprevisto se afirma la oportunidad de
cambio para las clases oprimidas.
En otras palabras, no son
los peligros para la población lo que preocupa al poder, aunque los vulnerables
puedan morir o perder su casa. Lo que realmente le inquieta del desastre
natural es su ingrediente subversivo. Los espartanos lo tenían claro: la
reconstrucción de la ciudad se llevará a cabo después y una vez que se regrese
al orden social que existía antes de la catástrofe.
Cuando el desastre
perturba la jerarquía social existente, se puede utilizar la nomenclatura de la
cultura de la “protección civil”. Con la varita mágica del vocabulario, se
puede convertir a los abandonados de ayer en los damnificados de hoy. Se busca
restablecer el orden social asignando papeles a cada grupo: los pobres serán de
ahora en adelante, “vulnerables” y “damnificados”. Lo más apremiante no son sus
necesidades y heridas. Lo principal es regresarlos a la rutina de la
subordinación.
Así se pierde la
posibilidad de usar el mejor recurso disponible para enfrentar los desastres
naturales: la propia población afectada. Esto es algo reconocido en los mejores
análisis sobre los efectos y prevención de desastres. Hay tres razones por las
que la población afectada por un desastre natural es el recurso más importante
para prevenir y reducir los daños de un desastre natural. Primero, ya está en
el lugar de los acontecimientos: puede vigilar, prevenir y, sobre todo, no
necesita esperar a que llegue la ayuda. Segundo, esa población conoce mejor que
nadie el terreno sobre el cual ocurrieron los hechos, llámese sismo o huracán.
Sabe de primera mano cuáles son los caminos alternativos para llevar ayuda y
está al tanto de los lugares en los que puede refugiarse la población para
mitigar los daños. Tercero, después del trauma inmediato del desastre, la
población dañada y sus amigos y familias van a permanecer en el lugar afectado.
A pesar de lo largo y penoso de la reconstrucción, no se va a cansar, no
presentará el síndrome de la fatiga y no se va a retirar.
En síntesis, la población
afectada tiene un grado de compromiso con la recuperación superior al de
cualquier autoridad que aparece en la estela de un desastre natural. Eso
explica por qué surgen tensiones entre los equipos de rescatistas locales y
voluntarios, por una parte, y las autoridades que llegan desde el exterior a la
comunidad.
Pero para que la
población pueda efectivamente convertirse en ese recurso y tenga la capacidad
de enfrentar el desastre, se necesita que esté permanentemente movilizada y que
disponga de instrumentos y herramientas adecuadas, equipos de comunicación y
generación de energía, entrenamiento, simulacros, sus propias rutinas de
inspecciones y protocolos para enfrentar la emergencia. Todo esto, por cierto,
requiere un presupuesto adecuado a nivel federal y estatal.
La
población, organizada a nivel de manzana o barrios, debería también poder
participar y supervisar el proceso de toma de decisiones sobre uso de suelo y
reglamentos de construcción. ¿Estarán las autoridades federales y las de la
Ciudad de México dispuestas a aceptar este tipo de movilización y participación
de la población? No lo creo. Entonces la siguiente pregunta es si la sociedad
tiene hoy la capacidad de organizarse para recuperar su derecho a decidir sobre
su propio destino. ¿Tendrá la lucidez de rechazar el regreso a esa “normalidad”
de los 43 estudiantes desparecidos de Ayotzinapa y la del homicidio industrial
de las obreras de la calle de Chimalpopoca?
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