Pocas
veces como ahora quienes rigen los destinos del mundo han conformado una
gavilla más evidentemente limitada. Donald Trump es el modelo incontrovertible,
pero la rasposidad de las relaciones entre quienes nos gobiernan muestran que
la crisis que confrontamos no es solo ambiental, ni solo económica, ni solo
social sino integral, incluyendo la estatura política, ética y moral de quienes
llegan al poder de los estados.
La 72ª
Asamblea General de la ONU ha puesto en evidencia el mundo ramplón, malhablado,
prepotente y agresivo en el que estamos viviendo. El campeón de los chicos
malos del barrio son los Estados Unidos comandados por su presidente Donald
Trump, que no vacila en amenazar a diestra y siniestra, poner motes a sus
enemigos y proferir amenazas de desatar una hecatombe que borre naciones
enteras de la faz de la tierra.
En
mal momento nos agarra parados a los latinoamericanos la llegada de este cowboy
rudo e ignorante a la Casa Blanca. Estamos tal cual le gusta a nuestros vecinos
del norte encontrarnos, desunidos y enfrentados, lo que es equivalente a decir
débiles y desprotegidos.
Quien
fuera motor de los proyectos de integración y unión latinoamericanista que nos
dieran fortaleza para orillar a los norteamericanos en años pasados, la
República Bolivariana de Venezuela, se ha transformado por eso mismo en foco de
ataques sistemáticos y sostenidos.
Ya no
se esquiva decir la razón central por la que se le mantiene bajo asedio: su
opción por construir una sociedad que se aparta de los cánones del capitalismo.
Lo dice el señor Trump y sus funcionarios sin ningún sonrojo; si alguien se aparta
de dichos cánones que dictan ellos será acosado inmisericordemente. La
soberanía, la voluntad popular, la democracia y toda la batería de argumentos
se revelan simples coartadas.
La
misma suerte corre Cuba. Ahora resulta que es ella la que promueve la
desestabilización y la conmina, igual que a Venezuela, a que se alinee como -al
decir del presidente peruano- perrito amistoso.
Es un
vendaval de malacrianza y vulgaridad que ojalá se quedara confinada a las
fronteras que cobijan al pueblo que lo eligió presidente. Que ellos solos
pagaran las consecuencias de sus decisiones nefastas. Las pagamos todos, sin
embargo, y de mil maneras distintas. O siendo amenazados torpemente, o
sufriendo las consecuencias climáticas cada vez más evidentes de una
civilización miope que tiene como líder a tal espécimen obtuso.
Pocas
veces como ahora quienes rigen los destinos del mundo han conformado una
gavilla más evidentemente limitada. Donald Trump es el modelo incontrovertible,
pero la rasposidad de las relaciones entre quienes nos gobiernan muestran que
la crisis que confrontamos no es solo ambiental, ni solo económica, ni solo
social sino integral, incluyendo la estatura política, ética y moral de quienes
llegan al poder de los estados.
Quien
aún lo dudara, esta reunión de la ONU ha puesto de manifiesto que la crisis
civilizatoria avanza a pasos agigantados en un mar de descomposición. Si en
otros momentos de la historia las crisis de los modelos civilizatorios se
circunscribieron a espacios relativamente pequeños del orbe, hoy la crisis es
mundial, porque la civilización occidental ha alcanzado todos los confines del
planeta y es ella la que está en aprietos, y en su seno, aunque no limitándose
a ella, la crisis del capitalismo.
Donald
Trump no es más que el emperador obtuso y depravado de la cabeza del imperio.
Un Calígula, un Nerón que no vacila en incendiar los arrabales que rodean a la
corte imperial y sus jardines. Con su enjambre de bombas mortíferas agita las
banderas de la muerte, mientras se solaza enviando tuits sentado en los
ordinarios sillones dorados con los que su esposa Melania ha decorado el penthouse
en donde viven en Nueva York.
Tiempos
apocalípticos regidos por los más ineptos, por los más inadecuados, por los más
antipáticos. Malos tiempos los que nos han tocado.
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