Nuestra sociedad de cuño
occidental, blanca, machista y autoritaria ha elegido el camino de la violencia
represiva y agresiva. Por eso anda siempre metida en guerras, cada vez más
devastadoras, como en la actual de Siria, con guerrillas cada vez más
sofisticadas, y con atentados cada vez más frecuentes.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Hoy en el mundo, y en
Brasil, las personas están angustiadas por el miedo a asaltos, a veces con
muertes, balas perdidas y atentados terroristas. Los realizados recientemente
en Barcelona y Londres, provocaron un miedo generalizado, por más que haya
habido demostraciones de solidaridad y manifestaciones pidiendo paz.
Yendo más al fondo de la
cuestión, hay que reconocer que esta situación generalizada de miedo es la
consecuencia última de un tipo de sociedad que ha puesto la acumulación de
bienes materiales por encima de las personas y ha establecido como valor
principal la competición y no la cooperación. Además ha elegido el uso de la
violencia como forma de resolver los problemas personales y sociales.
La competición
debe distinguirse de la emulación. La emulación es buena, pues trae a la
superficie lo que tenemos de mejor dentro de nosotros y lo mostramos con
sencillez. La competición es problemática, pues significa la victoria del más
fuerte de los contendientes, derrotando a todos los demás, lo cual genera
tensiones, conflictos y guerras.
En una sociedad donde
esta lógica se hace hegemónica, no hay paz, sólo armisticio. Siempre existe el
miedo a perder, perder mercados, ventajas competitivas, ganancias, el puesto de
trabajo y la propia vida.
La voluntad de
acumulación también produce ansiedad y miedo. Su lógica dominante es ésta:
quien no tiene, quiere tener; quien tiene, quiere tener más; y quien tiene más
dice: nunca es suficiente. La voluntad de acumulación alimenta la estructura
del deseo que, como sabemos, es insaciable. Por eso, necesita garantizar el
nivel de acumulación y de consumo. De ahí resulta la ansiedad y el miedo a no
tener, a perder capacidad de consumir, a descender en status social y, por fin,
a empobrecerse.
El uso de la violencia
como forma de solucionar los problemas entre países, como se mostró en la
guerra de Estados Unidos contra Irak, se basa en la ilusión de que derrotando
al otro o humillándolo conseguiremos fundar una convivencia pacífica. Un mal de
raíz, como la violencia, no puede ser fuente de un bien duradero. Un fin
pacífico demanda igualmente medios pacíficos. El ser humano puede perder, pero
jamás tolera ser herido en su dignidad. Se abren heridas que difícilmente se
cierran y sobra rencor y espíritu de venganza, humus alimentador del
terrorismo, que victima tantas vidas inocentes como lo hemos visto en muchos
países.
Nuestra sociedad de cuño
occidental, blanca, machista y autoritaria ha elegido el camino de la violencia
represiva y agresiva. Por eso anda siempre metida en guerras, cada vez más
devastadoras, como en la actual de Siria, con guerrillas cada vez más
sofisticadas, y con atentados cada vez más frecuentes. Detrás de tales hechos
existe un océano de odio, amargura y deseo de venganza. El miedo flota como un
manto de tiniebla sobre las colectividades y sobre las personas individuales.
Lo que invalida el miedo
y sus secuelas es el cuidado de unos a otros. El cuidado constituye un valor
fundamental para entender la vida y las relaciones entre todos los seres. Sin
cuidado la vida no nace ni se reproduce. El cuidado es el orientador previo de
los comportamientos para que sus efectos sean buenos y fortalezcan la
convivencia.
Cuidar a una persona es
involucrarse con ella, interesarse por su bienestar, sentirse corresponsable de
su destino. Por eso, todo lo que amamos también lo cuidamos y todo lo que
cuidamos también lo amamos.
Una sociedad que se rige
por el cuidado, cuidado de la Casa Común, la Tierra, cuidado de los ecosistemas
que garantizan las condiciones de la biosfera y de nuestra vida, cuidado de la
seguridad alimentaria de cada persona, cuidado de las relaciones sociales para
que sean participativas, equitativas, justas y pacíficas, cuidado del ambiente
espiritual de la cultura que permite a las personas vivir un sentido positivo
de la vida, acoger sus limitaciones, el envejecimiento y la propia muerte como
parte de la vida mortal, esta sociedad de cuidado gozará de paz y concordia
necesarias para la convivencia humana.
En momentos de gran
miedo, ganan especial sentido las palabras del salmo 23, aquel de “el Señor es
mi pastor, nada me puede faltar”. El buen pastor asegura: “aunque pases por el
valle de sombra de la muerte, no temas porque yo estoy contigo”.
Quien logra vivir esta fe
se siente acompañado y en la palma de la mano de Dios. La vida humana gana
ligereza y conserva, incluso en medio de riesgos y amenazas, una serena
jovialidad y alegría de vivir. Poco importa lo que nos suceda, sucede en su
amor. Él sabe el camino y lo sabe bien.
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