El Antropoceno expresa
las consecuencias de una modalidad social de organización del trabajo a escala
planetaria destinada a generar un crecimiento económico sostenido para una
acumulación infinita de capital.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
El 10 de septiembre de 1886, en su extraordinario reportaje sobre el
terremoto que había asolado la ciudad de Charleston, en Estados Unidos, José
Martí se refirió en los siguientes términos a ese evento natural y sus
catastróficas consecuencias:
"Estas desdichas que arrancan de las entrañas de la
tierra, hay que verlas desde lo alto de los cielos.
De allí los terremotos con todo su espantable arreo
de dolores humanos, no son más que el ajuste del suelo visible sobre sus
entrañas encogidas, indispensable para el equilibrio de la creación: ¡con toda
la majestad de sus pesares, con todo el empuje de olas de su juicio, con todo
ese universo de alas que le golpea de adentro el cráneo, no es el hombre más
que una de esas burbujas resplandecientes que danzan a tumbos ciegos en un rayo
de sol!: ¡pobre guerrero del aire, recamado de oro, siempre lanzado a tierra
por un enemigo que no ve, siempre levantándose aturdido del golpe, pronto a la
nueva pelea, sin que sus manos le basten nunca a apartar los torrentes de la
propia sangre que le cubren los ojos!
¡Pero siente que sube, como la burbuja por el rayo
de sol!: ¡pero siente en su seno todos los goces y luces, y todas las
tempestades y padecimientos, de la naturaleza que ayuda a levantar!"[1]
Martí nos ofrece aquí
un punto de partida indispensable para colaborar con el resto de nuestra
especie en la tarea de subir como la burbuja por el rayo de sol, y ayudar a
levantarnos a una relación armónica con una naturaleza que de momento parece
enloquecida por los abusos a que la sometemos. Para hacerlo, debemos recurrir a
todas las capacidades de nuestro conocer y nuestro razonar.
Así, por ejemplo,
podemos empezar por reconocer que las ciencias naturales están sin duda en la
capacidad de demostrar más allá de toda duda que esa crisis ambiental existe, y
aun de prever sus tendencias generales de evolución futura. Sin embargo, como
nos lo advirtiera años atrás el historiador norteamericano Donald Worster, las
ciencias naturales no pueden explicar por sí mismas por qué existe esa crisis,
y cómo hemos venido a desembocar en ella.[2]
Esa tarea corresponde a
una nueva manera de comprender el vínculo entre sociedad y naturaleza, que nos
permita trascender la estructura fundamental de organización del conocer creada
a mediados del siglo XIX, con su (aparentemente) nítida distinción entre las
ciencias naturales, las sociales, y las Humanidades.
El punto de partida en
la comprensión de ese vínculo procede, sin duda, de la primera gran ruptura en
el consenso positivista del XIX, aportada por la filosofía de la praxis. Esa
ruptura, producto de una constante actividad política, cultural y científica
cuyos orígenes se remontan a la década de 1840, se expresa con singular
claridad en 1876, en la crítica que hace Federico Engels a las formas más
ingenuas y acríticas de exaltación del dominio de la especie humana – el
hombre, en el lenguaje de la época – sobre el mundo natural. “Así, a cada paso”
decía Engels
los
hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en
nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el
dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por
nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza,
nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que,
a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de
aplicarlas adecuadamente.[3]
Y desde el vínculo así
planteado se tornaba de súbito sencillo el complejo problema de conocer – y
comprender – esa relación en su desarrollo:
En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada
fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente
el olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a
nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples.” [4]
Esa interdependencia
universal de los fenómenos del mundo natural – incluyendo los generados por
nuestra especie – subyace hoy en el debate sobre el Antropoceno, entendido como
una etapa en la historia de nuestro planeta definida por el creciente impacto
de las actividades humanas sobre la atmósfera, los océanos y las masas
terrestres, y en las formas en que esos subsistemas del Sistema Tierra
interactúan entre sí. Hoy, por ejemplo, dichas actividades, se aproximan o
superan ya en magnitud a algunas de las grandes fuerzas naturales; operan a un
ritmo muy superior al de las tasas de variabilidad natural, y han producido ya
un estado sin precedentes en la dinámica y el funcionamiento del Sistema
Tierra, debido a su amplitud, magnitud, ritmo y simultaneidad.[5]
El concepto de
Antropoceno – formalmente expresado como tal por el químico de la atmósfera
Paul Crutzen y el biólogo marino Eugene Stöermer en el año 2000 -[6], por supuesto, no es
enteramente nuevo. Por el contrario, una de las virtudes derivadas de su
formulación ha sido la de estimular la exploración de sus múltiples
antecedentes en la cultura de la naturaleza forjada por el capitalismo en su
desarrollo. En esa exploración, ha destacado el aporte del biogeoquímico
ruso-ucraniano Vladimir Vernadsky (1863 – 1945), quien a partir de la década de
1920 –en el marco del mismo proceso de florecimiento científico y cultural que
dio de si a Charles Darwin, Karl Marx, Marie Curie, Sigmund Freud y Albert
Einstein, por mencionar algunos casos destacados – elaboró los conceptos de
biosfera y noosfera.
Para Vernadsky, la
biosfera estaba constituida por el segmento de la esfera terrestre en
la que la materia viviente crea las condiciones para la existencia de la vida,
a partir de la transformación de la energía solar en energía química por las
comunidades vegetales. La vida así constituida, a su vez, se constituye en una
fuerza geológica que ha venido operando sobre el planeta desde hace al menos
3500 millones de años, incidiendo en la formación y las transformaciones de la
atmósfera, las aguas y las masas terrestres. La
noosfera, por su parte, constituye “un fenómeno geológico nuevo en nuestro
planeta”, en curso desde hace entre 1.5 millones y 200 mil años, a lo largo del
cual “el Hombre deviene en una fuerza geológica a gran escala. Puede y
debe reconstruir la esfera de su vida mediante su trabajo y pensamiento,
reconstruirla de forma radical en comparación con el pasado.” [7]
Hoy es posible señalar
algunas limitaciones al planteamiento de Vernadsky, desde su carácter lineal
hasta su visión productivista de la noosfera, y su carencia de una perspectiva
histórica capaz de dar cuenta de la complejidad de la evolución y el desarrollo
de la especie humana. El concepto de Antropoceno, por su parte, asume y
desarrolla con gran riqueza el de biosfera y lo traduce en el de Sistema
Tierra, con un claro fundamento en la historia natural del planeta. Sin
embargo, no hace lo mismo con el concepto de noosfera, pues carece de una
perspectiva histórica integrada que solo podría ofrecerle la historia
ambiental, que se ocupa justamente de las interacciones entre los sistemas
sociales y naturales a lo largo del tiempo, y de las consecuencias de esas
interacciones para ambos.[8]
Estas limitaciones no
tienen solución en el marco de las estructuras de organización del conocimiento
creadas por el liberalismo en su etapa ascendente, tan ricamente descritas por
Immanuel Wallerstein.[9] El problema, en
cambio, adquiere un cariz enteramente distinto desde la filosofía de la praxis,
desde la cual dicen sus fundadores que
Conocemos
sólo una ciencia, la ciencia de la historia. Se puede enfocar la
historia desde dos ángulos, se puede dividirla en historia de la naturaleza e
historia de los hombres. Sin embargo, las dos son
inseparable: mientras existan los hombres, la historia de la naturaleza y la
historia de los hombres se condicionan mutuamente.[10]
En esa perspectiva, se
hace evidente que toda ciencia es natural, en la medida en que su objeto de
estudio existe dentro de la naturaleza, sea el ciclo biogeoquímico del carbono,
sea la cultura de la naturaleza creada por una u otra civilización. Del mismo
modo, toda ciencia es a fin de cuentas social, en cuanto su necesidad, sus fundamentos
y sus métodos son creaciones sociales. Y esto, a su vez, permite entender mucho
mejor el hecho de que las ciencias no estudian “cosas” ni hechos aislados, sino
objetos que resultan de relaciones entre estructuras y procesos
interdependientes entre sí.
En lo que hace al
antropoceno, ese enfoque integrado tiene además un elemento vinculante: el
trabajo, como rasgo natural característico de la especie humana. Así, por
ejemplo, observa Federico Engels que el trabajo
es la fuente de toda riqueza […] a la par que la
naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el
trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y fundamental de toda
la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que
el trabajo ha creado al propio hombre.”[11]
Desde esta perspectiva,
podemos entender que el ambiente es el resultado de las intervenciones humanas
en la naturaleza, mediante procesos de trabajo socialmente organizados. La
organización de esos procesos, naturalmente, responde a los intereses
dominantes en cada formación social. En este sentido, lo que cabe resaltar aquí
es que el Antropoceno – sea que se remita su origen a la Revolución Industrial
hacia mediados del siglo XVIII, o a la llamada Gran Aceleración en el
desarrollo de las fuerzas productivas, la extracción de recursos naturales y la
transferencia de los desechos así generados al entorno natural, de la década de
1950 en adelante – expresa las consecuencias de una modalidad social de
organización del trabajo a escala planetaria destinada a generar un crecimiento
económico sostenido para una acumulación infinita de capital.
Esas consecuencias
incluyen, ya, alteraciones en el funcionamiento del Sistema Tierra en lo que
hace a los ciclos biogeoquímicos, el ciclo hidrológico y el clima, creando una
situación que ya plantea la necesidad de que nuestra especie encare la tarea de
gestionar ese Sistema de manera distinta. La humanidad, dice el Resumen
Ejecutivo del informe Global Change and
the Earth System, está gestionando de hecho el planeta, pero lo hace
de
una manera inconexa y azarosa, orientada en última instancia por necesidades y
deseos individuales y grupales. Como resultado de las innumerables actividades
que alteran y transforman el ambiente global, el Sistema Tierra está siendo
llevado más allá de su terreno natural de funcionamiento.
En estas
circunstancias, agrega, los desafíos que plantea alcanzar un desarrollo
sostenible carecen de precedentes, y demandan “una gestión adaptativa”,
entendida como “un proceso creativo de aprendizaje a partir de lo que se hace,
y de quehacer a partir de lo aprendido.”[12]
Vista la situación
desde la filosofía de la praxis, resulta evidente que, si
deseamos
un ambiente distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, que recupere
el control sobre su propia actividad productiva poniéndola finalmente al
servicio del desarrollo humano. Esto
demandará, entre otras cosas, de formas innovadoras de organización de la
actividad científica a escala planetaria que, para identificar esa diferencia, y las maneras de llevarla a la práctica. Tal es, con toda evidencia,
es el gran desafío que el Antropoceno plantea a la
ciencia de la historia en nuestro tiempo.
En esta tarea, la historia de la cultura de la naturaleza tendrá sin duda
un papel destacado. Ella nos remite una y otra vez al deseo – presente en todas
las sociedades de nuestro tiempo – de recuperar aquello que Donald Worster
llamó alguna vez “la naturaleza que hemos perdido”, tanto en lo que hace a la
restauración de los ecosistemas que hemos devastado como en nuestra relación
espiritual con el milagro siempre renovado de la vida que crea las condiciones
para la vida. Debemos, en otros tiempos, recuperar nuestra capacidad para
orientar el desarrollo de la noosfera como lo entendiera Vladimir Vernadsky en
1943, desde la terrible devastación provocada por la agresión de la Alemania
nazi contra su tierra natal:
Estamos entrando en la noosfera. Este nuevo proceso geológico fundamental se
está desarrollando a un ritmo impetuoso […] pero el hecho importante es que
nuestros ideales democráticos estén sintonizados con los procesos geológicos
fundamentales, con las leyes de la Naturaleza y con la noosfera. De ese modo, podremos encarar el futuro con
confianza. Está en nuestras manos. No podemos dejarlo escapar.[13]
Panamá, 10 de septiembre de 2017
[1] “El
terremoto de Charleston”. La Nación, Buenos Aires, 14 y 15 de octubre de
1886. Obras Completas. Editorial de
Ciencias Sociales. La Habana, 1975. XI, 66.
[2] “The Two
Cultures Revisited: Environmental History and the Environmental Sciences”. Environment and History 2 (1996), 3 –
14. The White Horse Press, Cambridge, UK.
[3] Engels, Federico:
El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876.
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm
[4] Engels, Federico:
El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876.
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm. Hay quien ha llamado a
esta interdependencia universal de los fenómenos de la naturaleza la “cuarta
ley de la dialéctica”: se trata de un propuesta del mayor interés para nuestro
tiempo, que hasta ahora no ha recibido un debate adecuado.
[5] W. Steffen et al. Global Change and the Earth System. A planet
under pressure. International Geosphere and Biosphere Program. Executive
Summary, ww.igbp.kva.se, p. 18.
[6] Paul J. Crutzen y Eugene F. Stöermer: “El ‘Antropoceno’”. Global Change Newsletter, 41. May 2000.
[7] La
biosfera y la noosfera, 1943. http://larouchepub.com/other/2005/site_packages/vernadsky/3207bios_and_noos.html,
traducción de Guillermo Castro H. Vernadsky planteó la hipótesis del origen de
la noosfera a partir del control del fuego por la especie humana, a la que
atribuyó unos 70 mil años de antigüedad. Hoy, otras hipótesis remontan ese
origen a 1.5 millones de años.
[8] En
años recientes, el destacado historiador ambiental norteamericano John McNeill
se ha vinculado de manera más estrecha a la construcción del concepto de
Antropoceno. El tema ya subyacía a uno de sus libros más conocidos – Algo Nuevo Bajo el Sol. Historia
medioambiental del siglo XX. Alianza ensayo, 2003 -, y es abordado de
manera directa ahora en McNeill, John y Engelke, Peter: The Great Acceleration. An environmental history of the Antropocene
since 1945. The Belknap Press of Harvard University Press. Cambridge,
Massachusets; London, England, 2014.
[9] En particular, Abrir las Ciencias Sociales. Informe de la
Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales.
Siglo XXI Editores / Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias
y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. (1996) 2003.
[10] Carlos Marx, Federico
Engels: La Ideología Alemana, 1846.
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1846/ideoalemana/index.htm
[11] Federico
Engels, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre,
1876. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1876trab.htm. El texto de Engels
reproduce, de manera más sencilla, lo planteado por Marx un año antes sobre el
tema, en el primer párrafo de su Crítica
al Programa de Gotha, que detalla con gran riqueza el papel del trabajo –
como capacidad natural del ser humano – en la relación de nuestra especie con
su entorno natural. Antes, el tema había sido abordado por Marx también en sus Grundrisse (1857 – 1858) y en el primer
tomo de El Capital (1867), en el
acápite 1 (“El proceso de trabajo”) del Capítulo V: “Proceso de trabajo y
proceso de valorización.”
[12] W. Steffen et al. Global Change and the Earth System. A planet
under pressure. International Geosphere and Biosphere Program. Executive
Summary, ww.igbp.kva.se, p. 38.
[13] La
biosfera y la noosfera, 1943. http://larouchepub.com/other/2005/site_packages/vernadsky/3207bios_and_noos.html,
traducción de Guillermo Castro H.
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