A 46 años
de la aparición del mítico Para leer al Pato Donald, el libro podrá por fin ser
editado en Estados Unidos. El evento le sirve a su autor para poner una lupa
sobre el Donald que hoy preside ese país, los elementos de la sociedad
norteamericana que permitieron su elección y la alegría liberadora que necesita
cualquier proceso de cambio para plantearse la posibilidad de una alternativa.
Ariel
Dorfman / Página12
Hace
cuarenta y dos años, en julio de 1975, un oscuro funcionario del Servicio de
Aduanas de los Estados Unidos ocupado en asegurar el cumplimiento de la ley de
importaciones, decidió que un cargamento de libros impresos en Londres podrían constituir un acto de piratería
intelectual contra los derechos de Walt Disney, y procedió a “detener”,
“incautar” y “someter a custodia” los cuatro mil ejemplares respectivos,
solicitando que las partes en disputa, los editores británicos y la Disney
Corporation, entregaran declaraciones legales sobre el caso antes de que se
determinara el destino final de ese envío.
El libro
que había suscitado la suspicacia del Departament of the Treasury (Finanzas),
del que depende la Aduana norteamericana, era la versión al inglés de Para Leer
Al Pato Donald, que yo había escrito con el sociólogo belga Armand Mattelart en
1971 durante el gobierno revolucionario de Salvador Allende. Si he citado las
palabras exactas con que se anunciaba el secuestro de nuestro libro es para
acentuar que tal agresión era una más entre muchas que ya había sufrido nuestra
crítica a Disney después del golpe de septiembre de 1973 que derrocó a Allende
y su experimento de socialismo democrático.
¡Agua y fuego contra nuestro Pato!
Agua: diez
mil ejemplares de la tercera tirada del libro fueron lanzados por la Armada
chilena a la bahía de Valparaíso. Y fuego: unos días después de la asonada
militar, encontrándome en la clandestinidad, vi por televisión cómo un grupo de
soldados quemaban, en vivo, centenares de libros, entre los cuales se hallaba
Para Leer Al Pato Donald. No me sorprendió tal pira inquisitorial. Nuestro
desmenuzamiento de los valores dominantes que escondían las historietas que
Disney propagaba por nuestro país y tantas otras naciones de lo que se
denominaba en esa época el Tercer Mundo había tocado un nervio en la burguesía
chilena. Un airado automovilista había tratado de atropellarme, gritando “¡Viva
el Pato Donald!” Fui rescatado de una turba anti-semita por un camarada
karateca y la casa en que vivíamos con mi mujer y nuestro hijo Rodrigo fue el
objeto de protestas de vecinos del barrio.
Aún así,
el espectáculo de ver mi propio libro ardiendo por televisión era
particularmente inquietante. Había asumido, equivocadamente y con ingenuidad,
que después de las infamantes hogueras nazis de mayo de 1933 en que toneladas
de volúmenes que se juzgaban subversivos, decadentes e insuficientemente
“alemanes” habían sido consignados al fuego, tales actos serían considerados
demasiado reprehensibles para llevarse a cabo en forma pública. Pero los militares
chilenos no tenían problemas con difundir flagrantemente su furia y odio. Y me
recordó que quienes quemaban mi libro no tendrían problemas con hacer algo
idéntico o peor al cuerpo indefenso del autor. Tal experiencia ayudó a
convencerme de que aceptara, muy de mala gana, la orden de mi partido político
para que abandonara Chile a fin de unirme a la campaña contra el General
Pinochet en el exterior.
Esa imagen
de mi libro incinerado me acompañó al exilio, incitándome a meditar
dilatadamente acerca del sentido profundo y desesperante de aquella hoguera.
Había sido nuestra intención asar al spiedo a Disney y a su Pato, vacunar al
pueblo chileno contra la plaga del American Dream of Life y su ideología
competitiva, super-individualista y voraz. En vez de ello, como Chile mismo, el
libro había sido consumido por una conflagración sin fin. El hecho de que los
conspiradores militares y civiles habían sido financiados y alentados por
Washington y la CIA, que Nixon y Kissinger habían desestabilizado el experimento
maravilloso de Allende, le dio una sensación de derrota especialmente amarga a
la quema del texto que desnudaba justamente la forma en que los Estados Unidos
trataba a países como el nuestro. Creíamos con tanto fervor que nuestras
palabras –y los obreros en marcha que las estimularon– eran más fuertes que el
Imperio y ahora el Imperio había probado su poderío, nosotros éramos los que
habíamos sido chamuscados y digeridos y escupidos.
Y, sin
embargo, pese a que tantos ejemplares de Para Leer al Pato Donald habían sido
obliterados, el libro mismo cobraba una segunda vida en otras latitudes. Entre
todas las traducciones, la que más nos importaba a Armand y a mí era la que se
hizo al inglés. Si aquel “manual de la descolonización” (como la llamó el gran
John Berger) no podía circular en la tierra que lo vio nacer, teníamos la
esperanza de que podría encontrar nuevos lectores en la tierra que le dio
nacimiento a Disney.
No
tardamos mucho en darnos cuenta de que el creador del Pato Donald, igual que el
gobierno gringo que lo defendía y difundía, era más poderoso de lo que habíamos
anticipado. Debido a que no le habíamos pedido autorización a Disney para
reproducir algunas imágenes de las historietas que Walt publicaba con tanto
desparpajo masivo en nuestras naciones, ningún editor en los Estados Unidos
estaba dispuesto a arriesgar los juicios y pleitos que una armada de abogados
había ya desplegado en tantísimas ocasiones para defender el copyright de la
Disney Corporation.
De manera
que cuando el Servicio de Aduanas confiscó los ejemplares de How To Read Donald
Duck, pensábamos que íbamos a volver a perder la pelea contra Disney. Para
nuestra alegría y desconcierto, abogados del Center for Constitutional Rights
en Nueva York convencieron al Treasury Department que no habíamos cometido
piratería al reproducir los monitos y permitió la importación del libro. Con la
salvedad de que, amparándose en una ley de fines del siglo XIX, decidió que tan
solo 1.500 copias podían ingresar a los Estados Unidos. Esta decisión burocrática
bloqueó efectivamente a los lectores de ese país de tener acceso al libro que
se convirtió así en un ítem de coleccionista, por el que se paga hoy centenares
de dólares en el mercado virtual.
Ahora, por
fin, después de cuatro décadas, How To Read Donald Duck va a circular en la
patria de Disney como parte de un catálogo del Museo MAK de Los Angeles. No
puedo negar que me da cierta satisfacción pensar que el libro reaparece tan
cerca de Disneylandia y, también, de la tumba donde descansan los restos no tan
inmortales de Walt mismo (el que no fue congelado criogénicamente, como
murmuran las lenguas). Más importante, sin embargo es que nuestro texto
carbonizado y prohibido ha logrado pasar subrepticiamente la frontera de los
Estados Unidos en el preciso momento en que sus ciudadanos, animados por el
tipo de xenofobia y nacionalismo exacerbado
que recuerda mi propio Chile regentado por Pinochet, ha elegido a otro
Donald (aunque se parezca más al Tío Rico MacPato que a su sobrino más notorio)
a la Presidencia en virtud de su promesa de “Construir Una Muralla” y “¡Hacer
De Nuevo Grande a América!”. Nos encontramos, sin duda, en una coyuntura donde
reina el deseo nostálgico de retornar a un país que Disney concibió en sus
historietas como inmaculado, inocente y eterno.
Me
conforta que nuestras ideas, forjadas durante la revolución chilena, hayan
arribado a estas orillas precisamente cuando algunos –¡demasiados!–
estadounidenses se pasean con antorchas en lugares como Charlottesville,
haciéndose eco de las hogueras de Santiago y Berlín, pero también en un momento
cuando muchos otros compatriotas suyos se preguntan acerca de las condiciones
que llevaron a Donald Trump al poder. Me pregunto si hay algo que podrían
extraer quienes hoy son mis conciudadanos gringos de nuestra exploración de la
ideología subterránea de este país. ¿Es posible ver la sombra de Donald Trump
dentro del libro que desnuda a ese otro Donald, el plumífero?
Por cierto
que muchos valores que impugnamos en nuestro libro –la codicia, la ultra-competitividad,
la sujeción de las razas más oscuras, la desconfianza y desprecio hacia los
extranjeros (mejicanos, árabes, asiáticos), todo ello edulcorado en un himno
constante a una felicidad inalcanzable– anima a cantidad de entusiastas de
Trump (y no solo a sus seguidores). Pero tales blancos son demasiado evidentes
y fáciles. Tal vez más crucial hoy es el pecado cardinal de los Estados Unidos
que se agita en el corazón de las historietas de Disney: la creencia en una
innata inocencia de la patria de Lincoln, la presunción de la excepcionalidad,
la singularidad ética y destino manifestó de este país. Cuando escribimos el
libro nos referíamos a la incapacidad –que sigue hoy– de la nación que Walt
exportaba como un modelo de perfección a reconocer su propia historia. Si se
desmorona la amnesia recurrente de la violencia y trasgresiones pretéritas (la
esclavitud, el extermino de nativos, las masacres de obreros en huelga, la
persecución y deportación de inmigrantes y rebeldes, tantas aventuras militares
en suelo extranjero, tantas invasiones y conquistas de territorio ajeno, y la
complicidad con autocracias y dictaduras en todos los continentes), lo que se
derrumba es la cosmovisión supuestamente prístina de Disney, abriendo espacio
para que otro tipo de país haga su lenta aparición.
Aunque
escogimos a Walt Disney como el ejemplo excelso de esta inocencia, ella se
encarna hondamente, por cierto, en los pre-juicios de la inmensa mayoría de los
norteamericanos, aun entre los más ilustrados. Una casi imperceptible muestra
de ello es la reciente decisión de Ken Burns, el documentalista más celebre y
admirable de las costumbres y trayectoria de su país, de comentar en su nueva
serie televisiva sobre Vietnam, que esa intervención desastrosa y genocida en
una nación lejana fue iniciada “de buena fe y por gente decente” y que se
trataba de un “fracaso” y no de una “derrota”.
Es una
advertencia de cuán difícil será deshacerse de la idea abismalmente arraigada
que los Estados Unidos, pese a sus fallas, es una fuente incuestionable de
benevolencia en el mundo. Solo un país que continúa a bañarse en la mitología
de esta inocencia, de una virtud otorgada por Dios y por lo tanto destinada a
imperar en toda la Tierra, puede haber producido una victoria como la de Trump.
Solo el reconocimiento de cuán perversa y enceguecedora viene a ser aquella
inocencia puede conducir a una comprensión más amplia de las causas de la
ascendencia de Trump y su dominio alucinante sobre tantos seguidores suyos, un
reconocimiento al que nuestro libro quisiera contribuir, aunque fuera en forma
mínima.
Hay, sin
embargo, un aspecto de How To Read Donald Duck que tal vez ofrezca una
contribución de otro tipo a la búsqueda colectiva en que tantos estadounidenses
perplejos están empeñados. Volviendo a leer este texto nuestro lo que me sigue
inspirando hoy es su tono rebelde, la insolencia, el humor, la euforia que
fluye por sus páginas. Es un libro que se ríe de sí mismo mientras se burla de
Donald y sus sobrinos y sus compinches. Detrás de su deseo de un nuevo lenguaje
para la liberación puedo escuchar a un pueblo que no se deja avasallar. Me
devuelve al inmenso salto imaginativo que exige toda demanda de un cambio
radical, Y captura algo que a menudo falta en esta era de catástrofes y
derrotas: la certeza de que múltiples realidades alternativas son posibles, que
están a nuestro alcance si tenemos el coraje y la inteligencia y la osadía de
enfrentar el futuro sin miedo. Para Leer Al Pato Donald fue y sigue siendo una
celebración de la alegría que acompaña el desborde de la imaginación, una
alegría que es su propia recompensa, que no puede ser quemada en Santiago o
desaparecer en la bahía de Valparaíso.
Es esa
alegría liberadora, ese espíritu de resistencia que me gustaría compartir con
lo mejor que tiene Estados Unidos por medio de un libro que no lograron
liquidar los soldados de Pinochet ni bloquear del país de Martin Luther King
los abogados de Disney. Espero que en este momento confuso y terrible sea un
modo modesto de recordar que de veras no tenemos por qué dejar el mundo tal
como lo heredamos al nacer. Si pudiera re-escribir ese libro hoy, es probable
que un mejor título sería, quizás, Para Leer a Donald Trump.
* Ariel
Dorfman es el autor de La Muerte y la Doncella y, más recientemente, la novela
Allegro. Vive con su mujer en Chile y en Carolina del Norte, donde es profesor
emérito de Literatura en la Universidad de Duke.
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