Hacer inteligible el
rumbo de la administración Trump es una tarea compleja que siempre corre el
riesgo de naufragar, como lo corre también su propio gobierno.
Mariano Cifardini / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
El magnate newyorquino
de emprendimientos inmobiliarios, Donald John Trump, había sido parte ya del
“Partido de la Reforma” de los EEUU, de Ross Perot, en el año 2000, un partido
de empresarios con intereses muy vinculados al mercado interno y al desarrollo
de la economía nacional estadounidense, que pretendía ser alternativa real
entre demócratas y republicanos pero nunca lo logró. De todos modos, Perot
pudo llegar al 19 % de los votos en 1992
y a imponer el gobernador de Minnesota en
1998. Es decir que ya en ese
tiempo inicial de la llamada “gobalización”, había sectores significativos del
electorado norteamericano a los que las políticas tanto republicanas como
demócratas del nuevo ciclo capitalista global les producían tanto desencanto
como para llevarlos a la anomalía de
votar una alternativa extraña a la tendencia general secular.
Si se tiene en cuenta
que el programa de Perot en aquellos
días era bastante similar al que ofreció Trump
su reciente campaña presidencial
( y que sigue defendiendo actualmente en su cargo, al menos con el discurso)
proponiendo alto grado de proteccionismo,
protección de la industria territorialmente situada en el país, lucha
contra las drogas mezclado con
diatribas antiinmigratorias y
discriminatorias, debe concluirse en que Trump no es tan “paracaidista” en la
política norteamericana como se ha publicado insistentemente, sino que expresa
a un sector de negocios y de votantes que vienen apareciendo como perjudicados
por las políticas tanto demócratas como republicanas
desde finales de la “era Reagan”.
Claro que este intento
de disputa por el poder no deja de aparecer, en principio, como un tanto
“quijotesco”, sobre todo teniendo en cuenta la envergadura de los oponentes,
pero el solo hecho del triunfo de Trump merece, al menos, considerar que el
análisis “políticamente correcto” del
escenario estadounidense presenta esta vez algunas novedades.
Para abordarlas es
necesario trazar una génesis histórica de las alternativas clásicas de la
política norteamericana y a partir de allí tratar de descifrar si la “novedad”
Trump es realmente eso o constituye simplemente más de lo mismo.
La política
norteamericana tanto en su aspecto interno como internacional supo tener sus
grandes regularidades o movimientos pendulares paradigmáticos desde que, en el
siglo XIX, y después de los grandes avatares que sucedieron a la independencia,
se consolidó la política industrialista
y proteccionista del partido Republicano, de la mano de Abraham Lincoln.
No hubiera podido ser de otra manera ya que la situación del capitalismo
mundial así lo imponía. La sola existencia del imperio comercial inglés
obligaba a esa estrategia proteccionista si se quería impulsar el desarrollo de
EEUUU como país capitalista y entrar en una competencia de igual a igual con
los europeos. De hecho los países que
así no lo hicieron pasaron a ser países “dependientes”.
El siglo XX “corto”
(Hobsbawm dixit) de 1914-1980, fue sin
dudas de los demócratas y sus políticas de intervencionismo estatal “new deal”
y “apertura” al mundo, cuyo paradigma fue
Franklin Roosevelt pero que se
extendieron hasta los 60 de Johnson e, incluso, hasta los 70 de Carter.
Obviamente ya desarrollado EEUU como país capitalista y transformado en
imperialista, correspondía a su industrialismo una estrategia desarrollista,
keynesiana con el complemento de las políticas del pleno empleo hacia su patio interno y los demócratas eran
el partido con la estructura y los arraigos territoriales indicados para esa
tarea. Desde ya que ello no implicaba en absoluto que los republicanos fueran
desplazados del poder en tanto el “Grand Old Party” era precisamente el de los
industriales y banqueros del imperialismo norteamericano como Rockefeller y JP Morgan, vinculados a lo
que ya en esos tiempos empezó a llamarse “complejo militar industrial” y
determinantes de la política internacional.
En los 80, el terremoto
neoliberal con epicentro en Gran Bretaña tuvo el especial efecto de generar una
suerte de alineación en las posiciones pendulares
del ya clásico bipartidismo de la “gran
democracia del norte” y, aunque los dos partidos siguieron alternándose en el
gobierno, ahora casi con una precisión
matemática, los derroteros estratégicos
de la política norteamericana se mantuvieron, en general, casi sin
modificaciones a lo largo de los períodos del binomio Reagan-Bush padre y las
dobles reelecciones Bill Clinton, Bush
junior y Obama. Tiempos de pensamiento único, que contenían ocultas hacia dentro
las tensiones internas realmente existentes entre dos expresiones de las dos
facciones principales de la nueva forma del capitalismo financiero global que
caracteriza a esta última etapa del sistema. Estas tensiones han ido en aumento
en el marco de u n particular escenario mundial que para los EEUU de
norteamerica significó esencialmente desterritorialización de gran parte del
parque industrial con destino a China, el sudeste asiático y las maquilas mexicanas, aumento de empleo
en el sector servicios, particularmente la intermediación comercial y el servicio financiero, y un terrible aumento de la deuda interna y
externa del país.
En realidad, hasta 2001 no se hacían notorias para el gran
público, y para la mayoría de los analistas, las contradicciones internas
insalvables en el bloque hegemónico estadounidense y mundial. El 11 de
septiembre de 2001 hicieron su aparición con una puesta en escena de una
trágica magnificencia sin precedentes ni el mundo real ni en la ficción
cinematográfica.
En ese momento sólo una
voz periodística se animó o tuvo la sagacidad suficiente como para ver y
denunciar que la impresionante implosión
de las torres y el simultáneo atentado al Pentágono no eran ajenos a maniobras
luctuosas del que ahora se conoce como “estado profundo”, fue la del periodista
francés, especializado en los conflictos del oriente medio, Thierry Meyssan, en
su ensayo “La gran Impostura”. Luego, como ocurrió en su momento con el
asesinato de John Kennedy, este tipo de apreciaciones, inicialmente denostadas
como “conspirativistas”, comenzaron a generalizarse hasta alcanzar, como ya está sucediendo hoy,
alto grado de verosimilitud.
El estado profundo,
aunque su nombre evoque una administración paralela permanente en las sombras
con una coherencia propia, que puede coincidir o no con la del gobierno
institucional de turno, es, en realidad, el accionar de los servicios de
inteligencia utilizados por grandes intereses dominantes que, lejos de ser
monolíticos, están siempre divididos en dos o más bloques, enfrentados. Es
decir que hay siempre más de un estado profundo conspirando en las sombras. Eso
sí, cualquiera de ellos representa intereses de distintas facciones del gran
capital internacional.
¿Cuáles eran los
intereses que en su enfrentamiento estaban dando lugar a semejantes demostraciones
de fuerza (y delirio)?
Mientras la economía
celebraba como festivos globos de colores lo que eran en realidad fraudulentas
burbujas financieras que harían su primer estallido en el año 2008, llevándonos
a la crisis recesiva mundial de la que aún no salimos y que amenaza con
perpetuarse y aun agravarse si se produce un segundo estallido que podría ser
mayor aún que el primero, los analistas político económicos argentinos Gabriel
Merino y Walter Formento publicaban diversos trabajos que finalmente darían a
la luz su ensayo denominado “La crisis financiera global” ( Buenos Aires
Continente 2001) en la que por primera vez se daba cuenta de que la aparente armonía interna del
capitalismo del fin de la historia, celebrada en el pensamiento único o en
expresiones como “el consenso de Washington” no era para nada tal, incluso
desde los comienzos mismos de la era neoliberal.
Según estos autores el
desarrollo de un sector dominante y poderoso del globalismo financiero mundial que crecía
junto a exponenciales tasas de crecimiento de PBI mundial y que permitía a las
clases medias de “occidente” acceder a viviendas (prestadas hipotecariamente)
automóviles económicos, viajes turísticos y todo el “merchandising” tecnológico
de última generación, implicaba necesariamente excluir de la conducción de ese
proceso financiero económico mundial, y por tanto de la competencia
inter-capitalista, a otros también poderosos sectores del capital que, en el
siglo XX, habían sido, incluso, los
líderes del poder político y económico de occidente.
En “La Crisis
Financiera Global”, Formento y Merino
explican con claridad como a partir de
los años 90 se desarrolla un proyecto estratégico de globalización financiera
neoliberal que cooptó las cúpulas de los
partidos demócrata estadounidense y laborista británico, con Clinton y Blair respectivamente a la
cabeza, impulsado por un conjunto de
redes financieras angloamericanas, que tiene como pilares a instituciones financieras como el “Citigroup
–State” “Street Corp” “Barclays – Rothschild”, “HSBC”, Lloyd’s y otras. Sin
embargo , según los autores citados,, el
avance de este proyecto deja “un tendal
de perdedores a su paso que no son
solamente las grandes mayorías excluidas y sumidas en la miseria, sino también
un conjunto de intereses que constituyen polos de poder mundial y/o
imperialismos retrasados débiles, los cuales deben subordinarse o directamente
perecer” ( pag 21). Estos sectores estarían más representados políticamente, al
interior de EEUU, por el Partido Republicano y tendrían su base financiera en la banca norteamericana más tradicional
como el “Bank of America”,
el grupo Rockefeller, la banca Morgan o “Goldman Sachs”.
Es interesante ver como
el trabajo de Merino y Formento explica
con detalle como el enfrentamiento de estos dos grupos termina en crisis
políticas y económicas como el atentado a las torres del 11 de septiembre o la
caída financiera del 2008.
Si este enfrentamiento
se ha constituido en la contradicción principal al interior del capitalismo
hegemónico, la complejidad se agrava con
la existencia de distintos sectores en
pugna dentro de la facción denominada “retrasada”, que tendrían su expresión en los sectores
neoconsevadores, el “Tea Party” y divisiones dentro del complejo industrial
militar. Estos sectores no habrían tenido a Donald Trump como su candidato
natural sino a Marco Rubio o a Ted Cruz, sin embargo ninguno de ellos se acercó
siquiera a la intención de votos en favor de Trump por lo que la realidad de los hechos lo
impuso como anómala figura del GOP.
Si esta hipótesis
es al menos aproximadamente correcta,
ello explicaría por qué el tradicional
bipartidismo norteamericano se encuentra
en un virtual empate crítico, pero irreconciliable, que genera las
fisuras suficientes como para que haya
emergido un personaje como Trump. El
actual presidente intenta representar a
un extenso sector de trabajadores y clase media norteamericana que vienen
perdiendo económicamente y sufriendo en forma directa las consecuencias de la
crisis económica social y cultural que genera este enfrentamiento no resuelto
de grupos de millonarios, que, por otra
parte, no han hecho más que enriquecerse
a su costa y a costa del resto de los
pueblos del mundo Además estos
concentradores de poder y riquezas, que otrora acordaron con el sindicalismo
vernáculo un cierto pacto social, a partir de los últimos 20 años, ya ni
siquiera derraman hacia el interior de los EEUU sino que prestan ( y se cobran)
con garantías hipotecarias.
De este modo sería
posible comprender porque Trump se mueve en un terreno farragoso que va más
allá de sus propias contradicciones personales.
No solo abunda en contradicciones entre sus dichos y entre
estos y sus actos, sino que, en menos de un año de gobierno, expulsó, o tuvo
que expulsar, de su gabinete a cuatro de
sus iniciales espadas Michael Flynn,
Sean Spicer, Reince Priebus y Steve
Bannon.
Flynn es un militar
retirado que estuvo a cargo de áreas de inteligencia militar hasta el 2014 y
trabajó luego privadamente como experto en cuestiones de medio oriente y su
opinión básica sobre el conflicto era que había que dejar de apoyar veladamente
a grupos terroristas y combatir claramente y sin ambigüedades a grupos como el Daesh, motivos por los que
fue despedido aparentemente en aquel año. En este sentido era partidario
incluso de la alianza con Rusia a tal fin. Esta visión parece ser la del
propio Trump, ya que, al menos hasta lo que va de su
gobierno, la situación en Siria se ha estabilizado con importantes avances de las tropas sirias sobre los grupos terroristas que han
dejado de recibir apoyo externo. Casualmente es el mismo Meyssan quien desde su “Red Voltaire”
señala ahora, con insistencia, el advenimiento de este nuevo
escenario positivo en la región.
Además Flynn
propugnaba la extradición del clérigo turco Gulan, acusado por
Erdogan de ser el organizador del
intento de golpe de estado en su contra en julio de 2016. Se sospecha que el gobierno de Obama estuvo implicado en
ese intento de golpe como represalia
ante ciertos gestos del gobierno de Turquía de llegar a acuerdos con
Rusia sobre la cuestión siria.
Flynn tuvo que salir de
su cargo a los pocos días de ser nombrado debido a la brutal campaña política y
mediática montada sobre la base de la acusación de haber mentido al
vicepresidente Pence acerca de una reunión que sostuvo con el embajador ruso.
El hecho en sí no habría dado para tanto pero en el marco de esa campaña se lo
tomó como indicio de que el propio Trump estaba
en conexión extraoficial con los rusos (de lo que no existió nunca
prueba alguna), llegándose incluso a la amenaza de juicio político al
presidente por traición a la patria.
Por otro lado, el
reemplazo de Priebus por John Kelly como jefe de gabinete fue visto como un paso de alejamiento de Trump del
“stablishment” republicano, expresión, como se vio, del grupo financiero
americanista rezagado, y una búsqueda de
apoyo en cierto grupo de militares con una posición particular dentro del denominado complejo militar industrial que no
está de acuerdo con la forma en que se ha venido manejando la estrategia
militar internacional. Kelly quien perdió un hijo en Afganistán fue convocado
por Trump entre otras cosas porque el
presidente pensó que era de los que sabían acerca del costo de enviar tropas a
la guerra, además de que el militar es conocido por sus críticas a los
burócratas políticos a cargo del departamento de estado, cargo que ocupó
durante el gobierno anterior Hillary Clinton.
En este sentido se
advierte el enfrentamiento de Trump con las poderosas facciones en la pugna por
el poder político en los EEUU.
Esta situación también
explicaría la monumental campaña desestabilizadora (¿destituyente?) que sufre
desde antes de asumir el cargo dentro de la que se destaca por su significación
simbólica la intención de vincularlo con
el espionaje ruso. La renuncia del secretario de prensa Spicer y el fugaz paso
de su reemplazante Scaramucci por el cargo reflejan la dura batalla que libra
cotidianamente Trump con los medios de comunicación más poderosos del mundo que
no solo influyen en la opinión de la audiencia norteamericana sino en la de
todo el mundo.
En estas
circunstancias, las merecidas acusaciones
que recibió Trump por no mostrarse claramente contrario al racismo y la
segregación a raíz de los hechos de Charlottesville, y que generaron la salida
del “impresentable” Bannon, no pueden,
sin embargo, y particularmente si se tiene en cuenta el tratamiento que le
dieron los medios a estos hechos, dejar de vincularse con la campaña de
desestabilización que viene sufriendo, de contornos muy similares a la
“revoluciones de colores” ideadas por la inteligencia británica, financiadas
por George Soros, y apoyadas por el gobierno de Obama y su Secretaria de
Estado, Hillary Clinton en África, Oriente Medio y Ucrania.
Estos tres últimos
personajes son, no casualmente, vinculados por Merino y Formento con la facción
financiera global angloamericana
dominante.
Lo cierto es que todo
ello tiene a Estados Unidos, como país (¿y sociedad?), encerrado en un
atolladero del que no queda claro cómo va a salir, ya que aún imaginando un
apartamiento de Trump de la jefatura máxima (por los métodos usados en los
casos de Kennedy o de Nixon o alguno más novedoso) no aparece como de fácil
resolución la contradicción principal que tuvo como resultado el hecho de que
Trump esté allí ahora, y que describimos anteriormente. Ello a su vez está
impactando en el desconcierto, la impotencia y la reacción intempestiva, de la
política exterior norteamericana en todo el mundo. No es necesario insistir
demasiado en los riesgos que aparea esta situación.
Con el agravante de que
cuando uno está en un pantano no sólo no avanza sino que se hunde cada vez más.
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