Hoy como ayer, la clase dominante
traiciona el interés nacional frente a Estados Unidos. Los colaboracionistas de
ayer se dan la mano con los colaboracionistas de hoy.
Gilberto López y Rivas / LA JORNADA
Este 14 de septiembre se cumplirán
170 años de un hecho tan oprobioso como desconocido en la historia de nuestra
patria, cuando un destacamento de avanzada de soldados estadunidenses, a las
órdenes del general John Quitman, se posesiona de Palacio Nacional, en las
primeras horas de la mañana, y enarbola en su astil central la bandera de las
barras y estrellas, después de que, según Guillermo Prieto, un disparo
solitario había segado la vida del primer soldado enemigo que había intentado
izar el pabellón extranjero (Memorias de
mis tiempos, Editorial Patria, México, 1948, T.II, p. 173). Alrededor de
las nueve de la mañana del mismo día, las tropas enemigas en su conjunto hacen
su entrada al centro de la ciudad. A la vista de la soldadesca, de los
considerados ya en 1824 por el general mexicano José María Tornel, como
barbaros del norte, el pueblo comienza a reunirse en grupos y a organizarse
espontáneamente: de balcones, azoteas, bocacalles y plazuelas, parten los
primeros disparos contra la vanguardia del general William J. Worth,
iniciándose una resistencia desesperada de los patriotas mexicanos que debía
durar hasta la noche del día siguiente.
La mayoría de las fuentes
bibliográficas estadunidenses, repitiendo lo sostenido por el general en jefe
Winfield Scott en su informe al secretario de Guerra de su país del 18 de
septiembre de 1847, afirma que la resistencia popular que se inició el 14 de
septiembre, fue obra de los leperos y de convictos excarcelados por las
autoridades mexicanas, mientras numerosos testimonios de autores mexicanos
refutan semejante infundio. José María Roa Bárcenas, en su libro Recuerdos de la invasión norteamericana
(1846-1848), por un joven de entonces, afirma que: “posible y probable, en
momentos de confusión y desorden, se evadieron algunos criminales, creíble es
que hayan tratado de ponerse en salvo antes que pelear con el extranjero. Lo
cierto es que las nuevas hostilidades provinieron de la parte resuelta y
belicosa del vecindario…” (Edición de 1887, tomo III, p. 141). El relato de un
testigo y participante activo de los hechos de estos dos días, contradice
también la versión de Scott: "Vi corriendo en tropel por la calle, con
dirección a la esquina de la Amargura, un pelotón de hombres armados y a cuya
cabeza iba un fraile, montado en un brioso caballo, con sus hábitos
arremangados y sosteniendo en sus manos nuestro pabellón de las Tres Garantías.
El fraile influía aliento e inspiraba entusiasmo a los gritos de ¡Viva México y
mueran los yanquis! Así es que los hombres que en el zaguán había, abandonaron
éste para unirse al grupo de patriotas, y yo con ellos" (Citado por
Guillermo Vigil y Robles. La invasión de
México por los Estados Unidos en los años 1846-1847-1848. México, 1923, p.
78). El mismo testigo sigue narrando: "Un cuerpo de la división Worth que
se había posesionado del edificio de Minería fue hostilizado desde las azoteas
del hospital y torres del templo de San Andrés. Los proyectiles de los
mexicanos se cruzaban sin cesar con los de los invasores, y cuando estos
avanzaban hasta ponerse bajo los muros de los edificios recibían una lluvia de
piedras, macetas y cuantos objetos hallaban a mano los defensores, quienes eran
individuos del cuerpo de Guardia Nacional Hidalgo, algunos practicantes que,
andando el tiempo, fueron médicos distinguidos" (Ibíd., p. 79).
Naturalmente, para el jefe de un
ejército extranjero que lleva adelante una guerra de agresión y conquista, es
necesario denigrar la resistencia popular que encuentra a su paso. Scott no fue
una excepción, como no lo fue su conducta brutal en la represión de este
movimiento de pobladores de la Ciudad de México. La desigual contienda se
prolonga por horas, cayendo numerosas víctimas por parte del pueblo; se combate
con entusiasmo aunque sin plan, sin orden, sin auxilio, sin ningún elemento que
prometiera un buen resultado; pero lucha sin embargo, terrible y digna de
memoria. El ejército de Estados Unidos responde a esta postrer resistencia
popular con métodos que casi un siglo después serían de uso familiar para las
tropas nazis que suprimieron las insurrecciones populares de muchas ciudades de
Europa: se ordena derribar con artillería la casa de donde se dispare un tiro y
dar muerte a todos sus habitantes, se fusila a los patriotas en el terreno de
lucha, se irrumpe en las casa derribando puertas y se asesina a familias
enteras. En la mañana del día 15 de septiembre, cuando toda resistencia parecía
haber terminado, se reinician los combates por toda la ciudad y se realizan
nuevos actos de represión, jurando Scott, esta vez, con volar la manzana desde
la cual fuera disparado un tiro contra sus tropas. Al caer la tarde, agotadas
las municiones, con cientos de bajas y heridos, sin esperanza de auxilio por
parte del ejército regular mexicano, que había abandonado a su suerte a los
habitantes de la ciudad en la noche del 13 de septiembre, la espontánea
insurrección popular termina, ante la superioridad de la respuesta enemiga, lo
insostenible de la situación y el desmoralizador espectáculo de la colaboración
abierta con los invasores del ayuntamiento de la ciudad y los sectores
acomodados que se habían opuesto activamente a la insurrección. Como ocurrió a
lo largo de esta guerra de conquista, la clase dominante mexicana traicionó el
denodado aliento supremo del pueblo por dejar constancia ante las generaciones
que vendrían, de que la capital de un país débil y dividido había caído frente
a la agresión extranjera, sólo a costa de quienes habían sacrificado sus vidas
por defenderla.
¿Cuál puede ser el interés en
recordar este episodio de resistencia popular, intencionalmente olvidado por la
historiografía oficial? El tema es trascendente no sólo porque es necesario
fortalecer nuestra conciencia nacional a partir del estudio de nuestra
historia, sin distorsiones de clase, particularmente, el análisis de lo que
para los mexicanos ha significado y significa el imperialismo estadunidense, ya
que las condiciones del conflicto histórico entre México y Estados Unidos
siguen vigentes. También, porque, hoy como ayer, la clase dominante traiciona
el interés nacional frente a Estados Unidos. Los colaboracionistas de ayer se
dan la mano con los colaboracionistas de hoy.
¿No será que la bandera de las barras
y estrellas ondea nuevamente en Palacio Nacional, y el fantasma encarnado de
Antonio López de Santa Anna recorre sus oficinas, salones y balcones?
No hay comentarios:
Publicar un comentario