Lo mismo en
el debate político que en la creación artística de la vanguardia, debemos
conectar desde los sentimientos con las bases populares para extender el
pensamiento humanista más allá de los recintos institucionales y universitarios,
y eso lleva un esfuerzo económico estatal.
Ernesto Limia Díaz / Cubadebate
El pasado
17 de febrero, durante su intervención en el X Congreso Internacional de
Educación Superior Universidad 2016, que tituló: “Notas sobre la crisis
cultural de hoy: una mirada desde Cuba”, el ensayista, crítico y narrador cubano, Abel
Prieto, lanzó dos preguntas esenciales para el destino de nuestra nación:
¿Cómo
lograr que nuestros jóvenes, “limpios y ligeros como la luz”—en referencia a
una carta de Martí a María Mantilla que Abel cita en su texto—, sonrían y pasen
de largo frente a la galería de “famosos” con “mucho afuera” y tan “poco
dentro”? ¿Cómo lograr que no se avergüencen de sus raíces, que no se sientan
inferiores, que no crean que la marca de unos zapatos deportivos o de un
pulóver les otorga algún tipo de “abolengo”, que no olviden la historia, que no
pierdan la sensibilidad por los demás? (Prieto, 2016).
Constituye
un desafío de la mayor trascendencia para las instituciones cubanas y la
vanguardia intelectual de la revolución, brindar una respuesta adecuada a estas
dos interrogantes frente a los crecientes desafíos del presente, desde un
pensamiento teórico que encuentre su expresión práctica en un programa de
acción consecuente, inclusivo y movilizador.
Más de mil
millones de seres humanos viven por debajo de la línea de pobreza; mientras el
1% de la población mundial controla cerca del 60% de las riquezas de la Tierra
y 7,6 billones de dólares permanecen resguardados de las políticas sociales en
paraísos fiscales. Decenas de miles de personas fallecen cada 24 horas por
hambre o enfermedades curables; desaparecen etnias, modos de vida y culturas
ancestrales, como derivación de una lógica perversa que pone el acento sobre lo
privado y lo individual. Con el tsunami neoliberal que provocó —lo mismo en el
Sur que en el Norte—, el capital financiero se hizo de “una gran parte de las
redes públicas, desde los ferrocarriles, la electricidad, el agua, los
transportes, la telefonía, las selvas, los ríos, las tierras, la salud y la
educación” (Houtart: 2015: 9) y lo ha transformado todo en mercancías al
servicio de lo que el intelectual italiano Carlo Frabetti ha dado en llamar
“sociedad del despilfarro”, no importa los costos humanos o sociales, ni el
daño al clima y la naturaleza.
Pero el
neoliberalismo como concepción global y la posmodernidad como su justificación
teórica en el campo de la cultura, de la mano de la
multimillonaria industria del entretenimiento y de una estrategia de
comunicación articulada mediante la concentración mediática mundial en apenas
unos seis emporios, le han permitido a los centros de poder del capitalismo
transnacional legitimarse con un discurso hegemónico que en no pocas áreas ha
dejado descolocada a la izquierda internacional, dada su incapacidad para
articular una teoría revolucionaria que le permita hacerle frente a estos
fenómenos, sumado a una incomprensible división que atenta contra la
concertación de las voluntades políticas.
Pese a la
cultura de resistencia anticapitalista desarrollada en los casi sesenta años de
Revolución, Cuba no está ajena a
estas influencias. “En la actualidad, un buen número de relaciones sociales y
valores del capitalismo compiten con los del socialismo en nuestro país […]”
—asevera el historiador y pensador cubano Fernando Martínez Heredia (Martínez,
2015: 21). Abel Prieto lo devela desde el impacto en el terreno de lo simbólico
y lo cultural:
Estamos
todos, incluso los cubanos, por supuesto, asediados diariamente por esa
avalancha de subproductos culturales, cuyos propósitos básicos son al parecer
vender y divertir; aunque es evidente que traen consigo una carga de valores
altamente tóxicos: consumismo, violencia, racismo, exaltación de la imagen y
los hábitos de los colonizadores, una competitividad feroz, la promoción de la
ley del más fuerte, el culto fanático a la tecnología en sí misma (más allá de
su utilidad y del sentido ético), la tergiversación de la historia o su
disolución en una amnesia inducida […].
Hoy las
universidades y en general todas las instituciones educativas llevan adelante
su labor a contracorriente de una marea muy poderosa que arrastra a niños,
adolescentes y jóvenes hacia un mundo deslumbrante y en esencia vacío, donde en
nombre de la diversión y el placer se han abolido la memoria, la ética, la
solidaridad y todos los principios humanistas, donde los valores culturales, el
conocimiento y la virtud carecen de prestigio frente al dinero, la fuerza, el
poder, la sensualidad y el glamour, donde todo se mezcla en un torbellino
vertiginoso de imágenes, sin paradigmas reconocibles […] (Prieto, 2016).
Entretanto,
la adversa situación económica interna, agravada por la crisis financiera
internacional y el recrudecimiento del bloqueo estadounidense, ha acrecentado
las dificultades entre segmentos vulnerables de nuestro pueblo, pese a los
ingentes esfuerzos de nuestro Gobierno para no aplicar políticas de choque
—como se observa a diario en cualquier rincón del planeta—; preservar las
políticas sociales y brindar servicios de educación y salud universales y
gratuitos, comparables a los del mundo desarrollado; en tanto se avanza en una
política económica que garantice la edificación de un socialismo próspero y
sustentable.
Algunas
expresiones al respecto pueden observarse en la angustia que genera el
encarecimiento de la vida, ante el impacto del paradójico espacio que ha debido
concederse a las leyes del mercado; el apoliticismo entre grupos poblacionales
que, al decir de Abel Prieto, “han edificado su sentido de la felicidad en
torno al consumismo”, a los cuales, por razones de diversa índole, no llega el
influjo de nuestras organizaciones políticas y de masas; el desaliento atizado
por los tradicionales medios de propaganda anticubana y otros, de nuevo tipo,
con un discurso no confrontacional de derecha —en no pocas ocasiones invocando
el socialismo—, que atrapan la atención, y hasta la colaboración, de algunos
segmentos entre los sectores académicos, universitarios y de la cultura, sobre
todo en la capital.
Otra
problemática está asociada a la emigración hacia el exterior de profesionales
de nivel en áreas importantes de nuestro desarrollo y, en mayor proporción, de
jóvenes graduados de nuestras universidades y atletas de alto rendimiento,
comportamiento que se multiplica con un robo de cerebros y talentos feroz, que
ya no viene solo del Primer Mundo, o por las facilidades que les ofrece la Ley
de Ajuste Cubano —mantenida por el Gobierno de Estados Unidos como un activo
instrumento de subversión—, sino que a esta tendencia se han incorporado varios
países del Sur.
Muchos de
estos profesionales y jóvenes proceden de sectores humildes del pueblo o de
familias de profesionales afectadas por una pirámide que no hemos conseguido
enderezar. Y unas veces como resultado de la influencia de padres frustrados,
agotados por el esfuerzo de la sobrevivencia económica; otras, como reacción
ante la potencial concreción de un sueño postergado de acceder a una vida
material en la que se han colado ya los patrones de consumo, promovidos incluso
desde algunos de nuestros medios y entidades comerciales y de recreación,
incluida la pasada Feria Internacional del Libro, en cuyos pabellones de la
Fortaleza de La Cabaña cohabitaron lo más relevante de la literatura cubana y
universal, con la seudocultura y la banalidad hasta llegar al absurdo de la
venta de licras y conjuntos de short y pullover con la imagen del futbolista
portugués Cristiano Ronaldo. El efecto entre estos jóvenes que buscan en el
exterior su proyecto de vida, puede apreciarse en una frase reiterada: “solo
hay una vida”.
Lo
neurálgico es que la percepción de este fenómeno migratorio ha mutado y, si a
partir de 1990 la sociedad dejó de rechazarlo por su sentido económico
—constituía un medio de garantizarse un proyecto individual de vida y de
contribuir al sostenimiento de la familia—, hoy crecen quienes le dan un
contenido moral, incluso cuando emigrar está asociado al reprobable acto de la
deserción, pues lo estiman como una decisión legítima, como un derecho a
medirse en las competitivas lides del Primer Mundo y a labrarse un camino
propio que, cuando menos, tiene como paradigma la clase media alta de los
países desarrollados.
Tenemos el
reto de evitar que el éxito que puedan tener los profesionales y atletas
cubanos en multimillonarias compañías asociadas a la rama biofarmacéutica o de
la informática; empresas o clínicas privadas o en el béisbol de las grandes
ligas de Estados Unidos, entre otros, consiga obnubilar a nuestro pueblo y le
haga creer la falsedad de que esa sería la posibilidad de todos en una sociedad
capitalista, con mayor razón cuando ya van apareciendo en el sector no estatal,
en particular el privado, dueños de negocios —celebrados por la propaganda mediática
neoliberal con el título de “emprendedores”— que verían concretar sus
aspiraciones si se restaurara el viejo régimen en Cuba, pues no admiten
trabajadores negros, tienen un visión sexista del empleo, dejan indefensas a
las mujeres cuando salen embarazadas y no reportan a todo su personal en la
ONAT con el propósito de eludir impuestos y conseguir entonces mayores
utilidades, lo que priva de la seguridad social a quienes laboran bajo esa
condición.
Un desafío
esencial está determinado por el nuevo contexto creado luego del
restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. A lo largo
de nuestra historia no pocos cubanos miraron hacia el norte y hacia esa
dirección apuntan los esfuerzos promovidos por la Administración Obama desde un
cambio de enfoque a partir del 17 de diciembre del 2014, cuando su política
tradicional de aislamiento les resultó impracticable debido a la autoridad
moral de Cuba en América Latina y el Caribe. Incluso, dada nuestra contribución
en temas medulares dentro del sistema de Naciones Unidas, la Isla se convirtió
en un actor trascendente constituida en línea de demarcación entre el Norte y
el Sur, que no pocas veces ha servido de muro contención a designios imperiales
en los mecanismos multilaterales de la ONU.
Diversos
sectores de la sociedad estadounidense abogan por avanzar hacia un intercambio
con Cuba legítimo, aportador en ambas direcciones, que pasa por el interés de
eliminar el bloqueo para incorporar el capital norteamericano a la dinámica del
desarrollo de la Isla; sin embargo, no podemos dejar de tener en cuenta que
entre los círculos de poder y el Gobierno de Estados Unidos se mantiene el
rechazo a nuestro sistema político, que aspiran demoler por implosión, como lo
expuso el 3 de febrero de 2015 la ex secretaria de Estado adjunta para el
Hemisferio Occidental, Roberta S. Jacobson, ante la Comisión de Relaciones
Exteriores del Senado: “Nuestro anterior enfoque a las relaciones con Cuba, de
hace más de medio siglo, aunque enraizado en la mejor de las intenciones,
fracasó al no empoderar al pueblo cubano y nos aisló a nosotros de nuestros
asociados democráticos en este hemisferio y en el mundo. […]. Las iniciativas
del presidente miran adelante y están diseñadas para impulsar cambios […] que
impulsen nuestros intereses nacionales” (Jacobson, 2015).
Cinco meses
después, el 27 de julio —a tres semanas de que John Kerry presidiera en La
Habana la ceremonia oficial que inauguró la embajada estadounidense en Cuba—,
el subsecretario de Estado, Antony Blinken, realizó declaraciones reveladoras
en Madrid. Ante una pregunta del diario El País acerca del bloqueo, respondió:
“El embargo tenía buena intención. […] Pero no ha sido eficaz en lograr sus
objetivos. Lo lógico es intentar algo diferente. Creemos que abrir la relación
es la mejor manera de alcanzar los objetivos que tenían aquellos que apoyaban
el embargo. Esto permitirá al pueblo cubano, a la clase media, tener más
contacto con el mundo y con Estados Unidos. Esto nos permitirá extender
nuestros contactos en la sociedad cubana. Las medidas que estamos tomando
reforzarán a la clase media de Cuba. Este es el mejor instrumento para obtener
lo que todos queremos […]” (Blinken, 2015).
La recién
concluida visita de Barack Obama a La Habana borra cualquier duda que pudiera
quedar sobre el propósito del cambio de política: Obama apuesta a un nuevo
curso signado por una confrontación abierta de ideas, que opera en el campo de
la lucha ideológica —lo que en el mundo académico se ha dado en llamar “el
abrazo de la muerte”—; mientras las instituciones especializadas en el terreno
de la subversión se proyectan sobre sectores particulares en Cuba, que ellos
consideran capaces de movilizar hacia los intereses nacionales de Estados
Unidos a los que se refirió Roberta Jacobson en el Senado. Ahí está para
atestiguarlo el presupuesto de 30 000 000 de dólares que solicitó la Casa
Blanca al Congreso para promover en nuestro país los programas de cambio de
régimen durante el año fiscal 2016 (10 000 000 más que en el 2015), que ya reparten
por diversas vías a todo lo largo de la Isla tanto la National Endowen for
Democracy como la USAID.
En medio de
un espectáculo lleno de poses, frases construidas e inteligentes acciones
mediáticas que respondieron a un diseño de comunicación política que tuvo como
público meta a nuestros jóvenes —lo que incluyó el aprovechamiento del programa
de humor más popular de la Isla, un maquillaje de excelencia para la retórica
tradicional anticubana que innegablemente le bajó el tono y el empleo del teleprompter
para aparentar la capacidad de improvisación que no tiene, o que al menos no
mostró—, Obama llegó a Cuba para intentar hacer irreversible el nuevo curso
emprendido con el respaldo de su Partido, como lo evidencian las expresiones al
respecto de los dos candidatos demócratas para las presidenciales de noviembre:
Hillary Clinton y Bernie Sanders.
Aunque
pudiera parecer paradójico, para Cuba esta línea constituye un paso de avance
en la relación bilateral. En primer lugar, porque Obama ofrece una sincera
oportunidad de paz y, con ello, una convivencia que nos aleja —en este instante
que hoy vivimos— de la amenaza de confrontación militar que ha pesado sobre
nuestros destinos por cerca de sesenta años; en segundo, porque brindó la
esperanza de que un día —quizás más temprano que tarde— desaparezca el bloqueo.
No cabe duda de que hacia ello apuntan tanto su presencia en La Habana como el
debate prometido por su equipo de trabajo con Wall Street acerca de las nuevas
medidas y su llamado al Congreso para que derogue la Ley Helms-Burton.
Algunos
analistas políticos valoran que es ese el legado que quiere dejar Obama; no lo
creo, sus propósitos —al igual que los de Ronald Reagan cuando el 31 de mayo de
1988 le habló a los estudiantes de la Universidad Estatal de Moscú— apuntan más
lejos: aspira decir un día, en una de esas conferencias por las que un
expresidente en Estados Unidos puede ganar un millón de dólares o más, que fue
él, cuyos “años de servicio […] responden a una creencia inquebrantable de que
es posible unir a la gente alrededor de una política de propósito” —como reza
su meliflua biografía oficial— (Granma, 19 de marzo de 2016, p. 2), quien puso
el primer ladrillo de la nueva Cuba, que, para vergüenza de nosotros si ello
llegara a suceder, no sería más que una Cuba que regresó al capitalismo y se
sometió a la órbita estadounidense.
Y en esa
guerra cultural e ideológica de mayor alcance que ya ha comenzado, en abierto
desafío, mirándonos a la cara, Obama lanzó su guante. Una frase de su
intervención en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso —hilvanada por manos
diestras que con astuta diplomacia trataron de ridiculizar nuestro sistema
político; al tiempo que exaltaban el neoliberalismo y nos ofertaban, una vez
más, su American way of life— lo pone de manifiesto:
Ya hay una
evolución que se está llevando a cabo dentro de Cuba, un cambio generacional.
Muchos han sugerido que vengo aquí para pedir al pueblo cubano que destruya
algo; pero yo me dirijo a los jóvenes de Cuba, quienes alzarán y construirán
algo nuevo. […] tengo la esperanza para el futuro porque confío en que el
pueblo cubano tomará las decisiones correctas. Y mientras las toman, también
estoy seguro de que Cuba podrá seguir desempeñando un papel importante en el
hemisferio y en todo el mundo —y mi esperanza es que ustedes pueden hacerlo
como un socio de Estados Unidos (Obama, 22 de marzo 2016).
La frase de
un hermano presente en el Gran Teatro de La Habana —cuyo nombre prefiero no
mencionar porque no le pedí permiso para utilizar su nota, ni lo haré—, recoge
el sentir de la inmensa mayoría de los cubanos, incluidos quienes no estábamos
allí:
[…] nos
invitó a olvidar la historia e intentó darnos clases de comportamiento y trazar
una guía para el cambio, no jodaaaaaaaaaaa, sobran las palabras… Ni una palabra
de perdón por los crímenes cometidos por Estados Unidos, ni una palabra sobre
la Base Naval de Guantánamo; […] lo positivo que aprecio es la reacción de la
gente, de la mayoría, que criticó el discurso y las boberías que dijo hasta en español,
lo que te da la medida de que el pueblo está preparado, que tiene una cultura
política elevada. Ello no quita bajar la guardia, pero es una buena reacción
popular. Ya la gente no se come la zanahoria como en el pasado…
Tampoco
pasemos por alto, que de Cuba Obama continuó rumbo a Buenos Aires, para honrar
las substanciales contribuciones a la causa de los derechos humanos en
Sudamérica de Mauricio Macri, en el contexto del 40.º aniversario del golpe de
Estado que el Gobierno de Estados Unidos promovió para instaurar una dictadura
militar en Argentina, que tuvo más de 30 000 desaparecidos. Se sabe que Macri
es célebre por sus vínculos con dicha dictadura y por sus estrechos nexos con
el capital neoliberal, curso de política que restableció nada más se instauró
en la Casa Rosada.
Este es el
escenario en el que estamos debatiendo hoy los cubanos; este es el escenario en
el que nuestro pueblo tiene el desafío de continuar la construcción del
socialismo, cuando intentan poner de moda un capitalismo desprestigiado entre
la abrumadora mayoría de nuestro pueblo. Hasta se ha invocado la teoría de Marx
para reinstalar el viejo régimen, en el que deberíamos, según teóricos de
gabinete, desarrollar las fuerzas productivas para después evolucionar al
socialismo, como si no tuviéramos sobradas pruebas de que se trata de un
antagonismo inconciliable. Como explica Martínez Heredia: “[…] nunca se
alcanzará la nueva sociedad como resultado de una evolución que ya no cabe en
el capitalismo, ni es posible asegurar que no retorne si solamente se expropian
sus medios de producción” (Martínez, 2015: 25).
Eusebio
Leal ha señalado que la Revolución Cubana fue una obra moral regeneradora, cuya
consecuencia económica fue un país mejor para todos. Se trata entonces —más
allá de preservar las conquistas sociales y promover un modelo económico
próspero y sostenible—, de que trabajemos contra el burocratismo que lastra la
concreción práctica del pensamiento transformador. Frente a los desafíos del
presente y el futuro, se impone velar porque en las áreas decisivas para la
construcción ideológica de la nación los cuadros institucionales —hombres y
mujeres— sean los más sensibles y cultos, los más comprometidos con los
sectores humildes de nuestro pueblo, e identificar entre ellos en los que
converjan la poco usual facultad de contribuir a la producción teórica
revolucionaria, con la capacidad organizativa y de dirección: ¿Qué hubiese sido
de la revolución sin el Che, sin Roa, sin Carlos Rafael, sin Vilma, sin Celia,
sin Haydée, sin Hart, sin Fidel y Raúl?
Lo mismo en
el debate político que en la creación artística de la vanguardia, debemos
conectar desde los sentimientos con las bases populares para extender el
pensamiento humanista más allá de los recintos institucionales y universitarios,
y eso lleva un esfuerzo económico estatal. En ese empeño, las facultades y
escuelas pedagógicas, por su posibilidad de multiplicar con mayor rapidez los
resultados, deberían constituirse en centros vitales de la batalla, con el
indispensable patrocinio del Ministerio de Educación y la colaboración de la
UNEAC y la Unión de Historiadores de Cuba. Se impone rescatar el espíritu de
los maestros ambulantes: tocar puerta a puerta; ganar corazones. Resulta
estratégico recuperar el papel, esencialmente social, de las Casas de Cultura,
pero lograrlo implica mejorar las condiciones materiales y salariales de sus
instructores, que mucho pudieran aportar a la sensibilidad y el patriotismo de
nuestros hijos, y al fomento de los valores de la cultura del socialismo en la
comunidad.
Como parte
de esta cruzada, esencialmente cultural, en la que varias instituciones e
intelectuales del país trabajan con profundo sentido de la responsabilidad del
momento histórico —aunque considero que los esfuerzos pudieran tener una mayor
articulación—, debemos poner la historia a dialogar con el presente, sin
formalismos ni teques, que tanto la perjudican. Ello nos permitirá aprender del
pasado, encontrarnos con las claves que nos han traído hasta aquí, sacar
lecciones. También nos dará fuerzas para continuar la formidable tarea de la
revolución que comenzaron Céspedes, Agramonte, Maceo y Martí, y que hicieron
realidad Fidel y Raúl, a quienes les debemos gratitud eterna por habernos
traído victoriosos hasta aquí. Aprender y aprehender esa historia nos
ratificará en un propósito que recorre cinco siglos: no ponernos de rodillas ni
entregar la patria que nuestros padres nos legaron de pie.
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