Tener un planeta más sano significa tener una economía más sana. Y
el capitalismo ya ha dado repetidas muestras de estar “enfermo” crónicamente,
aunque se lo siga haciendo continuar con respiradores artificiales.
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“No puede
haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros
son pobres y desdichados”.
Adam Smith
I
Quien escribe estas líneas no es
economista ni especialista en cuestiones ecológicas. Es un ciudadano más del
planeta, ni rico ni famoso, uno más del colectivo. Pero como tal me considero
con derecho –¿con obligación también?, moralmente, creo que sí– a opinar y a
tomar partido por cuestiones que tocan a todos. La economía dominante de
nuestras sociedades, el capitalismo, está enferma. O más aún: no ha enfermado
recientemente sino que nació enferma. De hecho: tiene un mal incurable. Es
genético, no tiene escapatoria.
Eso se evidencia en la injusticia
reinante (aspectos estructurales), en los descalabros coyunturales como las
crisis financieras que se viven cíclicamente (que pagamos, básicamente, los
pobres), y en términos de perspectiva histórica como especie: la destrucción de
la civilización es una cruel posibilidad, tanto por la catástrofe
medioambiental en curso como por la guerra nuclear total. Según se nos dice con
conocimiento profundo (la ecología es una ciencia ya ampliamente desarrollada),
los actuales modelos económicos de producción y consumo están produciendo
desastres en el medio natural con consecuencias catastróficas y probablemente
irreversibles. Actuar contra el capitalismo es actuar contra la injusticia, y
más aún: es actuar a favor de la sobrevivencia de la vida en nuestro planeta.
El capitalismo, guerrerista como es
en su esencia, no puede prescindir de las guerras. Eso lo alimenta, es una
escapatoria para sus crisis, es negocio. De hecho, en Estados Unidos, la
principal economía capitalista, un 25% de su producto bruto interno viene dado
por la industria militar, y uno de cada cuatro de sus trabajadores se ocupa en
esa producción. Eso es una locura, sin salida, que nos tiene reservada la
muerte como punto de llegada…¡pero eso es el capitalismo más desarrollado!
Valga este ejemplo: de activarse
todo el arsenal atómico disponible en este momento (que comparten unas pocas
potencias capitalistas con Estados Unidos a la cabeza junto a Rusia y China) no
quedaría ninguna forma de vida en el planeta. Más aún: colapsaría la Tierra,
probablemente fragmentándose, con efectos igualmente tremendos para Marte y
Júpiter, en tanto las consecuencias de la onda expansiva llegarían a la órbita
de Plutón…, pero todo ese espectacular desarrollo científico-técnico no logra
terminar con el hambre en el mundo (un muerto por inanición cada 7 segundos).
¡Eso es el capitalismo!
Junto a esa catástrofe,
tenemos el deterioro del medio ambiente. “Cambio climático” es un tendencioso
eufemismo que encubre la verdad: el modelo depredador de desarrollo impulsado
por el capitalismo ha provocado desastres monumentales en nuestro planeta. Si
el clima cambia, no es por procesos naturales sino por la alocada intervención
humana en búsqueda de lucro, de ganancia económica.
Según la hipótesis
conocida como Gaia, formulada por el científico Lovelock, el conjunto de la
biosfera –la atmósfera, los océanos y la superficie externa de los suelos– se
comporta como un todo coherente donde la vida –su componente característico– se
encarga de autorregular sus condiciones esenciales tales como la temperatura,
la composición gaseosa de la atmósfera, la composición química y salinidad en
el caso de los océanos, etc. Gaia, con su infinita paciencia de millones de
años, y desde el punto de equilibrio en que se estabilice ante cambios catastróficos
que pudieran sobrevenir, comenzaría siempre un nuevo proceso evolutivo de la
biosfera residual (sea a partir de reptiles, de hormigas o escarabajos, o
simplemente de bacterias extremófilas). De esta forma, Gaia juega así como un
sistema auto-regulador retroalimentado que tiende al mantener el equilibrio de
la biosfera y conservar un entorno físico y químico óptimo para la vida en el
planeta. Pero una interpretación interesadamente errónea de esta teoría
desprecia las cautelas del Principio de Precaución alegando que no hay que
preocuparse por las agresiones ambientales humanas, pues el planeta se encarga
de autorregularse. Lamentablemente ello no es así; hay más que sobrados motivos
para preocuparnos: la intervención del ser humano está creando condiciones que
pueden hacer imposible la continuación de la regulación.
La composición gaseosa
de la atmósfera no es una constante universal, aunque haya permanecido
invariable desde la aparición de la especie humana, desde hace dos millones y
medio de años, con el Homo Habilis en
el África, hasta ahora. A cada composición distinta de la atmósfera han ido
correspondiendo otro espectro bacteriano y otros seres vivos primitivos
(animales y plantas). La proporción de la atmósfera ha ido variando
sucesivamente hasta llegar a la composición actual. En estos momentos la
proporción de los gases de la atmósfera (21 % de oxígeno, 78 % de nitrógeno,
0.032 % de dióxido de carbono –CO2–) es vital para nuestra
supervivencia (solo pudieron aparecer el ser humano y los mamíferos superiores
cuando se alcanzó ese nivel), siendo muy estrecho el margen de variación que
podemos tolerar. Esta atmósfera es la que ahora se está modificando por las
actuaciones del propio ser humano (por su voracidad de ganancia económica). Los
registros del contenido de CO2 (que se remontan hasta hace 800.000
años) indican que actualmente la proporción es la mayor que existió durante
todo el tiempo registrado, y sigue aumentando continuamente por encima de lo
previsto por los científicos. Paralelamente, también se está acelerando el
deshielo en los polos y glaciares más rápidamente de lo previsto.
Se tiende a evaluar el
transcurso del tiempo por la duración de la vida humana o de una generación.
Esta consideración cortoplacista nos hace insensibles ante cambios sustanciales
en la evolución de la biosfera que está produciendo la actividad humana, (a pesar
de que su aceleración es miles de veces superior a la evolución previsible
naturalmente) y sin que, como
interesadamente podría decirse, "haya ocurrido ninguna catástrofe
contrariando lo que algunos pronosticaban". Pero eso da una falsa
sensación de seguridad, con lo que se puede despreciar –no sin cierta cuota de
irresponsabilidad, o arrogancia incluso–, el Principio de Precaución. La
aparición de signos ostensibles de alteración significativa de la biosfera es
lenta, por la gran inercia debida a sus mecanismos de estabilidad y
autorregulación. Sería ingenuo pensar que se puede producir una catástrofe
inmediata, pero sería una gran ceguera no querer percibir que se están
produciendo alteraciones muy sustanciales y significativas. Cuando la estabilidad
de la autorregulación se rompe y empieza a moverse hacia un cambio orientado (orientado en este
caso hacia la regresión), la regresión es ya imparable. Una vez desencadenado el proceso,
ya no hay marcha atrás y se retroalimenta. Si el proceso en marcha llega a
superar la capacidad de reacomodamiento de la biosfera (que no sabemos hasta
dónde llega), sería humanamente indetenible un encadenamiento de causas y
efectos que se aceleraría progresivamente hasta hacer totalmente irrespirable
el aire y el agua para los vertebrados superiores y que podría arrasar con todo
tipo de vida.
II
Entre otras de las
manifestaciones que evidencian ese proceso, puede mencionarse el llamado cambio climático. El mismo muestra
la quiebra del equilibrio autorregulado de la biosfera, cuya evolución ha sido tan rápida que sus consecuencias
ya son visibles, pero serán más amplias de lo que suele señalarse y más
aceleradas de lo que se preveía. Actualmente la alarma por la degradación de la
biosfera se centra principal y casi exclusivamente en el cambio climático (si
bien existe una información engañosa afirmando que se están tomando medidas que
lo pueden controlar) pero, con ser muy grave, no es el principal peligro que
amenaza a la biosfera, que es el causado por la contaminación genética. Ese
“engaño” con que se mantiene a la población mundial muestra una pretendida
preocupación por el medio ambiente, llegándose a hablar de “responsabilidad
social empresarial”. Pero mientras en la última Cumbre de la Tierra en París, a
fines del año 2015, se hacían pomposas (y mentirosas) declaraciones en pro del
medio ambiente, al mismo tiempo, a escasos metros de la reunión se llamaba a
consumir ferozmente en vísperas de las fiestas navideñas.
La base de la
autorregulación de la biosfera son las bacterias cuya masa es enorme, mucho
mayor que la masa y volumen de todas las plantas y animales del planeta. El
conjunto de seres vivos microscópicos (bacterias, amebas, protozoos, algas
unicelulares) regula las condiciones de la biosfera, y la composición gaseosa
de la atmósfera.
Las bacterias continuamente están intercambiando genes y captando plásmidos y
segmentos de ácido desoxirribonucleico –ADN– por transferencia horizontal de
genes –THG–, por lo que rápidamente son afectadas por la contaminación genética,
trasmitiendo a otras bacterias (de la misma o distinta especie) los genes o
fragmentos de ADN adquiridos, y difundiéndolos por todo el planeta. Se ha comprobado que las bacterias
captan con especial avidez aquellos genes o secuencias genéticas que las
confieren mayor agresividad, virulencia, o defensa ante las perturbaciones, por
lo que las secuencias captadas suelen hacerlas más letales, facilitar su
resistencia a ser agredidas por los antibióticos y facilitar su salto a otros
hospedadores distintos de aquellos sobre los que actuaban específicamente. Por
lo tanto tienden a capturar los módulos o secuencias de ADN que facilitan
atravesar la barrera entre especies
difundidos por la liberación ambiental de cultivos transgénicos, lo que amplía
la gama de posibles hospedadores de las bacterias. Las bacterias son la
base de la vida; si desaparecieran, la biosfera colapsaría y desaparecería
inmediatamente toda la vida vegetal y animal del planeta. Puesto que ellas
intervienen en todos los procesos fisiológicos y bioquímicos vitales, todo lo
que altere el comportamiento bacteriano repercute a través de ellas en los
seres vivos.
La fácil captura por las bacterias
de módulos genéticos añadidos a los cultivos transgénicos induce alteraciones
en el universo bacteriano, que se trasmiten a los organismos simples de amebas,
protozoos, algas unicelulares oceánicas, etc., cuyo conjunto es responsable de
la autorregulación que mantenía la composición gaseosa de la atmósfera
constante y respirable para los seres humanos. La contribución de las plantas
superiores (selvas latinoamericanas -Amazonas, Petén-, del sureste asiático,
etc.) es solo una parte de la regulación, que no sería suficiente por sí sola
para sostener la autorregulación gaseosa de la atmósfera (también la
productividad de la masa vegetal de los bosques depende, además de la
fotosíntesis, de procesos bacterianos edafógenos). La alteración repentina y
artificial del espectro bacteriano (“contra natura”, al violar la barrera entre
especies) conduce inexorablemente a otra situación de equilibrio y a otra
composición gaseosa de la atmósfera.
En conclusión, la composición
gaseosa de la atmósfera está amenazada: 1) ante todo, por la alteración de los
sistemas bacterianos debida a los promotores y vectores artificiales fabricados
por síntesis del ADN recombinante. Esto afecta directamente a la actividad
fotosintética que realizan las bacterias, y también afecta indirectamente a la
fotosíntesis, por la intervención bacteriana en el desarrollo de los vegetales y
en la formación de los nutrientes del suelo necesarios para su desarrollo; 2)
por alteración en la composición, distribución y eficiencia de los sistemas
bacterianos debida al cambio climático; 3) por la presencia de nuevos
compuestos químicos, caracterizados en general por tener intensa actividad
catalítica, mutágena o disruptora de procesos bioquímicos a los que las
diversas especies de bacterias (como también los organismos superiores) tienen
muy distinta sensibilidad, por lo que se altera la composición cualitativa y
cuantitativa de los sistemas bacterianos, y con ello la naturaleza y proporción
de los gases emitidos que pasan a ser componentes de la atmósfera.
En otros términos: la situación de
la biosfera es mucho más grave que las estimaciones más catastrofistas
habituales; y ni que hablar de la versión “light”
que cierta prensa del sistema presenta, queriendo reducir su mitigación a
nuevas fórmulas técnico-científicas de acción rápida.
Sería ineficaz (y tardío para la
biosfera) intentar cambiar algunas piezas sin desmontar toda la maquinaria de
raíz; es decir: hay que detener los actuales modelos de relacionamiento con la
naturaleza, proponer vías nuevas, alternativas viables válidas realmente para
la totalidad de la población mundial. Por supuesto que es imperiosamente cierto
y necesario aquello de “otro mundo es posible”. Pero no basta con decirlo; es
hora de hacer el bosquejo de ese mundo alternativo, de realizar el diseño de
las líneas generales de la alterglobalización. Es decir: un sistema alternativo
que sea técnicamente posible con la prudente y justa utilización los recursos
existentes. No podemos seguir los modelos de consumo “alocado” que ha generado
el capitalismo porque ello no tiene salida.
III
Esto nos lleva a un profundo
problema: ¿para dónde ir entonces?, ¿cómo darle forma a la utopía de un nuevo
mundo? Proponer nuevos paradigmas de producción y consumo hoy, en un mundo
hiper tecnológico donde el confort material se presenta como el paraíso a la
mano producto de nuestro imparable desarrollo científico, no significa “volver
a las cavernas”, no implica renunciar a las conquistas tecnológicas positivas
ni a los ingentes recursos culturales disponibles. Todo lo cual abre
interrogantes fundamentales.
El ideario del socialismo científico
clásico no reparó en estos temas ecológicos porque en el momento de su
fundación, en el siglo XIX, aún se vivía la euforia de la naciente revolución
científica positivista, y la confianza en las nuevas ciencias parecía infinita.
Y además, porque la flamante industria (“el progreso” por antonomasia en aquel
momento) aún no había confrontado a la humanidad con los desastres
medioambientales que hoy, ya entrado el siglo XXI, tenemos presente.
Ahora bien: el desastre no está en
la industria misma, ni en las tecnologías aplicadas ni en los conceptos
científicos que la sustentan. El desastre está en el modelo económico en que se
insertan. Dicho en términos de pensamiento marxista: no está en la forma de las
fuerzas productivas del trabajo social sino en el modo de producción. Un
sistema que se basa enteramente en el mercado, en el lucro individual, por
fuerza tenía que desembocar en el disparate actual, con un desastre ecológico
de proporciones globales: la producción no está al servicio de llenar
necesidades básicas sino, ante todo, en función de la ganancia privada. Se
produce cualquier cosa solo en función de venderla, aunque ese producto sea
innecesario, contraproducente, peligroso o dañino. Para eso están las técnicas
publicitarias (¿neuromarketing?): “la creación
de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera
de moda”,
manifestó el gerente de la agencia publicitaria estadounidense BBDO, una de las
más grandes del mundo, refiriéndose al núcleo de su trabajo.
En esa
lógica, el ser humano y la naturaleza son solo instrumentos para lograr la
meta. La promoción casi infinita de necesidades superfluas marca el ritmo de
toda la dinámica humana actual; y eso, en vez de ayudar a la búsqueda del
equilibrio, promueve mayores asimetrías sociales y mayor descalabro con el
medio ambiente. La actual catástrofe ecológica lo pone en evidencia en forma
alarmante.
Por otro
lado, ese mismo modelo en que el
poder es ejercido por un grupo dominante sobre una gran mayoría, da como
resultado una ideología violenta centrada en la superioridad de uno sobre otros
y que se mantiene en el ejercicio de la fuerza bruta como garantía final que
resguarda el estado de cosas. Es decir: el que tiene el garrote más grande
sigue siendo el que manda. De ahí que la proliferación de armas de destrucción
masiva –para el caso: energía atómica (12.000 misiles nucleares con ojiva
nuclear diseminados por todo el mundo, 6.000 pertenecientes a Estados Unidos)–
contribuye también al ataque medioambiental en curso.
Como primera
cuestión, entonces, para evitar que se pueda concretar esa catástrofe en
ciernes, hay que cambiar las relaciones de poder, las relaciones entre
explotadores y explotados, entre mega consumidores y famélicos (un tercio de la
humanidad pasa hambre). Si hasta el mismo fundador del liberalismo económico
clásico, el inglés Adam Smith pudo decirlo 200 años atrás (obviamente sin
pensar en lo mismo que piensa el socialismo): "no puede haber una
sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y
desdichados", es imperiosamente necesario terminar con esas
diferencias para buscar un mundo más vivible. Pero al mismo tiempo, hay que
apuntar a una serie de medidas que permitan la sostenibilidad de la vida
humana, que nos alejen de la posibilidad de nuestra autodestrucción. La actual distribución de la riqueza
es infinitamente injusta: se produce un tercio más de la comida necesaria para
alimentar a toda la humanidad, mientras la primera causa de muerte es el
hambre. ¡Eso y no otra cosa es el capitalismo!, aunque la maquinaria
publicitaria nos muestre escaparates llenos y la “libertad de elección”.
Además
de terminar con esas inequidades, con esa “enfermedad” de las relaciones
económicas (enfermedades de las relaciones de poder entre los seres humanos
mejor dicho), hay que terminar con el modelo de producción y consumo en el que
el capitalismo nos ha metido, paradigma sumamente dañino, disfuncional,
agresivo. Entre otras cosas, es necesario
reequilibrar la proporción de habitantes que vive en el medio rural y en el
medio urbano. La ciudad –más aún las macrourbes que no dejan de crecer, con
todos los problemas sociales asociados que conllevan– es radicalmente
insostenible. Difícilmente se puede conseguir un planeta sostenible cuando la
población urbana ha superado ya a la que vive en el medio rural (51 % contra 49
%). Pero para fijar la población en el medio rural es necesaria una agricultura
en manos de pequeños agricultores y de verdaderas cooperativas campesinas,
junto a la pequeña industria de transformación de los productos agropecuarios.
Una agricultura ecológica, que demanda mano de obra abundante, conserva la
biocenosis edafógena de los suelos, evita la contaminación ambiental
permitiendo una alimentación sana y nutritiva. Es decir: el socialismo deberá
entenderse como la búsqueda de un equilibrio social sin explotadores ni
explotados (ni clases sociales, ni géneros dominantes, ni supremacías
étnico-culturales) además de un real respecto por nuestra casa común: la
naturaleza.
IV
Si el planeta común es de todos, a todos afecta su
destrucción. No
debe haber transculturización súbita sino desarrollo endógeno, solidario,
sostenible. La globalización puede ser una buena noticia en la historia humana,
pero dependiendo de cómo y para qué se haga. Si globalización es obligar a toda
la humanidad a tomar Coca-Cola y a cambiar el modelo de teléfono celular cada
año, eso es un disparate absoluto, injusto e irracional en términos de
sobrevivencia. Luego de las primeras experiencias socialistas del pasado siglo,
tomando sus gestas heroicas y todo lo bueno que de ellas continúa vigente como
legado imperecedero, hoy día de lo que se
trata es de refundar una nueva conciencia socialista pensando en una nueva
globalización, que obviamente no es la neoliberal en boga. Junto a la
globalización de la multinacionales voraces se debe levantar la globalización
de la solidaridad; junto a la globalización del hiper consumo irresponsable se
debe proponer un proyecto de vida responsable con nuestro medio natural. La
idea de “desarrollo sostenible” propuesta desde un marco capitalista –allá por
1987, en el documento “Nuestro futuro común” elaborado por la
entonces Primera Ministra de Noruega Gro Harlem Brundtland– sin dudas marca un
camino. Se definía allí como sostenible “aquel
desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la
capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”,
noción que recoge la preocupación creciente entre los sectores de poder del
mundo capitalista que ya veían el desastre ecológico a que estaba llevando el
modelo consumista en curso. Retomando esa propuesta, y pensando en un enfoque
socialista que supere la irracionalidad del mercado y la producción basada en
el lucro, es preciso encarar ese “otro mundo posible” con la responsabilidad
del caso.
Terminar con el
consumismo no significa volver para atrás en la historia, desechar el confort
que nos posibilitan las tecnologías modernas. Hoy día, mientras muere de hambre
una persona cada siete segundos a escala planetaria, un tercio de la población
estadounidense y un porcentaje creciente de la población europea es obesa, sabiéndose
que una dieta mejor y más austera sería mejor solución para resolver ese
problema (el de la obesidad) en vez de aumentar el gasto dedicado a investigar
sobre el gen de la gordura como actualmente se hace (y que, seguramente, nunca
se va a encontrar). Pero no obstante la locura en juego, de la que los sectores
de poder son conscientes, en vez de cambiar hábitos de consumo se continúa con
“más de lo mismo”. Ello evidencia, en definitiva, que el sistema tiene una
fuerza determinante sobre las individualidades. Si la tónica es consumir,
porque así lo manda el mercado o la clase dominante –“la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”–,
mientras no haya cambio de sistema, difícilmente se pueda cambiar algo profundo
en forma sostenible.
De
todos modos, viendo el desastre en juego, en el seno mismo de la economía
capitalista se han prendido señales de alarma. Ante una economía a todas luces
enferma, se llegan a plantear opciones que, sin tocar la estructura de base,
intentan paliativos. Surgió así, como decíamos, la idea de desarrollo
sostenible, del que luego se sigue la noción de “crecimiento cero”, para llegar
en la actualidad a la idea de “decrecimiento”. Según lo presenta con claridad
Francisco Fernández Buey, “lo que los
teóricos del decrecimiento [Serge Latouche, Vincent Cheynet, François
Schneider, Paul Ariés, Mauro Bonaiuti]
llaman economía sana o decrecimiento sostenible se basaría en el uso de
energías renovables (solar, eólica y, en menor grado, biomasa o vegetal e
hidráulica) y en una reducción drástica del actual consumo energético, de
manera que la energía fósil que actualmente se utiliza quedaría reducida a usos
de supervivencia o a usos médicos. Esto implicaría, entre otras cosas, la
práctica desaparición del transporte aéreo [valga decir que el 94 % de los
seres humanos no ha viajado nunca en avión] y
de los vehículos con motor de explosión, que serían sustituidos por la marina a
vela, la bicicleta, el tren y la tracción animal; el fin de las grandes
superficies comerciales, que serían sustituidas por comercios de proximidad y
por los mercados; el fin de los productos manufacturados baratos de
importación, que serían sustituidos por objetos producidos localmente; el fin
de los embalajes actuales, sustituidos por contenedores reutilizables; el fin
de la agricultura intensiva, sustituida por la agricultura tradicional de los
campesinos; y el paso a una alimentación mayormente vegetariana, que
sustituiría a la alimentación cárnica. En términos generales todo esto
representaría, en suma, un cambio radical de modelo económico, o sea, el paso a
una economía que, en palabras de los teóricos del decrecimiento, seguiría
siendo de mercado, pero controlada
tanto por la política como por el consumidor”. Vemos así que,
incluso sin salirse de un planteamiento económico capitalista, la magnitud de
la catástrofe ecológica que se vive lleva a plantear soluciones en forma
urgente. Es que los problemas acumulados por este modelo económico son tantos
que, sin cambiar el mundo, sin cambiar la estructura social de base, sin
modificar las relaciones de poder entre clases, ya comienza a haber conciencia
que el camino que transita hoy la humanidad no conduce sino a problemas, quizá
insolubles y catastróficos. ¿Será que las elites ya tienen preparada su nueva
morada fuera de este invivible planeta? La ciencia ficción siempre queda
superada por la realidad cruda y dura.
Pero
no solo se trata de buscar paliativos para no intoxicarnos. Debemos apuntar a
un cambio radical en la manera de llevar la vida, buscando justicia y buscando
seguir sobreviviendo como especie. La progresiva falta
de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan
el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento global, el
adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado un 1.000% la incidencia del
cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero negativo, el
derretimiento del permagel, la posibilidad de un descalabro universal a partir
de la contaminación genética producto de los transgénicos o de una guerra
nuclear total son todas consecuencias de un modelo
depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá
resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las sociedades agrarias
llamadas “primitivas” (llamadas así por los ¿desarrollados? países
industrializados), o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen en
la actualidad, son mucho más racionales en su equilibrio con el medio ambiente
que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables que abrió el
capitalismo. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva
ética, nuevos y superadores valores, la cultura del consumo debe ser abordada
con tanta fuerza revolucionaria como las injusticias sociales.
Tener un planeta más sano significa tener una economía más sana. Y
el capitalismo ya ha dado repetidas muestras de estar “enfermo” crónicamente,
aunque se lo siga haciendo continuar con respiradores artificiales. Por lo
tanto, no quedan más alternativas que ayudarlo a morir de una vez para hacer
nacer algo nuevo y superador.
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