No caben dudas que el presidente Jimmy
Morales no es un estadista, que no tiene el tacto de un político hecho a las
lides que esa actividad implica, que su mundo no ha sido la administración de
la cosa pública (con todos los vicios y mañas que eso pueda implicar). Pero
¿acaso tenían ese tacto los otros candidatos de las elecciones pasadas?
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
En forma creciente vemos que los medios
masivos de comunicación deciden buena parte de la vida de la población.
Influyen en todo: en lo que se consume, en lo que se piensa, en lo que se
disfruta, en la forma de entender el mundo. Según la encuestadora Gallup, de
origen estadounidense y para nada sospechosa de posiciones de izquierda, cerca
del 90% de lo que un adulto medio piensa en términos políticos proviene de esos
medios, de las matrices de opinión que crea la prensa. Habría que decir con más
precisión: lo que un adulto “repite”.
¿Por qué empezar diciendo esto? Porque lo que
constatamos en el escenario político actual de Guatemala está totalmente
vinculado con esa tendencia. ¿Por qué el actual presidente es un comediante?
Porque siguiendo la agenda de los poderes históricos del país (alto
empresariado nucleado en el CACIF y embajada de Estados Unidos), los medios de
comunicación comerciales han preparado las condiciones para que Morales, sin
tener una carrera previa como político de profesión, llegue a la primera
magistratura del país.
Si este empresario-comediante es hoy el
presidente, ello responde a lo que la usina mediática cocinó el año pasado
luego de las movilizaciones anticorrupción. Estos poderes le dieron una salida
controlada a la crisis, evitando que las cosas pasaran a mayores preservando lo
que el discurso de la academia conservadora llama “gobernabilidad”. En otros
términos: ante el descontento que las denuncias de corrupción provocaron, se
buscó la manera de centrar todo en la necesidad de no alterar nada de fondo, no
tocando ningún elemento estructural, llegando con tranquilidad a las elecciones
y buscando un candidato presentable que encarnara los ideales de transparencia,
alejado de la imagen mafiosa de la así llamada clase política. Jimmy Morales,
que no provenía de una larga tradición de mafias políticas, pudo representar
aceptablemente ese papel.
No hay que olvidar que su profesión es la
actuación; de ahí que el papel de presidente honesto fuera uno más de los
tantos que representó en su vida. Pero la realidad, siempre obstinada y
pertinaz, comenzó a golpear. La vida real es algo más que comedia; no todo se
puede arreglar con anécdotas, fábulas y humoradas. Los problemas estructurales
históricos del país siguen allí: 59% de su población bajo el límite de pobreza,
un salario básico que cubre apenas la mitad de las necesidades de las familias
trabajadoras, 60% de subocupación o desocupación abierta, exclusión, miseria,
epidemia de violencia generalizada, 200 personas que escapan diariamente de la
situación buscando el “sueño americano”, racismo, machismo patriarcal. Todo eso
no se soluciona contando fábulas. Pero… ¿cómo se soluciona?
En estos momentos pareciera que esa misma
prensa que hace unos meses levantó la figura de Jimmy Morales, ahora comienza a
bajarle el dedo. Son muchos los desaciertos que se le señalan, y los medios de
comunicación no dejan pasarle ni uno. ¿El tacuche le queda grande? Sí y no.
No caben dudas que Jimmy Morales no es un
estadista, que no tiene el tacto de un político hecho a las lides que esa
actividad implica, que su mundo no ha sido la administración de la cosa pública
(con todos los vicios y mañas que eso pueda implicar). Pero ¿acaso tenían ese
tacto los otros candidatos de las elecciones pasadas?
Que “el tacuche le queda grande” podría
significar que no está a la altura de las circunstancias. ¿Lo estará entonces
el vicepresidente, que sí es un político “de profesión” y conoce de esos vicios
y mañas? (se le acusa del vaciado del seguro social de la Universidad de San
Carlos, por ejemplo) Esto abre la interrogante, entonces, de qué significa
gobernar un país, y más aún, fuerza a preguntar: ¿gobierna realmente el
presidente o los poderes más arriba señalados?
La pregunta es válida no solo para Guatemala:
la deberíamos hacer extensiva a cualquier país “democrático”, eso que la prensa
y la academia oficiales ponderan como el sumo bien. ¿Manda “el pueblo” allí?
Pero ¿quién decide las guerras, o los precios internacionales del petróleo?
¿Quién maneja esos medios de comunicación que mencionábamos más arriba,
hacedores de nuestra opinión pública? ¿Por qué pensamos lo que pensamos en
términos ideológico-políticos? Recordemos lo que nos decía la encuestadora
Gallup, reiteremos: ¡nada sospechosa de posiciones de izquierda! ¿Alguna vez
algún diputado le pregunta a la gente cuáles son sus necesidades? Quien está
leyendo esto, pregúntese: ¿cuántas veces fue convocado a un cabildo abierto, a
una asamblea popular por parte de las autoridades de turno? ¿Se ha tomado en
cuenta alguna vez su parecer para, por ejemplo, fijar el salario básico? ¿Y
para la privatización de alguna empresa pública?
Por lo pronto el actual primer mandatario se
rodeó de gente de su partido (el FCN-Nación), toda ligada a la guerra
contrainsurgente, a las violaciones de derechos humanos que se dieron durante
ese conflicto, al genocidio. Ese grupo, que sigue siendo un factor de poder –no
de tanta importancia como los antes mencionados: el CACIF y la embajada de
Estados Unidos– pareciera que mueve los hilos del actor. Sus no muy afortunadas
declaraciones corren por cuenta propia. Si Jimmy Morales tiene que salir a
aclarar enfático que efectivamente sí, él es el presidente, algo nos dice que
los entramados del poder son muy otros, distintos a los que se ve en un acto
público con un actor disfrazado de primer mandatario contando fábulas. ¿Quién
manda en verdad? La pregunta es válida para otros contextos: ¿quién manda en
las grandes potencias: el pueblo, el presidente? ¿Quién decide las guerras, o
los precios internacionales del petróleo?
Ahora bien: la desafortunada situación que
sufre la amplia mayoría de la población de Guatemala, con pobreza y exclusión,
epidemia de delincuencia y falta de oportunidades, ¿se debe al presidente? Si
asumiera Jafeth Cabrera –cosa que hoy no parece impensable a partir del
descrédito que comienza a sufrir el presidente– ¿mejorarían las cosas? Y si,
imaginariamente, el presidente fuera el uruguayo José Mujica, ¿sería distinta
la situación? Todo ello debe llevarnos a pensar que la situación de la
población no depende de la “buena” o “mala” actuación del presidente de turno.
Pareciera que el proceso es más complejo.
Desde el retorno de la democracia en 1986
pasaron ya nueve presidentes; Jimmy Morales es el décimo. Con alguno de ellos,
¿cambió la situación de pobreza del 59% de la población que vive con el equivalente
a 2 dólares diarios? ¿Con algunos de ellos terminó el racismo, el patriarcado,
la falta de tierras para los campesinos? Dicho de otro modo: ¿a quién le queda
el tacuche? ¿Es cuestión de “sercha” o todo esto estará más allá del presidente
de turno?
Esos medios de comunicación a los que
hacíamos alusión, portadores por excelencia de la ideología dominante, son los
que difunden la creencia que la situación de precariedad de la población se
debe a la corrupción en curso. Ahora pareciera que Guatemala vive una explosión
de moralidad, de transparencia, y el Ministerio Público y la CICIG andan en
esta cruzada como los grandes adalides, descubriendo ilícitos por todas partes,
quemando brujas en la plaza pública. Pero, curiosamente, ni una palabra dicen
que el salario mínimo no cubre ni la mitad de las necesidades básicas, y que en
la zona urbana solo el 50% de los trabajadores lo cobra, mientras en el área
rural apenas un 10% lo tiene, mientras el 90% vive en la más absoluta pobreza.
Ni tampoco esta moralizadora cruzada anticorrupción dice que el 2% de la
población más favorecida dispone de más del 60% de las tierras cultivables del
país. ¿Vendrán tiempos mejores para la gran mayoría siempre excluida ahora que
La Línea o algunas mafias son puestas tras las rejas?
Cambiando presidente, ¿cambia algo de la
histórica precariedad de los trabajadores? ¿Jimmy Morales tiene la culpa?
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