Tal vez si el acuerdo
de cese al fuego bilateral se estuviera firmando en Colombia, en la Plaza de
Bolívar de Bogotá, en medio de una multitud entusiasta, o en el Catatumbo, o en
Chaparral, o en Tumaco, y en carpetas que tengan impreso el escudo nacional y
no otro, no nos quedaría esta sensación angustiosa de que siempre queda algo
faltando, de que la paz que nos venden pende de un hilo, y no parece inaugurar
una nueva época, sino dejar a lado y lado bloques hirsutos que se rechazan y
parecen a punto de arrojarse de nuevo con rabia contra sus hermanos.
William Ospina / El Espectador
Fue Barba Jacob el que
escribió, hace muchos años, “la paz es mi enemigo violento y el amor mi enemigo
sanguinario”. No entendemos qué quiso decir, pero vivimos en un país donde a
menudo la paz no son brazos abiertos y corazones reconciliados, sino un
argumento más contra los otros. Muchos de quienes estamos convencidos de que no
hay otra solución que la paz negociada, siempre hemos sostenido también que es
inverosímil una paz sin justicia social, que es peligrosa una paz edificada
sobre la discordia de los dirigentes, y que es incongruente una paz en la que
el pueblo sea un invitado de piedra.
Porque es la gente la
que tiene que vivir la paz, que construir la paz, que garantizar que la paz sea
un hecho y no un mero decreto. El Gobierno trata de hacernos sentir que un acto
público en compañía de algunos gobernantes amigos es ya la prueba de que el
acuerdo “no tiene marcha atrás”, pero acto seguido nos dice que todo depende de
un plebiscito que podría reversar las cosas hasta más allá del comienzo, justo
en momentos en que la comunidad no sólo parece más escéptica que nunca con
respecto al proceso, sino que se ve golpeada por una economía a la deriva, por
una vergonzosa discordia entre los dirigentes que nadie se esfuerza por
atenuar, y por un nuevo Código de Policía como no lo vimos ni siquiera en
tiempos del Estatuto de Seguridad. Un código que autoriza a la Policía a entrar
en los hogares sin orden judicial, que le permite multar a las personas por
sospechas o por supuestos actos que mortifiquen a la comunidad, y que convierte
el no pago de las multas en causa de arresto, lo que equivale a criminalizar la
pobreza. Todo esto mientras se nos anuncia que están llegando la paz y la
modernidad postergada.
He visto más júbilo en
las calles con el triunfo en un partido de fútbol que con este supuesto
comienzo de un nuevo país. Y me duele inmensamente, porque sé que quienes
quieren la guerra sin cuartel están equivocados, porque sé que la verdadera paz
negociada es fundamental y es urgente.
¿Pero por qué la gente
está tan escéptica? ¿Por qué no hemos visto el júbilo que debería acompañar a
un proceso tan vital para nuestro futuro? Porque nadie siente que este proceso
esté cambiando las condiciones que nos llevaron a la guerra y que la hicieron
posible durante 50 años. Algo en el corazón de la sociedad presiente que una
paz sin grandes cambios históricos, una paz que no siembre esperanzas, es un
espejismo, hecho para satisfacer la vanidad de unos políticos y la hegemonía de
unos poderes, pero no para abrirle el horizonte a una humanidad acorralada por
la necesidad y por el sufrimiento.
Curiosamente sólo se
habla de las garantías para los guerrilleros, pero hasta eso parece cuento.
Concentrarlos en unas veredas sólo parece demostrar que se les teme mucho y que
no se confía en ellos: muy mal comienzo para una paz generosa. Saber que el
país tiene muchas bandas criminales al acecho, y decidir sin embargo que los
guerrilleros sólo pueden salir de sus campos transitorios de concentración
vestidos de civil y sin armas, parece brindarles pocas garantías de
supervivencia, y causa extrañeza que los guerrilleros rasos lo acepten. De
todos modos no parece prometer paz, y menos reconciliación.
Yo habría querido ser
el primero en salir a las calles a recibir con lágrimas en los ojos el anuncio
del fin de la guerra, pero en un hecho de tanta trascendencia no se puede pecar
de frivolidad. Es nuestro deber ciudadano decir cuál es la paz en que podemos
creer, porque es larga nuestra historia de ilusiones y de desengaños.
Habría sido fácil para
el Gobierno asegurar un triunfo sin sombras de una paz generosa y entusiasta.
Todavía sería posible. Pero exige de verdad unos cambios históricos, nada
melodramáticos, pero hechos con grandeza y pensando en la gente, cambios que
garanticen un poco de justicia en el país más desigual del continente, ingreso
social para los jóvenes, y convocar de verdad a la comunidad a inventar una paz
con imaginación que nos incluya a todos, que traiga algo nuevo a nuestras
vidas. Exigiría también frente a la oposición, que está en su derecho de pensar
distinto, un lenguaje más respetuoso, menos lleno de desplantes y de
arrogancia.
Y exigiría que no se
piense tan olímpicamente que la fiesta es el acuerdo y que la paz viene
después. El día en que los guerrilleros se concentren, y entreguen las armas,
ya tendría que haber mucha paz en las veredas y en los corazones para que de
verdad algo nuevo comience.
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