Verdaderos negociantes
de “la verdad”, aupados por esto exitosos negocios de salvación, han llegado a
detentar nada deleznables cuotas de poder como diputados, ministros o
presidentes.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
En las décadas del
setenta y ochenta del siglo XX las iglesias pentecostales, conocidas
popularmente como “evangélicas”, hicieron su aparición masiva en América
Latina. Vinieron desde el norte de la mano de la Política de Seguridad
Nacional, como estrategia para contrarrestar la influencia de aquel otro cristianismo,
católico, en el que tenía influencia las ideas de la Teología de la Liberación.
Fueron parte
importante de la dimensión cultural de la ofensiva conservadora en la guerra
que se libraba entre quienes cuestionaban el estatus quo y quienes lo defendían.
En países como los latinoamericanos, profundamente católicos desde la conquista
europea, crearon verdaderos cismas en la base de las comunidades que, de
pronto, se encontraron divididas.
Su influencia se
extendió con el tiempo, prohijada por la inoperancia de una Iglesia Católica
cada vez más desfasada de la realidad, y dio paso a una característica que, al
principio, no estaba tan presente, la de ser un lucrativo negocio.
Ambas dimensiones, la
ideológico-cultural y la lucrativa, se combinaron creando con el tiempo
verdaderos emporios que no desperdiciaron la oportunidad de traducir su poderío
al ámbito de lo político.
Tal cóctel explosivo
ha dado como resultado un fenómeno social que bien puede calificarse como uso
mafioso de los sentimientos religiosos de la población. Bajo su sombra han
florecido negocios de “salvación”, algunos de los cuales han dado lugar a
algunas de las principales fortunas de nuestros países.
Verdaderos negociantes
de “la verdad”, aupados por esto exitosos negocios de salvación, han llegado a
detentar nada deleznables cuotas de poder como diputados, ministros o
presidentes.
Un caso histórico es
el del ex general Efraín Ríos Montt, en Guatemala, que a principios de la
década de los ochenta del siglo pasado, siendo pastor de la conocida como Iglesia
del Verbo, comandó como presidente de facto de la nación una de las mayores
carnicerías de las que se tiene memoria en ese país desde los tiempos de la
conquista. Mientras sus tropas avasallaban a la gente diezmando aldeas enteras que
desaparecían de la faz de la Tierra, él hacía uso de la televisión para lanzar
proclamas moralizantes de inspiración
neopentecostal sobre las normas que consideraba necesarias para el convivir
cristiano.
Tal hipocresía parece
ser la norma de estos que se autoproclaman “pastores”. Un ejemplo patético lo
hemos vivido recientemente en el proceso que se le ha seguido a la presidenta
Dilma Rousseff en Brasil, pero no es ese, ni mucho menos, el único lugar en
donde esta moral farisea se hace presente.
En Costa Rica, por
ejemplo, diputados autodenominados cristianos son un dechado de inmoralidad y
conservadurismo. Hubo uno, por ejemplo, que siendo dueño y rector de una
“universidad” privada, se otorgó a sí mismo el título de jurista tras cursar
dos años en esa “su” universidad. Luego, fue acusado por un par de mujeres a
quienes trató de seducir en un hotel de paso. Como otros de su calaña, inmersos
todos en negocios de embaucamiento espiritual, es férreo defensor de una moral
que denominan cristiana, y que tiene que ver con una lectura sesgada, según su
conveniencia, de la Biblia.
Las bancadas
cristianas de los parlamentos latinoamericanos son bastiones de ideologías
retrógradas manejadas a gusto y antojo por ignorantes empoderados por su
histérico manejo de las masas necesitadas de un sentido de vida. Si por las
vísperas sacamos el día, en el contexto de la cada vez más vacía sociedad de
consumo seguirán creciendo en el futuro y su poder político aumentando.
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