El cambio en los tiempos
que corren forma parte de la dinámica misma de los procesos globales que rigen
a la economía y a la política. De modo que los sucesivos gobiernos no pueden
ser la mera continuidad de los anteriores, dado que en el intertanto han
variado muchas realidades tanto de la vida interna como, sobretodo, del mundo
exterior.
Manuel Barrera R. / Especial para Con Nuestra América
Desde Santiago de Chile
Tanto en la sociedad
global como en las organizaciones (empresas u otras) el devenir consiste, a la
vez, en una permanente continuidad y en un persistente cambio. Lo antiguo,
sobre lo cual está construida la identidad, y lo nuevo que permite la adaptación y el
progreso. Ninguna sociedad y ninguna organización podrían sobrevivir si
prescindieran de cualquiera de estos dos procesos: la permanencia y la
renovación. Es una polaridad que, como
otras del mundo natural y del social, se complementan como dar origen a una
nueva unidad indispensable.
Es cierto que existen
épocas que se caracterizan por lo uno o por lo otro. ¿Qué duda cabe que la
nuestra, sea para bien o para mal, es una en la que el cambio tiene mayor vigencia que la continuidad?
Sin embargo, aún en estos tiempos, el cambio permanente y
total es un absurdo irrealizable en el mundo social. Su vigencia, preconizada
por alguna filosofía política, fue puramente ideológica. Cuando se ha intentado
un aproximación a tal frenesí, las sociedades se han desarticulado y las
organizaciones perecido. En una unidad social, que posea una estructura de
relaciones democráticas, ese tipo de cambio no puede darse. Las estructuras
políticas democráticas están dotadas de poderosos mecanismos conservadores, que
favorecen la tradición y, por su lado, la costumbre social tiene una inercia
que suele morigerar lo nuevo de modo de compaginarlo con lo preexistente. El
cambio se hace parte de la realidad social una vez que ha sido compatibilizado
con aquellos mecanismos. De modo que el cambio económico y social en nuestra
época es asaz complejo, aunque obligatorio para la preservación y el desarrollo
de los organismos sociales, toca los más variados aspectos de la realidad y
muchos de sus efectos son, desafortunadamente, impredecibles. Incluso, algunos
constituyen consecuencias no deseadas.
Por todo ello, el
manejo del cambio requiere de una gran sabiduría para que lo nuevo tenga éxito
y ayude a la sociedad o a la organización (empresa u otra) a progresar. Si la
escala es grande –como la sociedad global- tal manejo no puede ser obra de quienes
poseen una experiencia limitada a situaciones específicas o excepcionales. Las
“mejores prácticas” como fuente de inspiración para diseñar cambios mayores es
una fórmula a la que se acude sobretodo en relación a políticas públicas, por
parte de autoridades de gobiernos y parlamentos. Sin duda que ellas pueden ser
adecuadas como meta ideal a alcanzar. Sin embargo, el traslado exitoso de esas
prácticas a una realidad nacional muy diferente del original es asaz improbable. El conocimiento de la realidad en
el área específica es indispensable. En cambios menores es posible que la
imitación (o copia) puede convenir cuando no se poseen los recurso para la
investigación y la innovación. Es una estrategia seguida por muchos países y
empresas.
El cambio en los tiempos
que corren forma parte de la dinámica misma de los procesos globales que rigen
a la economía y a la política. De modo que los sucesivos gobiernos no pueden
ser la mera continuidad de los anteriores, dado que en el intertanto han
variado muchas realidades tanto de la vida interna como, sobretodo, del mundo
exterior.
Los motores que
dinamizan los cambios en nuestra época son, por un lado, la creación científica
y la innovación tecnológica. Y, por el otro, la opinión pública. Los primeros
no tienen patria, ocurren en distintos lugares. Su aplicación económica y
comercial escapa al control de los países individuales. Por ello aparecen como
locomotoras que arrastran a su paso con industrias, comercios y hábitos de la
vida económica local. En cuanto a la opinión pública, si bien es cierto que su
percepción ocurre a nivel nacional, posee una creciente capacidad para
erigirse, en el mundo democrático, en una institución dominante. Lo hace en la
misma medida en que avanza el actual proceso de desinstitucionalización.
Todo gobierno futuro,
en el país o en la organización, deberá
acometer el cambio no porque el liderazgo anterior lo hizo mal (aunque puso
haberlo hecho), sino porque toda economía y unidad social pueden sobrevivir sólo
si están prestan a adaptarse a los nuevos descubrimientos científicos y
tecnológicos; a las renovadas maneras de hacer las cosas que traen consigo y,
en no pocas ocasiones, a las demandas y aspiraciones de la opinión
pública.
Respecto de los cambios
que los líderes propongan es necesario
que las personas involucradas sepan: ¿cuáles son exactamente esos cambios?;
¿cómo se implementarán (forma, ritmo, cuantía, participación); ¿cuáles son los
objetivos y cuáles los recursos políticos, institucionales, financieros,
humanos involucrados?; ¿qué efectos tendrán esos cambios sobre ellas y cómo se
manejarán las consecuencias negativas, si las hubiese?
Llegado el momento del
cambio su realización es imperativa. Es tarea del liderazgo percibir ese
momento. Su misión consistirá de ahí en más en orientar a todos para la
realización del nuevo objetivo y asumir la responsabilidad de su
implementación. Liderar consiste cada vez más en abrir nuevas posibilidades, en
proyectar a personas y organizaciones hacia un futuro que hasta ese momento nadie
percibía.
Por otro lado, debemos
equipar a nuestros hijos para enfrentar los cambios. No podemos dejarlos
indefensos ante ellos, sino dotarles de la confianza y fortaleza necesarias
para enfrentarlos con coraje y sabiduría. El statu quo no es de esta época. La polaridad continuidad y cambio es
el signo de los tiempos.
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