Como sucede en otros
países -México es un elocuente ejemplo de ello- en Guatemala es imprescindible
una refundación del Estado. Pero condición sine qua non de ella, es que la
protagonicen fuerzas políticas nuevas y asentadas en una mayoritaria voluntad
popular. Solamente así será posible construir un Estado que no sea aparente y
disfraz de un cartel criminal.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
He visto recientemente
dos videos en las redes sociales que se me han grabado en la memoria. En el
primero de ellos aparece Iván Velásquez, jefe
de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG),
explicando que un grupo delincuencial había
cooptado al Estado guatemalteco.
Por ello, dicho Estado se había convertido en representativo de sus
intereses, en lugar de ser el de toda la nación. En el segundo video aparece la
ex vicepresidenta de Guatemala, Roxana Baldetti, diciendo que el referido
Comisionado era “un extranjero que había venido a sembrar el odio entre los guatemaltecos”.
Al recordar Baldetti
que ese odio es similar al que desgarró a Guatemala en la época del conflicto
armado, la otrora poderosa funcionaria pretende manipular sentimientos. Busca
exonerarse de los cargos de una notable corrupción en la que junto al ex
presidente Otto Pérez Molina, aparece cada vez más implicada. La aseveración de
Velásquez en cambio revela una crisis profunda del Estado guatemalteco. Según
la predominante teoría liberal, el Estado es encarnación de lo público porque
representa el interés común de toda la sociedad. Desde Marx sabemos que esto no
es esencialmente cierto, porque el Estado encarna lo público para poder
reproducir ampliadamente los intereses de la clase dominante. Cuando un Estado
no cumple ni de lejos los preceptos de la teoría liberal del Estado, al igual
que sucedió con la Nicaragua secuestrada por el clan Somoza, nos encontramos
ante una situación límite. Lo peor de esto es que el Estado guatemalteco no es solamente ejemplo internacional de corrupción porque
una organización criminal disfrazada de partido político, llegó al gobierno. Según los índices de
corrupción de Transparencia Internacional, desde 2005 Guatemala ha estado entre
los lugares 115 y 123 dentro de 168 países que son medidos por dicha
organización.
El Estado guatemalteco
no solamente fue corrupto durante el período de Alfonso Portillo (2000-2004)
como ha inculcado en el imaginario guatemalteco el establishment en el país.
Las gestiones de Oscar Berger (2004-2008) y Álvaro Colom (2008-2012) han sido
igualmente corruptas. Como profundamente corruptas fueron las dictaduras
militares que se empezaron a instaurar desde 1954. La corrupción fue el pago
que las grandes cúspides empresariales le dieron a la alta jerarquía militar,
para hacerle frente a través de la guerra sucia a la oposición y subversión. No
fueron aislados los casos de altos jefes militares que proviniendo de las
clases medias bajas y aun populares, terminaron sus carreras militares y
políticas convertidos en opulentos propietarios. El tránsito de las dictaduras
militares a los gobiernos civiles, mal llamada transición democrática, recogió
esa cultura de la corrupción. Cualquiera puede constatarlo al observar lo
acontecido desde 1986, cuando la Democracia Cristiana llegó al gobierno.
Como sucede en otros
países -México es un elocuente ejemplo de ello- en Guatemala es imprescindible
una refundación del Estado. Pero condición sine qua non de ella, es que la
protagonicen fuerzas políticas nuevas y asentadas en una mayoritaria voluntad
popular. Solamente así será posible construir un Estado que no sea aparente y
disfraz de un cartel criminal.
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