En Bolivia ha
ocurrido un golpe de Estado que derrocó al gobierno legítimo de Evo Morales
Ayma y dio inicio a un período de crisis profunda, con raíces históricas y cuya
solución política está en ciernes.
Mario Sosa / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Dos bloques se disputan la
configuración y el curso histórico del Estado boliviano: por un lado, las
fuerzas que representan el régimen antiguo (oligarquía y sus representaciones
sociales, políticas y mediáticas, en buena medida hegemonizadas por grupos de
extrema derecha y segmentos de poder económico autodenominados blancos o
criollos); así mismo, empresas transnacionales, Estados Unidos, que ve en la
región su ámbito de dominio, y otros Estados con pretensiones sobre los
recursos estratégicos (como el gas y el litio) de Bolivia.
Dicho régimen antiguo fue
desplazado democráticamente por un nuevo bloque de poder encabezado por el
Movimiento al Socialismo (MAS) y Evo Morales, quien en 2006 inició un nuevo
régimen económico, social y político. Logró la refundación del Estado, al cual
denominó Estado plurinacional, y el inicio de un conjunto de transformaciones
significativas: 1) el ascenso al poder político de sujetos históricamente
excluidos (pueblos originarios, campesinos y obreros); 2) modificaciones
sustanciales al modelo económico, basado en la nacionalización de los recursos
estratégicos y en la inversión pública, y 3) el impulso de políticas
redistributivas. Esto se tradujo en un crecimiento económico sostenido y en la
disminución sustancial de la pobreza y de la exclusión social. El producto interno
bruto aumentó al 327 % en los últimos 13 años, el salario mínimo pasó de 440 a
2,060 bolivianos y la pobreza disminuyó del 60 al 35 % (y la pobreza extrema,
de 38 a 17 puntos porcentuales) entre 2006 y 2018. Se gestó una política en
buena medida independiente, soberana.
En ese marco, el bloque del
viejo régimen ha intentado derrocar en varios momentos al gobierno de Evo
Morales y actualmente impulsa un golpe de Estado cuyas posibilidades de
sostenerse están en cuestión, en especial por las gigantescas movilizaciones
sociales favorables a la restauración constitucional y a la retoma del control
del Congreso y del Senado por las fuerzas del MAS.
En este contexto, el bloque
golpista ha desplegado discursos y prácticas violentas y represivas con fuertes
contenidos racistas contra las fuerzas indígenas, campesinas y obreras. Esta ha
sido la constante de sus líderes políticos, grupos de choque y medios de
comunicación masiva. Se escuchan consignas como «Bolivia somos todos, y no los
indios»; «sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas», y «la
ciudad no es para los indios; ¡que se vayan para el altiplano o al Chaco!».
Como parte de la matriz
ideológica y simbólica, han incorporado la cruz y la Biblia, la esvástica y la
adhesión de la bandera estadounidense a la boliviana en los estandartes
utilizados por las fuerzas policiales. Al mismo tiempo, sus acciones violentas
han incluido agresiones físicas a mujeres indígenas, a quienes han cortado las
trenzas y arrancado la falda externa del vestido, llamada pollera, símbolos de
identidad cultural y de la mujer indígena. En el mismo orden, han pateado y
quemado la bandera del Estado plurinacional, la Wiphala, símbolo también de los
pueblos originarios.
Además del rechazo al golpe de
Estado y de los intentos por restituir el proceso de cambio, varias comunidades
y pueblos, a través de sus cabildos (asambleas), han tomado decisiones y
avanzan en enormes movilizaciones con el potencial de derrotar el rompimiento
constitucional. En ese marco, la ofensa contra los pueblos originarios al
mancillar la Wiphala y a las señoras de pollera ha provocado la indignación y
ha agitado aún más la movilización, que parece decidida a restituir el orden
del Estado plurinacional. Es común escuchar en las movilizaciones la consigna
«¡la Wiphala se respeta, carajo!», que refleja y simboliza no solo la lucha de
los pueblos originarios y campesinos, sino también la de muchos bolivianos que
respaldan al presidente Evo Morales.
Así las cosas, los símbolos
religiosos, culturales y nacionales también forman parte de una disputa cuya
solución permitirá establecer el curso histórico del proceso boliviano: la
recuperación del proceso de cambio y la consolidación de un modelo económico
más justo o la restauración del antiguo régimen neoliberal, profundamente
concentrador, excluyente y discriminador, supeditado a los intereses del
hegemón del norte.
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