¿Por qué Cuba, pese a décadas de agresiones infinitas y
bloqueo inmisericorde, se mantiene y su población realmente obtiene beneficios
del socialismo? Porque se cumplen ambas condiciones: defensa del proceso
asegurada con las armas (fuerzas armadas y población en su conjunto) y ética
revolucionaria con población siempre movilizada en todo sentido.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
La primera mitad del siglo XX, llegando hasta la década
de los 70, estuvo marcada por grandes luchas populares contra el sistema
capitalista. En ese marco de movilización social, pudieron darse varios
procesos revolucionarios: las ya clásicas revoluciones obrero-campesinas de
Rusia en 1917, China en 1949, Cuba en 1959, Nicaragua en 1979, las que
comenzaron a construir modelos sociales alternativos al libre mercado; léase:
socialismo, con logros espectaculares en todos los casos.
Junto a ello, a lo largo del siglo XX se registran otros
alzamientos populares y revolucionarios victoriosos, con características
particulares, enmarcados en largas guerras de liberación nacional, luchas
antiimperialistas y populares como Corea, Vietnam, Laos, Camboya, numerosos
países africanos (Angola, Mozambique, Libia, Etiopía, República Popular del
Congo, Benín, Mali, Tanzania, Ghana, Guinea). Todos ellos, también, se
enfilaron hacia la construcción de alternativas socialistas. Es decir:
sociedades no regidas por la empresa privada, la cual busca como fin último el
lucro personal, no importando a qué precio (destruyendo al ser humano y a la
naturaleza).
Vale introducir también para el análisis que aquí
pretendemos al bloque de países de Europa del Este, posteriormente signatarios
de lo que se conoció como Pacto de Varsovia (Polonia, Hungría, Checoslovaquia,
Alemania Oriental, Albania, Rumania, Bulgaria), que desarrollaron un modelo de
sociedad no capitalista, en este caso bajo la égida de Moscú, que los
transformó en sus satélites luego de la Segunda Guerra Mundial. Aunque allí ese
socialismo no surgió como producto de una revolución popular obrero-campesina
sino a partir del triunfo del Ejército Rojo sobre los nazis, el paradigma
reinante no era, hasta su caída alrededor de los años 90 del pasado siglo,
capitalista. A lo sumo, era un capitalismo de Estado manejado por una
burocracia que hablaba un lenguaje “marxista”.
Incluso para el análisis que aquí pretendemos, debería
incluirse una serie de procesos socializantes que, sin salirse en sentido
estricto de los marcos del libre mercado y la empresa privada, por la derecha
fueron vistos como “socialistas” y, por tanto, peligrosos para su lógica. Nos
referimos a todos los progresismos que se dieron para inicios del siglo XXI en
Latinoamérica, impulsados en muy buena medida por la Revolución Bolivariana de
Venezuela y el carisma de su conductor: Hugo Chávez, procesos siempre ligados
de forma consustancial con sus líderes: Brasil y el PT de Lula, Bolivia con Evo
Morales a la cabeza, Ecuador y la Revolución Ciudadana de Rafael Correa,
Argentina y el matrimonio Kirchner-Fernández, Uruguay y el carisma de Pepe
Mujica.
En los países socialistas, incluso con esta camada de progresismos
de estos últimos años a los que podría designarse como “socialdemócratas”,
redistribucionistas (“populismos” los llama la derecha), con marcadas
diferencias entre sí incluso, todos presentan elementos básicos que los
distancian de planteos capitalistas salvajes. En aquellos procesos históricos
en que, alzamiento popular mediante, claramente sí se construyó el socialismo,
hay elementos comunes bastante evidentes: las clases dominantes tradicionales
(oligarquías terratenientes, gran empresariado industrial y comercial)
perdieron sus privilegios (teniendo que marchar fuera del país en muchos casos)
así como sus fuerzas armadas, las que fueron transformadas en otra cosa, no al
servicio de los tradicionales propietarios sino a favor del nuevo Estado socialista.
En todos estos procesos, con las grandes diferencias que
pueden darse entre sí inclusive, se comenzó a hablar un nuevo lenguaje popular,
se intentó edificar, en mayor o menor medida, una nueva ideología superadora de
la anterior. Está claro, y es imperioso marcarlo desde el inicio, que todos
estos procesos presentan marcadas diferencias. A veces, abismales. ¿Son todos
socialistas? Ello lleva a definir con claridad qué estamos entendiendo por
“socialismo”. Pero -y esto es lo que se quiere remarcar ahora- para la
perspectiva capitalista más amplia, cualquiera de estas iniciativas huele a
peligro. Para esta visión conservadora, la sola presencia de gente en la calle,
la sola mención de reforma agraria, de programas sociales, de pago proporcional
de impuestos (quien más tiene más paga) o de elevación del salario mínimo,
enciende las alarmas. Suena a “comunismo”, en otros términos. Y, por tanto:
¡peligro!
Es difícil establecer con precisión cuál de todas estas
experiencias es la más “pura” en tanto socialismo. En realidad, no hay “pureza”
posible; cada experiencia hace lo que puede, siendo incomparable. El apego a
los textos de Marx y Engels no es, necesariamente, una garantía de nada. En los
países de Europa del Este el materialismo histórico era catecismo obligado,
pero eso no constituyó una verdadera revolución socialista. La prueba está que
fue la misma población la que pidió a gritos el regreso del capitalismo,
viviendo esas burocracias pro soviéticas como “dictaduras”. Libia, con la
conducción de Muamar Gadafi y su Revolución
Verde, sin hablar un lenguaje estrictamente marxista, era el país con el mayor
ingreso per capita de toda África y con el menor porcentaje de pobreza
del continente. Otro tanto podría decirse de Bolivia, con el gobierno del MAS y
la presidencia de Evo Morales, la nación latinoamericana que más creció (y más
equitativamente repartió la renta) en los últimos años en toda la región,
nacionalizando los recursos naturales mineros. Era un socialismo por vía
democrática enarbolado por un indígena, que no tocó a la oligarquía
tradicional, visceralmente racista y despreciativa de los pueblos originarios.
Por supuesto no pueden compararse la Unión Soviética con
Nicaragua, o la República Popular China (hoy una economía monumental que está
eclipsando a Estados Unidos) con, por ejemplo, Etiopía, o Albania, o con el
Ecuador de Rafael Correa, que nunca se dijo abiertamente “socialista”. Son
procesos distintos, con historias muy diversas, con poblaciones totalmente
disímiles. Si algo une a toda esa masa difusa de sociedades es su declaración
de “populares”, de preocupación por lo social. El sistema capitalista, donde
quiera que se dé, en una potencia como Alemania o Japón, o en un país
periférico como Pakistán o Perú, por ejemplo, no tiene ninguna preocupación
real por los oprimidos. Sucede que, en las potencias capitalistas, esos
oprimidos son su clase trabajadora, con un altísimo nivel de consumo y de
confort (con salarios mínimos mensuales de 1,500 o 2,000 dólares), por lo que
no se sienten, precisamente, golpeados por el sistema. Hacen parte, en todo
caso, del 10% de la población mundial que se beneficia del mercado capitalista.
En la gran mayoría del planeta, también capitalista, los beneficios son para
una escasísima clase dominante, que en muchos casos se mantiene a fuerza de
bayonetas. Para las grandes masas populares, la subsistencia diaria es una
aventura: no hay consumismo, y ni siquiera satisfacciones mínimas.
Mucho cambió en el mundo en estas últimas décadas. Lo que
parecía un camino casi expedito hacia una sociedad socialista cada vez más
amplia, no está, no existe más. No es objetivo del presente opúsculo analizar
esos profundos cambios, pero no podemos menos que ver que, en la actualidad,
solo muy pocos países, apenas un puñado, se reivindican como socialistas. China
lo es, con un bastante raro, llamativo y a veces incomprensible “socialismo de
mercado”, manejado férreamente por su Partido Comunista con planes a un
siglo-plazo, pero que sin ningún lugar a dudas le funciona en tanto unidad
nacional, pues así construyó un modelo que sacó de la pobreza a enormes
cantidades de población y la elevó a la categoría de superpotencia, con un
crecimiento que no se detiene.
¿Qué pasó con todos los progresismos latinoamericanos de
inicios del milenio? No están, o están en situación crítica. Venezuela,
producto del ataque despiadado del gobierno de Estados Unidos (pero habrá que
anotar también: producto de numerosos errores propios) resiste como puede, con
un “socialismo del siglo XXI” que cada vez hace más agua. Bolivia acaba de ser
víctima de un golpe de Estado visceralmente racista, que en pocos días está
intentando revertir todos los avances sociales obtenidos en una década y media
(y, seguramente, volviendo a poner los recursos mineros a disposición del
capital transnacional). Los demás países latinoamericanos, firmantes hace unos
años de interesantes tratados de unión y cooperación regional, como el ALBA,
UNASUR o Petrocaribe, son hoy gobernados por la derecha más recalcitrante,
neoliberal y alineada con Washington (Bolsonaro, Macri, Lenín Moreno).
México y Nicaragua tienen un talante progresista. Pero,
analizando fría y objetivamente sus situaciones, en ninguno de ellos ni
remotamente se está cerca del socialismo: capitalismo neoliberal despiadado en
el país azteca, con un mandatario que, a lo sumo, llega a “buena gente”; y un
capitalismo descarado propiedad, en muy buena medida, de un ex comandante
guerrillero en el país pinolero, que no pasa de programas asistencialistas (con
un discurso antiimperialista en lo público, pero hipócrita en verdad). Fuera de
los espejismos que nos ofrecen estos ejemplos, la pregunta sigue en pie en
relación a los socialismos. El zapatismo, encerrado en la selva lacandona, no
prospera como proyecto alternativo para todo el país mexicano, por lo que su
modelo quizá no es el camino a seguir por las grandes masas empobrecidas.
El único bastión que reivindica claramente el socialismo
y se mantiene como país socialista con innumerables logros a la vista es Cuba.
De más está enumerarlos aquí, porque no es ese el sentido del presente escrito.
Solo a título de ejemplo demostrativo: más allá de todas las insolentes
críticas que la derecha hace de continuo, la isla es la única nación de toda
Latinoamérica libre de desnutrición infantil y de analfabetismo, presentando
índices de desarrollo humano similares (o superiores) a muchas de las potencias
capitalistas. “Hay 200 millones de niños de la calle en el mundo”, pudo
decir orgulloso Fidel Castro: “Ninguno de ellos vive en Cuba”.
¿Por qué, mientras los progresismos de América Latina
caen o languidecen, o se transforman en experiencias impresentables, como
Nicaragua, Cuba se mantiene firme? Por dos motivos: 1) tiene una población
realmente socialista, y 2) tiene unas fuerzas armadas realmente alineadas con
la revolución.
He ahí los dos elementos vitales, básicos, indispensables
para construir el socialismo. O, si se quiere, para transformar efectivamente
una sociedad capitalista. He ahí, entonces, el mensaje que todas las fuerzas de
izquierda deben visualizar y valorar en profundidad. Si no se dan, no es
posible mantener efectivamente un proceso de transformación real, de beneficio
efectivo y sostenible para la población. Es, como dijera Rosa Luxemburgo analizando la revolución bolchevique de 1917: “No se
puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de su naturaleza
exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de
la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al
punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus
débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
En otros términos: los procesos a medias, reformistas, que
tocan lo superficial pero no cambian la raíz del asunto, están condenados al
fracaso. La experiencia lo demuestra. ¿Qué es el socialismo? El producto de una
transformación radical que tiene como presupuesto a la gente, la población de a
pie, el pobrerío en su conjunto (trabajadores varios, obreros, campesinos, amas
de casa, estudiantes, desocupados, intelectuales y artistas comprometidos con
el proceso de cambio) “haciendo fuerza” en la calle. O, lo que podría decirse
de otro modo: poder popular, real y efectivo poder popular, emanado de la gente
de carne y hueso, y no de acuerdos cupulares, de “buenas intenciones” de
autoridades con mayor o menor dosis de mesianismo.
Ningún proceso popular de cambio puede darse sin la
población. Por eso, los progresismos que aparecen como producto de una elección
en los marcos de la democracia fijada por el sistema capitalista no pueden ir
más allá. Guatemala en los años 1940/50 con un interesante proceso nacionalista
modernizador, Chile en la década de 1970 con importantes avances
político-sociales hacia la izquierda, cuando intentaron tensar/romper el marco
capitalista en que se movían, aún con grandes avances sociales para sus
respectivas clases trabajadoras, fueron detenidos sangrientamente (cruentos
golpes de Estado al viejo estilo, con tanques de guerra, muertos y mucha
sangre). Otro tanto puede decirse del MAS en Bolivia actualmente (con un golpe
de Estado con técnicas más sofisticadas, pero que no deja de apelar a la fuerza
bruta cuando las clases dominantes y el imperialismo lo necesitan). Si no se cuenta
con la fuerza de las armas, no es posible el cambio. “El poder nace del
fusil”, expresó acertadamente Mao Tse Tung. La experiencia lo evidencia.
Y si el cambio se da, no se puede mantener si no es con
ambas cosas mencionadas: con unas fuerzas armadas realmente alineadas con la
revolución, como pasa en Venezuela y en Cuba, y con una población efectivamente
preparada en la ética socialista (como solo Cuba la tiene). Por eso, el único
país que combina ambos factores es Cuba; de ahí que puede seguir victorioso.
Prepararse para el socialismo significa impulsar una fuerte,
muy fuerte concientización ideológico-cultural novedosa, que rompa los esquemas
capitalistas (consumistas, individualistas, no-solidarios, entronizadores de la
banalidad). Es fomentar nuevos valores, una nueva ética, una nueva manera de
entender y construir el mundo. Ningún progresismo de los que se han visto estos
últimos años puso especial énfasis en eso: sin tocar hondamente la efectiva
propiedad de los medios de producción, se siguió apelando al consumismo, no se
atacó en profundidad todo el legado histórico de una ideología individualista y
patriarcal (en Venezuela todavía se ponderan las Miss Universo, por ejemplo, o
se vanagloria la renta petrolera; o en Argentina el próximo mandatario Alberto
Fernández pide no salir a la calle a manifestar (¿el voto alcanza para la
protesta?), mientras Juan Domingo Perón, figura intocable del progresismo del
país, pedía en su momento ir “De la casa al trabajo y del trabajo a su casa”).
¿Por qué Cuba, pese a décadas de agresiones infinitas y
bloqueo inmisericorde, se mantiene y su población realmente obtiene beneficios
del socialismo? Porque se cumplen ambas condiciones: defensa del proceso
asegurada con las armas (fuerzas armadas y población en su conjunto) y ética
revolucionaria con población siempre movilizada en todo sentido. Si no, la
caída de las experiencias reformadoras está asegurada.
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