En 1892, en el diario Patria, Martí escribió unas líneas que conservan
plena vigencia: "A un plan obedece nuestro enemigo: de enconarnos,
dispensarnos, dividirnos, ahogarnos. Por eso obedecemos nosotros a otro plan:
enseñarnos en toda nuestra altura, apretarnos, juntarnos, burlarlo, hacer por
fin a nuestra patria libre. Plan contra plan".
La escena corresponde al pasaje final de Sepulcros
de vaqueros (2017, Alfaguara), del escritor chileno Roberto Bolaño:
en la mañana del 11 de setiembre de 1973, el joven Arturo Belano despertó
abruptamente por los gritos del dueño de la casa en la que se alojaba, en un
barrio de clase trabajadora de Santiago. Los militares se habían levantado; el
golpe estaba en marcha. Belano había regresado a su país después de una corta
estancia en México, la tierra de su padre, donde sus devaneos literarios y
existenciales le develaron una certeza: "todos los latinoamericanos
deberíamos ir a Chile a apoyar la revolución". Tras la noticia de la
asonada militar, el joven, acompañado de dos socialistas de 15 y 17 años,
acudió presuroso a la casa de un obrero comunista donde estaba instalada la
célula del Partido y, según se decía, "estaban repartiendo armas y
coordinando la acción de todos los grupos de izquierda".
Las noticias fluían, contradictorias entre sí,
mientras casi una veintena de jóvenes esperaban órdenes y apuraban la incertidumbre de la jornada con tazas de té.
Después de varias horas, cuando por fin llegó el jefe de la célula, se le asignó a cada voluntario una calle para
vigilar los movimientos de los ultraderechistas. "Cuando pregunté a
qué ultraderechistas tenía que vigilar, no supieron qué contestarme",
decía Belano, mientras recordaba que pasó dos de las peores horas de su vida
"sentado en una calle vacía, en plena contemplación de la nada".
¿Quiénes eran y dónde estaban los enemigos? "En la casa o las casas de los
ultraderechistas no se observaba movimiento alguno, ¿para qué? El trabajo lo
estaban haciendo otros, y a juzgar por los aviones que de vez en cuando veía pasar
como en un sueño, de una nube a otra, de forma impecable", concluía el
relato del protagonista.
Desde su registro literario, al límite de la
ficción, el texto de Bolaño es una alegoría del drama histórico de las
izquierdas en el último tercio de siglo XX, y que no hemos logrado resolver
todavía en el siglo XXI cuando, una vez más, los pueblos de varios países de
América Latina han ensayado procesos políticos con aspiraciones de
transformación social, económica y cultural, por la vía de las urnas. Pero,
como le sucedió a Salvador Allende en Chile, los golpes de Estado -de viejo o
nuevo cuño, duros o blandos- truncaron abruptamente estas experiencias de
cambio, sin posibilidad de revertir ese sino desde el campo popular. Así
ocurrió en Honduras (2009), en Paraguay (2012), en Brasil (2016) y ahora
también en Bolivia (2019). Y se habría consumado un idéntico final en
Venezuela, en 2002, de no ser por la valentía de un puñado de jóvenes militares
bolivarianos y del pueblo que bajó de los cerros para exigir el regreso del
presidente constitucional Hugo Chávez.
¿Cómo se defiende una revolución, un proceso
democrático de cambio, cuando los principios de la democracia liberal, que
hemos asumido como forma de organización de la vida política e institucional en
nuestras sociedades, especialmente después de la tenebrosa experiencia de las
dictaduras militares, no son respetados por aquellos actores que, desde las
usinas mediáticas, las tribunas políticas o los púlpitos religiosos, se
(auto)proclaman como sus defensores? ¿Qué aprendimos de nuestra historia de
tragedias y traiciones? ¿De qué sirvieron tantas muertes y desapariciones,
tanto dolor que nunca fue consolado?
Estas preguntas gravitan en el aire de nuestra América ahora que, una
vez más, entre protestas populares y la elección de nuevos presidentes, entre
levantamientos contra los regímenes neoliberales y un golpe de Estado que
liberó viejos y nuevos fantasmas, se encuentra en curso una reconfiguración del
mapa político regional. Cual partida de ajedrez, los avances en un lugar dan pie a retrocesos
en otro, y la pérdida de piezas claves en una movida poco afortunada, nos
alerta sobre la falta de visión estratégica para la defensa de nuestras
posiciones. Ecuador y Chile, México y Bolivia, Argentina y Uruguay, son algunos
capítulos de esta batalla que recorre el continente, y que requerirá de audacia
y creatividad de parte de las izquierdas latinoamericanas para oponerse al
coletazo furioso de la restauración neoliberal conservadora que, de la mano de
Washington y la OEA, intenta prevalecer en medio de la crisis y la conmoción
social.
La complejidad de la coyuntura en la que estamos inmersos demanda,
además, el realismo necesario en la praxis para reconocer, a tiempo, las tramas
que urden los poderes fácticos y responder oportunamente, sin ingenuidad ni
impericia, a las intrigas y planes golpistas fraguados durante meses casi en
las narices de los gobiernos legítimamente electos. Como sucedió en todos los
casos que mencionamos antes. "Ya no podemos ser un pueblo de hojas, que
vive del aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según
acaricie el capricho de la luz, o la andan y talen las tempestades; ¡Los
árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete
leguas!", expresó el maestro José Martí en 1891, en su ensayo Nuestra América. Y nada es más cierto en
nuestros días: sin construir el poder popular y las capacidades políticas,
económicas, culturales, y de cualquier otro orden que sea preciso, no podremos
hacer frente a las pretensiones de dominación de los restauradores de turno.
Sea desde los gobiernos, sea desde la resistencia.
Ese dilema quedó retratado en dos hechos, casi simultáneos, que
ocurrieron en la tarde del pasado día 10 de noviembre: mientras el Grupo de
Puebla, organización política y académica que aglutina al nuevo progresismo
latinoamericano, emitía en Buenos Aires
una declaración en la que sus integrantes instaban "al compromiso público
de respetar los mandatos en curso de todas las autoridades legalmente
constituidas hasta la asunción de los nuevos gobernantes elegidos por el pueblo
boliviano, bajo el nuevo proceso electoral, en base al respeto integral de la
constitución", en La Paz, el alto
mando militar le sugería al
presidente Evo Morales -con un arma apuntando a su cabeza, quizás en sentido
figurado, o quizás no, algún día lo sabremos- que presentara su renuncia al
cargo. Invocamos la razón y la justicia, echamos mano de las palabras y la
retórica para defender a un presidente, pero la derecha responde con la fuerza,
la violencia y la muerte.
En 1892, en el diario Patria,
Martí escribió unas líneas que conservan plena vigencia: "A un plan obedece
nuestro enemigo: de enconarnos, dispensarnos, dividirnos, ahogarnos. Por eso
obedecemos nosotros a otro plan: enseñarnos en toda nuestra altura, apretarnos,
juntarnos, burlarlo, hacer por fin a nuestra patria libre. Plan contra
plan". Tal debiera ser nuestra consigna ahora, nuestra prioridad:
construir el plan que, al neofascismo y al capitalismo depredador, oponga la
utopía democrática, solidaria e incluyente de nuestra América. Sin ello,
seguiremos viendo caer, una tras otra, las conquistas que nos llenaron de
esperanza el inicio del siglo XXI.
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