El cruento golpe de Estado en Bolivia ha puesto en evidencia que en América Latina perviven rasgos políticos que, por más que digamos que avanzamos hacia formas más avanzadas o “civilizadas” de relacionamiento político, poco difieren de los del siglo XIX.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
En primer lugar, por la presencia
protagónica de las fuerzas policiales y militares, quienes deciden convertirse
en árbitros de la vida política del país, en este caso conminando al presidente
constitucional a que abandone el cargo. No hace falta enumerar aquí la larga
lista de hechos similares que tachonan nuestra vida política en América Latina,
hechos que permiten entender la existencia del estamento militar en nuestras
sociedades como una verdadera lacra.
En segundo lugar, por el papel de gran
titiritero jugado por Washington, el gran cerebro tras bambalinas, siempre
presente cuando se trata de hacer a un lado a un gobierno que no cuente con su
beneplácito, ya sea por razones políticas o económicas. En el caso de Bolivia,
por ambas, pues se trataba de un gobierno que supo cantarle las justas a los
Estados Unidos cuando fue necesario y que, al mismo tiempo, tiene recursos
naturales apetecibles para las grandes transnacionales que, con un gobierno
nacionalista del tipo del presidido por Evo Morales, encuentran obstáculos para
acceder a ellos con la facilidad que quisieran.
En tercer lugar, por la existencia en
nuestros países de una oligarquía que no tiene más vocación que ser vagón de
cola de intereses económicos y políticos foráneos. Unos grupos dominantes sin
proyecto propio, con espíritu de perrito faldero, identificadas culturalmente
con el “norte brutal que nos desprecia”, prestos a ofrecerse como instrumentos
ejecutores de acciones de la peor calaña.
Han aparecido, también, nuevos elementos.
El preponderante papel de los medios de comunicación y las redes sociales en
Internet es uno de ellos, orientados a modelar los puntos de vista, las
percepciones, las opiniones y la conciencia de las mayorías. La primera vez que
se concibió una campaña de este tipo para apoyar un golpe de Estado fue en
1954, cuando la CIA, el Departamento de Estado de los Estados Unidos y la
United Fruit Company se coaligaron para difamar y posteriormente derrocar al
gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán, a la sazón presidente constitucional de
Guatemala. Fue una innovación, entonces, el montaje de una campaña de este
tipo, pero puso las bases de lo que hoy se hace con una base tecnológica mucho
más avanzada, engarzado en un aparato comunicacional bien estructurado, en muy
buena medida dominado por grandes oligopolios que, además de hacer el negocio
del siglo, constituyen una verdadera red de soporte ideológico para los
intereses políticos y económicos dominantes en el globalizado mundo
contemporáneo. En el caso del golpe contra el gobierno legítimo de Evo Morales,
la puesta en duda de la asonada como un golpe de Estado, la justificación de
las acciones golpistas como reivindicaciones democráticas de quienes “no
quieren la dictadura”, y la puesta en duda de los resultados electorales que
ganó el presidente Morales con, por lo menos, 10 puntos de ventaja sobre su más
cercano contrincante, constituyen su matriz ideológico discursiva.
Otro elemento nuevo, aunque ya haya
venido dando muestras de su presencia en la política latinoamericana reciente,
es el papel de grupos neopentecostales y de católicos autodenominados
“pro-familia”, cada vez más activos, más protagónicos y más agresivos, con gestos
y discursos de corte neofascista.
Estos nuevos grupos políticos han venido
insertándose paulatina y silenciosamente en nuestros países desde hace por lo
menos 50 años cuando, como respuesta al entronque entre Teología de la
Liberación y movimientos revolucionarios de las décadas del 70 y 80, amplios
segmentos populares pudieron canalizar sus reivindicaciones políticas, al punto
de poner en jaque a la dominación imperialista en países como Nicaragua, El
Salvador y Guatemala.
A partir de entonces y hasta nuestros
días se pergeñó, a través de verdaderos think
tank norteamericanos, toda una reorientación ideológica que desembocó en lo
que hoy conocemos como la Teología de la Prosperidad, que nos es más que la
interpretación de los preceptos bíblicos desde la perspectiva de los valores
del neoliberalismo.
Esta teología, concebida como instrumento
de penetración y dominación ideológica, encarna hoy en día en grupos y partidos
políticos que, como hemos podido observar en Bolivia, asumen roles protagónicos
en movimientos casi de corte medieval, sumamente agresivos y violentos.
Y, por último, el golpe de Estado
perpetrado contra el gobierno constitucional de Evo Morales muestra cómo el
juego de la democracia es solamente eso, un juego, frente a la inescrupulosa
derecha política que, mientras le es funcional a sus intereses, se erige en su
más acérrima defensora, pero que en cuanto pierde hegemonía, no vacila ni un
minuto para saltarse las reglas del juego, patear el tablero y hacer borrón y
cuenta nueva.
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