Para Wallerstein, los acontecimientos de 1989 dieron
paso a un “Período Negro” que podría prolongarse hasta algún momento entre 2014
y 2039. Ese período, dijo, se expresaría en realidades nuevas, como “la
extensión de la mecanización de la producción; la eliminación de las
restricciones espaciales para el intercambio de mercancías y de información; la
desruralización del mundo; un ecosistema próximo al agotamiento; el alto de
grado de monetarización del proceso de trabajo, y el consumismo, entendido como
una mercantilización del consumo muy extendida”.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Lucho Goldman,
desaparecido, asesinado, y renacido
en Chile 46 años después
“En política”, solía decir
el General Omar Torrijos, “no hay sorpresas, sino sorprendidos.” Su razón
parece comprobarse a la luz de lo que Immanuel Wallerstein (1930 – 2019) nos
advirtiera en 1994 sobre las contradicciones internas que conducían al sistema
mundial hacia la crisis global que hoy enfrenta.[1] Aquella reflexión estuvo
dedicada en particular a la formación y crisis del liberalismo como geocultura
del sistema mundial entre 1848 y 1989, y a la contribución de esa crisis al
proceso de desintegración de ese sistema. Hoy, cuando las movilizaciones de
protesta recorren del mundo desde Hong Kong a Bagdad, Beirut, Barcelona y Santiago de Chile resalta en ella su
perspectiva histórica.
Wallerstein empezaba
entonces por recordarnos que para fines del siglo XVIII el sistema mundial
constituía una estructura que incluía ya una división del trabajo para la
transferencia de plusvalía desde las zonas periféricas a las centrales, y un
sistema político compuesto por “estados que se declaraban soberanos”, pero
carecía aún de “de una geocultura legitimadora”. Esa geocultura vino a ser
forjada a partir de dos ideas característica de la Ilustración: que “el cambio
político era algo normal, no excepcional; y que la soberanía residía en el
‘pueblo’, no en un soberano.”
Desde allí, el liberalismo
emergió en el siglo XIX ante el conservadurismo y el socialismo como la
ideología más adecuada “para dar a la economía-mundo capitalista una geocultura
viable”, haciendo del centrismo “una estrategia activa”, sustentada por la
premisa ilustrada de que “el pensamiento y la acción racionales eran el camino
hacia la salvación, hacia el progreso”, mediante "el cambio político
normal".
Ese cambio, debía ser
guiado por “los más educados, los más cualificados, los más sabios”: hombres
que - como Winston Churchill o John F. Kennedy, por ejemplo - podían ser a un
tiempo “favorables al laissez-faire y a las leyes fabriles”, según
conviniera a lo realmente fundamental: “el progreso deliberado y mesurado hacia
la buena sociedad”, apaciguando a las clases trabajadoras sin afectar “los
elementos esenciales del sistema capitalista.” De este modo, el liberalismo no
fue por necesidad “antiestatista”, pero si fue antidemocrático, pues al
concentrar el poder en aquella “meritocracia” evitaba los riesgos de “el poder
de todo el pueblo, la democracia”.
Para fines del siglo XIX,
el liberalismo garantizó a los trabajadores rurales y urbanos del mundo
Noratlántico el sufragio universal, el comienzo del Estado de bienestar y una
identidad nacional, todo ello bajo el envoltorio del "reformismo
racional". Sin embargo, para entonces las clases peligrosas del mundo no
europeo comenzaban a agitarse políticamente, desde México a Afganistán, Egipto,
Persia la India y China, y el "normal cambio político" y la
"soberanía" pasaron a ser aspiraciones de los pueblos del mundo
entero.
A partir de ese momento,
los liberales se preocuparon por “la extensión del concepto de reformismo
racional” al conjunto del sistema-mundo, desde Woodrow Wilson y su
"autodeterminación de las naciones", hasta Harry Truman con su Punto
IV, destinado a favorecer el "desarrollo económico de los países
subdesarrollados", tras la Segunda Guerra Mundial. La universalización del
liberalismo en el siglo XX, sin embargo, se tornó más complejo con el ascenso
de los movimientos de liberación nacional de las décadas de 1960 y 1970, que
reclamaban para sus pueblos las virtudes “del programa liberal de
autodeterminación de las naciones y desarrollo económico de los países
subdesarrollados.”
A partir de allí, junto a
un primer mundo liberal, con su derecha conservadora y su izquierda
socialdemócrata, se constituyeron un segundo mundo, socialista, y un tercero
integrado por movimientos de liberación nacional triunfantes en Asia, África,
de América latina y de Oriente Medio. Tal fue la estructura geopolítica
dominante en el periodo de la Guerra Fría. Esa estructura, cuestionada por el
ciclo de protestas que recorrió el sistema mundial desde París a
Checoslovaquia, a Estados Unidos a México entre 1968 y 1973, terminó siendo la
principal víctima de aquella contienda.
En efecto, el derrumbe de
la Unión Soviética y su esfera de influencia en 1989 privó al liberalismo de la
izquierda que le permitía actuar como centro. Esto provocó su corrimiento hacia
la derecha, arrastrando consigo a la socialdemocracia, y sentando la situación
política que vino a encontrar expresión en el neoliberalismo conservador, que
en nuestra América adquirió un claro carácter oligárquico. Con ello, ante la
idea hegeliana de que todo lo real es racional, y todo lo racional es real,
emergió nuevamente la filosofía de la praxis para reafirmar que lo
históricamente necesario es racional, y puede tornarse en real, hasta que deja
de ser necesario, y se torna por tanto irreal.
Para
Wallerstein, los acontecimientos de 1989 dieron paso
a un “Período Negro” que podría prolongarse hasta algún momento entre 2014 y
2039. Ese período, dijo, se expresaría en realidades nuevas, como “la extensión
de la mecanización de la producción; la eliminación de las restricciones
espaciales para el intercambio de mercancías y de información; la
desruralización del mundo; un ecosistema próximo al agotamiento; el alto de
grado de monetarización del proceso de trabajo, y el consumismo, entendido como
una mercantilización del consumo muy extendida”. Todo ello generaría
contradicciones que acentuarían la protesta social y la lucha de clases, y podría abrir paso a “una lucha masiva que
tomaría incluso la forma de una guerra civil, tanto a nivel mundial como en
cada estado.”
Hoy, aquel Período Negro
desemboca en la crisis del neoliberalismo. Desde Wallerstein, podemos plantearnos alcanzar “un sistema histórico
relativamente igualitario y totalmente democrático”, sustentado por “un
sentido más moderado y equilibrado de la historia y de su evaluación cultural
mediante una aguda y constante lucha política y cultural” contra el carácter
eurocéntrico de la geocultura liberal. Y si esto “puede parecer demasiado
vago,”
es
tan concreto como puede serlo cuando nos encontramos en el centro de un
torbellino. Primero, asegúrense de hacia qué orilla quieren nadar. Y después,
traten de lograr que todos sus esfuerzos inmediatos les conduzcan hacia ella.
Si quieren una mayor precisión, podrían no encontrarla y ahogarse mientras la
buscan.
Conocemos nuestra orilla
desde que Martí publicara “Nuestra América”, en 1891. Nunca como ahora ha sido
tan claro y visible hacia dónde encaminarnos.
Panamá, 30 de noviembre de 2019.
[1] Wallerstein, Immanuel, 1994:
“Agonías del capitalismo”. Avispar Iniciativa Socialista, nº31, octubre
1994. Publicado originalmente por New Left Review, nº 204.
Tomado
de www.rebelion.org, 16 junio 2001.
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