La institucionalidad de las democracias formales se demuestra un
absurdo. Se hace creer a la población que decide algo a través de su voto,
cuando en realidad todas las decisiones importantes se toman a sus espaldas. Y
si los pueblos alzan la voz, se les reprime (todas las actuales protestas, en
todas partes del mundo, fueron sangrientamente reprimidas con fuerza bruta, en
Francia y en Haití, en Egipto y en Honduras, en Chile y en Irak, en Ecuador y
en Colombia).
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Puede ser que Somoza sea un hijo de puta,
pero es «nuestro» hijo de puta”.
Franklin D. Roosevelt, presidente de
Estados Unidos
América Latina y el África tienen una larga tradición de golpes de
Estado. En otras latitudes del planeta los mismos son raros, muy infrecuentes,
o simplemente no se dan. Cualquiera de ellos, con las diferencias y
particularidades del caso, consiste en la interrupción de la institucionalidad
democrática que fijan las Constituciones de cada país, reemplazándola por un
nuevo orden no sujeto a ningún estado de derecho. La violencia militar cruda y
descarnada hace parte vital de ese mecanismo.
En el África subsahariana, en el poco más de medio siglo que tienen sus
jóvenes naciones, se llevan registrados más de 220 golpes de Estado, en todos
los casos llevados a cabo por fuerzas militares. Burkina
Faso, Benín y Nigeria son los que más los han sufrido, con 6 golpes en cada uno
de esos países hasta el año 2001. Dada esa continua inestabilidad política,
producto de lo joven y débil de esas democracias constitucionales copiadas a
las ex metrópolis europeas, la Organización de la Unidad Africana -OUA- en el año 2000 reaccionó
promulgando la Declaración de Lomé, la cual prohíbe taxativamente en todo el
continente los cambios inconstitucionales de gobierno. Dicha declaración fue
recogida en el año 2007 por la Unión Africana en la “Carta Africana sobre
Democracia, Elecciones y Gobernabilidad”. Es por eso que los golpes de Estado
más recientes, que tuvieron lugar luego de esa fecha, como los ocurridos en
Guinea (2008), Madagascar (2009), Níger (2010), República Centroafricana (2013)
y Burkina Faso (2015), no fueron reconocidos por el organismo regional,
suspendiéndoseles del mismo y obligándoseles al retorno al marco
constitucional.
En muchos de esos
alzamientos militares estuvo presente la influencia de las ex potencias
imperialistas de Europa, básicamente Gran Bretaña y Francia, que siglos atrás
habían invadido el territorio africano, dividiéndolo artificialmente en lo que
hoy son estas jóvenes repúblicas. Los continuos golpes de Estado de estas pocas
décadas transcurridas desde su liberación -alrededor de 1960- evidencian lo
precaria que son como naciones, al establecérseles límites arbitrarios
destruyendo y avasallando culturas y pueblos tradicionales.
En Latinoamérica, los golpes de Estado caracterizaron la dinámica
política de todos sus países (excepción hecha de Costa Rica, la “Suiza
americana” … ¿y por qué no Suiza la “Costa Rica europea”?) a lo largo de todo
el siglo XX. Bolivia encabeza la lista, con más de 160 alzamientos militares.
Un golpe de Estado no significa cambio alguno en la estructura
económico-social de una sociedad. Es, en todo caso, un cambio brusco,
repentino, en la figura que está al mando del sillón presidencial. En otros
términos: luchas de poder intestinas, crisis palaciegas, simples reacomodos a
espaldas de los pueblos (eso es, básicamente, lo que caracteriza los
pronunciamientos militares en el África). O, en todo caso, injerencia del poder
militar en la dinámica política, reemplazando el juego institucional normal
cuando las clases dirigentes avizoran algún peligro en orden a un avance
popular (lo distintivo de Latinoamérica).
Esto último es el caso, por ejemplo, de la intervención militar en
Guatemala en 1954 desplazando la “Primavera democrática”, en Argentina en 1955
y 1976, quitando gobiernos peronistas vistos como “peligro populista” para las
clases dirigentes, en Brasil en 1964, volteando al presidente João Goulart, otro
“populista peligroso” para la lógica conservadora, en Chile en 1973 (“peligro comunista”, según declarara Henry Kissinger
en su momento), y ahora en Bolivia (gran reserva de litio ansiada por compañías
multinacionales). En todos estos casos lo que está en juego es la posibilidad
de una pérdida de privilegios por parte de la clase dominante local y de los
intereses estadounidenses en la región. De esto se desprenden dos conclusiones:
1) El aparato de Estado no está para beneficiar a todos los habitantes
de una nación por igual, sino que es el mecanismo de dominación de una clase
social (oligarquía, burguesía, empresariado, terratenientes, banqueros o como
se la quiera nombrar) sobre otra (trabajadores, pueblo en general). Vale
recordar aquí la definición leninista ya clásica: “El Estado es el producto
del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. Las fuerzas
de seguridad nunca reprimen a las clases dirigentes sino a la “chusma” que
protesta.
2) En Latinoamérica, el verdadero poder dominante final, el que tiene la
última palabra, es la clase dirigente de Estados Unidos, que hace de la región
su reservorio de materias primas, mercado cautivo y proveedor de mano de obra
barata. Por eso, y no por otra razón, es que hay acantonadas 74 bases militares
de Washington en la región, defendiendo al milímetro lo que considera su
natural patio trasero: “América para los americanos” (del Norte), según
la tristemente célebre Doctrina Monroe. No está de más recordar que la
instalación más grande (Base Mariscal Estigarribia) se encuentra en la Triple
frontera argentino-brasileño-paraguaya, “custodiando” el Acuífero Guaraní, una
de las reservas de agua dulce subterránea más enorme del mundo. Y la base más
grande está en construcción en estos momentos, en Honduras, para “salvaguardar”
las reservas petrolíferas de Venezuela.
En todos estos pronunciamientos militares está siempre presente la mano
de Washington, quien defiende a capa y espada, ante todo, sus propios intereses
económicos, y secundariamente el modelo capitalista vigente, para que los
“malos ejemplos populistas” no cundan. Pero los tradicionales golpes de Estado,
con tanques de guerra en la calle, sangre y muchos muertos, cuestan demasiado
en términos políticos. Hoy día, producto del avance en las denuncias de
violaciones a derechos humanos cometidas por esos gobiernos militares producto
de los golpes de Estado sangrientos, tales prácticas son impresentables. De ahí
que la Casa Blanca últimamente ha variado su estrategia desarrollando lo que se
conoce como “golpes suaves” (soft), o “procesos de reversión” (roll-back).
Los mismos evitan el despliegue militar violento, presentando varias
aristas, articuladas entre sí a veces, que tienen por fin siempre lo mismo:
terminar con un mandatario o un proceso díscolo a los dictados imperiales de
Estados Unidos. Pueden presentar varias formas:
1) Maquillando el cambio político como un alzamiento espontáneo de la
población que, con su protesta, reclama algo nuevo. ¿Qué representan, en
realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos
populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Llamados
también “revoluciones de colores” (probadas en otras regiones distintas a
Latinoamérica: revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en
Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en
Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania,
revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez,
“estudiantes democráticos antichavistas” en Venezuela, las “Damas de blanco” en
Cuba, las recientes “movilizaciones populares” en Bolivia fustigando el
supuesto fraude de Evo Morales) son fuerzas aparentemente espontáneas, que
tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto
contrario a los intereses geoestratégicos de Washington.
El ideólogo que le dio forma a este tipo de intervenciones es Gene
Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros
“La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la
democracia”, quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz.
Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de
Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las
bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED,
algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas
partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de
Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp,
consisten en tres pasos:
·
Generación de protestas, manifestaciones y
piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la
ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento
antigubernamental.
·
Fomento del desprestigio de las fuerzas de
seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la
desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
·
Llamado al derrocamiento no violento del gobierno.
Así, un cambio de gobierno se enmascara como resultado de una protesta
popular espontánea.
2) A ello se le puede complementar, como parte de estos nuevos golpes de
Estado “suaves”, el trabajo disuasivo que realiza la corporación mediática
comercial, siempre alineada con el gran capital y posiciones conservadoras.
Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando hasta el hartazgo
hechos corruptos por parte de los funcionarios “díscolos”, consigue resultados:
dado que es un tema sensible, o incluso sensiblero, las poblaciones responden
siempre visceralmente: “Mueren niños
en un hospital por falta de medicamentos, culpa de la corrupción estatal”; “Podemos ver los resultados de la corrupción aquí en
esta escuela: no tienen suficientes aulas para la gente, para los estudiantes
(…) Toca al gobierno y a la gente de
Guatemala luchar cada día contra la corrupción”, como declarara el
entonces embajador de Estados Unidos en Guatemala preparando las “espontáneas”
protestas populares. ¿Quién podría avalar la corrupción? Por
tanto, insistir y sobredimensionar la misma en función de una estrategia de
desprestigio, da resultados. De hecho, ello se evidenció (¿laboratorio de
prueba?) en el 2015 en Guatemala, donde las denuncias reiteradas de corrupción
por parte de la prensa y las “manifestaciones cívicas pacíficas” de población
clasemediera urbana lograron quitar de la presidencia al binomio Otto
Pérez-Molina y Roxana Baldetti, conspicuos operadores políticos de derecha
(Pérez-Molina, por lo pronto, militar absolutamente comprometido en la guerra
contrainsurgente de años atrás, pero ahora “utilizado” como prueba con esto de
las cruzadas anticorrupción).
El mecanismo definitivamente funciona, pues fue lo que luego se utilizó
para que la geoestrategia hemisférica de Estados Unidos, en connivencia con las
oligarquías locales, desplazara con esta modalidad de golpes suaves al Partido
de los Trabajadores en Brasil, encarcelando al ex presidente Lula y a la en ese
entonces presidenta Dilma Rousseff, por hechos nunca claramente probados de
corrupción. Y lo mismo sucedió en Argentina, donde sin llegar a sustanciar un
golpe de Estado, la derecha pudo quitar del sillón presidencial a Cristina
Fernández (una socialdemócrata pro capitalismo, en todo caso reformista, pero
igualmente molesta para el statu quo), acusándola de innumerables hechos
corruptos que llevaron al triunfo electoral de Mauricio Macri.
3) Otra forma de “golpe suave” desarrollada por Estados Unidos está dada
por intervenciones “quirúrgicas” que, sin apelar al gran despliegue militar,
“capturan” al presidente en cuestión, alejándolo de su cargo en forma
silenciosa, ordenada, haciéndolo desaparecer “mágicamente” de la vida pública.
Eso es lo que se hizo, por ejemplo, con Jean-Bertrand Aristide en Haití,
secuestrado y llevado al África, con Manuel Zelaya en Honduras, o con Hugo
Chávez en Venezuela (jugada, esta última, que no les resultó por la activa
participación popular en defensa de su líder, lo que hizo abortar el golpe).
4) Complementando lo anterior, también como parte de esta nueva
modalidad de golpes no cruentos, una nueva técnica que impulsa el gobierno de
Estados Unidos es la “autoproclamación” como mandatario. Es una jugada casi
absurda, pero que puede resultar efectiva. Crea una situación de hecho,
presentando a un determinado personaje como el “nuevo” presidente, con lo que
se fuerza un escenario novedoso que puede servir para desplazar al anterior
mandatario. Esto se ensayó primeramente en la República Bolivariana de
Venezuela, donde el diputado Juan Guaidó se autoproclamó presidente, sin que
ello tuviera efecto real en la dinámica política del país. Pero sí resultó en
la República Plurinacional de Bolivia, donde ilegalmente la vicepresidenta del
Senado, Jeanine Áñez, autonombrándose, ocupó el espacio dejado por la renuncia
forzada del legítimo mandatario Evo Morales, completando así el golpe de Estado
pergeñado por la derecha.
Esta nueva modalidad de “golpes soft”
evita el desgaste político, sin tensar al rojo vivo la situación político-social.
Se pueden combinar varios elementos: movilización popular manipulada, prédica
antigubernamental por los medios de comunicación, operaciones quirúrgicas,
mecanismos de sabotaje, etc. De todos modos, la posibilidad de la “mano dura”
no se descarta. La clase dominante siempre se guarda esa carta. La Escuela de
las Américas, luego rebautizada pero en esencia siempre la misma cosa, sigue
preparando militares latinoamericanos golpistas y torturadores como reaseguro
de las clases dominantes para todo el sub-continente. “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no
tenemos siempre a la mano un líder militar (…) Esto reclama un jefe
de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, manifestó el
secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, ante “la preocupante situación de Chile”. De hecho, en procesos llamados
democráticos (que lo son solo formalmente), cuando las cosas se “complican”,
aparece la bota militar. Eso ocurrió en el virtual golpe de Estado en Honduras
en 2009, cuando se desplazó al entonces presidente legítimo Manuel Zelaya (un
muy tibio socialdemócrata que había osado negociar el petróleo con la Venezuela
chavista a través de Petrocaribe), apareciendo como antaño los tanques de
guerra en las calles de Tegucigalpa.
En Bolivia acaba de consumarse un golpe que nuclea varias de estas
modalidades. Las cuantiosas reservas de litio (75% de las reservas mundiales,
elemento fundamental para las baterías de aparatos electrónicos y futuro
posible reemplazo del petróleo) y otros recursos naturales (gran reserva de
gas, de minerales estratégicos, de tierras raras) esperan por las ávidas
corporaciones multinacionales, que de momento no podían entrar, dado el
gobierno socialista de Evo Morales y el MAS.
La institucionalidad de las democracias formales se demuestra un
absurdo. Se hace creer a la población que decide algo a través de su voto,
cuando en realidad todas las decisiones importantes se toman a sus espaldas. Y
si los pueblos alzan la voz, se les reprime (todas las actuales protestas, en
todas partes del mundo, fueron sangrientamente reprimidas con fuerza bruta, en
Francia y en Haití, en Egipto y en Honduras, en Chile y en Irak, en Ecuador y
en Colombia). La actual nueva modalidad de golpes suaves no debe hacernos creer
que los golpes duros desaparecieron. Las palabras de Mike Pompeo nos lo
recuerdan. La petición de las Comisiones de la Verdad que investigaron los
graves delitos de lesa humanidad de gobiernos dictatoriales en Argentina y
Guatemala y titularon sus documentos como “Nunca más”, no pasan de un buen
deseo. Nada asegura que los golpes cruentos y sangrientos no puedan volver. Las
armas no están en manos de los pueblos, sino de los militares preparados para
defender “el modo de vida occidental y cristiano”. Solo Cuba y Venezuela tiene
fuerzas armadas no golpistas. El capital se sigue protegiendo y protege sus
privilegios a toda costa, sin cuartel, sin piedad, y si necesita nuevos “hijos
de puta”, como reza el epígrafe, los seguirá usando.
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