Al cumplirse 110 años de su nacimiento, se impone un sentido homenaje a esa figura universal, querible e imprescindible de Nuestra América, el gran precursor del ciclo de izquierda que se iniciaría en diciembre de 1998 en Venezuela.
Atilio Borón / ALAI
Es bien
sabido que con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 América Latina y el
Caribe reanudaron su marcha hacia su Segunda y Definitiva Independencia. El
ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de lo que luego sería la República
Bolivariana de Venezuela es usualmente considerado como el segundo hito en esta
larga marcha. Esto es indudable, pero pasa por alto una importantísima etapa
intermedia, breve pero de enorme importancia: la que aportara el gobierno de
Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile, entre 1970 y 1973 y que es
imprescindible rescatar del olvido en que ha sido sepultada por el inmenso
aparato propagandístico de la derecha tanto dentro como fuera de Chile.
Allende
llega al Palacio de la Moneda con un programa de gobierno que nada tiene que
envidiar al que luego procurarían implementar -en un contexto internacional,
económico y político mucho más favorable- los gobiernos bolivarianos de
Venezuela, Bolivia y Ecuador. Hombre de inconmovible convicciones socialistas
Allende no demoró un segundo en aplicar el programa de la UP, adoptando
trascendentales medidas como la nacionalización de las riquezas básicas de
Chile: la gran minería del cobre, hierro, salitre, carbón y otras, en poder de
empresas extranjeras –entre ellas los gigantes de la industria cuprífera: la
Anaconda Copper y la Kennecott- y de los monopolios nacionales.
Con una
inversión inicial de unos 30 millones de dólares al cabo de 42 años la Anaconda
y la Kennecott remitieron al exterior utilidades superiores a los 4.000
millones de dólares. No contento con esto Allende nacionalizó casi la totalidad
del sistema financiero del país: la banca privada y los seguros, adquiriendo en
condiciones ventajosas para su país la mayoría accionaria de sus principales
componentes.
Nacionalizó
a la International Telegraph and Telephone (IT&T), que detentaba el
monopolio de las comunicaciones y que antes de la elección de Allende había
organizado y financiado, junto a la CIA, una campaña terrorista para frustrar
la toma de posesión del presidente socialista. Recuperó la gran empresa
siderúrgica, creada por el estado y luego privatizada.
Aceleró y
profundizó la reforma agraria, que con su predecesor democristiano había avanzado
con pasos lentos y vacilantes. Una casi olvidada ley de la fugaz República
Socialista de Chile (4 de Junio-13 de Septiembre de 1932) facultaba al
presidente a expropiar empresas paralizadas o abandonadas por sus dueños. Se
constituyó un “área de propiedad social” en donde las principales empresas que
condicionaban el desarrollo económico y social de Chile (como el comercio
exterior, la producción y distribución de energía eléctrica; el transporte
ferroviario, aéreo y marítimo; las comunicaciones; la producción, refinación y
distribución del petróleo y sus derivados; la siderurgia, el cemento, la
petroquímica y química pesada, la celulosa y el papel) pasaron a estar
controladas por el estado. Todo esto hizo Allende en los pocos años de su
gestión, aparte de crear una gran editorial popular, Quimantú, para acercar la
cultura universal a chilenas y chilenos y de devolver la dignidad a un pueblo
por décadas sometido al yugo de una feroz oligarquía neocolonial.
Y todo,
absolutamente todo, lo hizo el gobierno de la UP sin salirse del marco
constitucional y legal vigente, pese a lo cual la oposición: la vieja derecha
oligárquica y sectores progresivamente mayoritarios de la democracia cristiana
se arrastraron sin el menor recato por el fango de la ignominia, arrojando por
la borda su (siempre escaso) respeto por las normas democráticas para fungir
como agentes locales de las maniobras criminales de la reacción imperialista.
Aquéllas habían sido desatadas por Washington la misma noche del 4 de septiembre
de 1970, cuando aún se estaban contando los votos que darían el triunfo a la UP.
Furioso, el
bandido de Richard Nixon, ordenó sabotear a cualquier precio al inminente
gobierno de Allende. El asesinato del general constitucionalista René
Schneider, poco antes que el Congreso Pleno ratificara su triunfo, fue apenas
el primer eslabón de una tétrica cadena que con la dictadura de Pinochet
sembraría muerte y destrucción en Chile. La permanente solidaridad de Allende
con la Revolución Cubana y con todas las causas emancipatorias de la época,
antes y después de asumir la presidencia, fue otro de los factores que encendió
las iras de la Casa Blanca y su terminante decisión de acabar con él.
En 1967, y
en su calidad de Presidente del Senado de Chile Allende había acompañado en
persona a Pombo, Urbano y Benigno, los tres sobrevivientes de la guerrilla del
Che en Bolivia, para garantizar su seguro retorno a Cuba. Por eso el desafío
que planteaba el médico chileno: la construcción de un socialismo “con sabor a
vino tinto y empanadas”, precursor del socialismo del siglo veintiuno, era
viscerablemente inaceptable para Washington y merecedor de un ejemplar
escarmiento. Especialmente cuando el imperio, agobiado por la inminencia de una
derrota catastrófica en Vietnam, sentía la necesidad de asegurar la
incondicional sumisión de su “patio trasero”. Pero Allende, un marxista sin
fisuras, no cedió un ápice, ni en sus convicciones ni en las políticas que
perseguía su gobierno. Y lo pagó con su vida, como lo dijera en su alocución
final por radio Magallanes ese aciago 11 de septiembre de 1973. Y este 26 de
junio, al cumplirse 110 años de su nacimiento, se impone un sentido homenaje a
esa figura universal, querible e imprescindible de Nuestra América, el gran
precursor del ciclo de izquierda que se iniciaría en diciembre de 1998 en
Venezuela.
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