Los organismos que fijan las políticas imperiales en materia económica, como son FMI y el Banco Mundial, exigen reformas en las estructuras que rigen la política local. Estos cambios son de tal magnitud que afectan la estructura misma del Estado Nacional tal como venía operando desde la segunda mitad del siglo pasado.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Desde la segunda
administración de Oscar Arias al culminar la primera década del presente siglo,
el país no se había enfrentado a una decisión de tanta trascendencia histórica como la que
ahora debe asumir el actual gobierno, conformado por una – hasta hace poco considerada inverosímil - alianza de
partidos, poderes fácticos y fuerzas económico-sociales. Todo este
aparentemente heteróclito conjunto es presidido por el joven presidente Carlos
Alvarado, quien fuera candidato de un PAC que se perpetúa en Zapote [sede del
Poder Ejecutivo]. Con ello se da por finiquitado el bipartidismo imperante
durante la Guerra Fría, no sólo en Cota Rica, sino también en otros países que configuran el traspatio del Imperio. Tal
es el caso, dicho sea de paso, de
Colombia donde en las últimas elecciones
también se acaba de sepultar el tradicional bipartidismo de Liberales y
Conservadores. Esto no obstante, la situación de dependencia imperial en esta
región geopolítica de primera magnitud como es el Caribe, no ha terminado. Todo
lo contrario, se consolida, ya no
principalmente mediante ataduras ideológicas, sino predominantemente comerciales.
Esta coyuntura exige un
reacondicionamiento en el campo político en concordancia con los cambios
operados en el escenario internacional. Los organismos que fijan las políticas
imperiales en materia económica, como son FMI y el Banco Mundial, exigen
reformas en las estructuras que rigen la política local. Estos cambios son de
tal magnitud que afectan la estructura misma del Estado Nacional tal como venía
operando desde la segunda mitad del siglo
pasado. Las reformas propuestas para disminuir el déficit fiscal no parecen
tocar sino tangencialmente el cobro de
impuestos directos al capital, lo que sería el único camino justo si realmente
hay voluntad política de darle una solución definitiva y equitativa al déficit
de las financias públicas. El énfasis en
los impuestos indirectos, no sólo es intrínsecamente perverso desde el punto de
vista de la justicia distributiva preconizada por la ética, sino que acentúa la
brecha social, mal endémico que no es exclusivo de nuestro país. América Latina
es la región más inequitativa del mundo; posee el triste y lamentable record de
albergar a los países más desiguales del planeta. Costa Rica, por desgracia, se
acerca peligrosamente a la zona de
graves turbulencias sociales, a pesar de haber sido un país modelo en la
región en lo referente a una equidad social, relativa pero envidiable, debido a
la creación de un Estado social de derecho aceptablemente funcional. Las
políticas neoliberales, impulsadas desde la primera administración Arias, no han
hecho sino incrementar la tendencia hacia la desigualdad social; con lo cual la
desestabilización política se convierte cada vez más en una amenaza real y
tangible.
A lo anterior debemos
añadir otros factores provenientes de la inestabilidad política de los países
vecinos, que han provocado el aumento de la violencia y el crimen en un país
como el nuestro hasta hace poco relativamente pacífico. En concreto, el
trasiego y venta de drogas y el lavado, cuyo dinero proviene de esa putrefacta
fuente, monopolizado por carteles provenientes de Colombia y México en
complicidad con políticos y militares de los países centroamericanos, nos han
llevado a una situación de guerra civil de facto, con un promedio de 4 muertos
diarios; situación que pone en jaque la existencia misma y la funcionalidad de
nuestro estado de derecho y desafía el ejercicio de la soberanía que constitucionalmente compete a los estados
nacionales. Por eso debilitar el Estado nacional constituye un suicidio
colectivo y una traición de lesa patria, amenaza que no se había dado en
nuestro país desde los nefastos días en que fue fusilado el Padre de la Patria,
el Presidente Juan Rafael Mora Porras. Debilitar el Estado nacional sería volver
a fusilar a Don Juanito, sería entregar a Walker y a sus huestes
filibusteras la herencia más valiosa y sagrada que hemos heredado de nuestros
prohombres de ayer. El debilitamiento del Estado social de derecho, cualquiera que sea el pretexto, equivale a
aumentar las desigualdades sociales y crear el caldo de cultivo para acrecentar
el trasiego y consumo de drogas, por no hablar del blanqueo que ya constituye el 12,3% del PIB.
La reforma fiscal que
hoy se discute en la Asamblea Legislativa y es el tema central de toda la
actividad política nacional, debe ser analizada dentro de ese contexto. Estando
inmersos dentro este inquietante panorama, solo queda como respuesta justa y
patriótica dar la lucha por una reforma
fiscal equitativa que contribuya a disminuir la brecha social, que
nos permita dar el primer paso para cimentar
las bases de lo que debe ser la elaboración de un proyecto-país, que
permita a nuestra pequeña gran nación asumir creativamente los retos que se nos
vienen encima a inicios de una nueva
época en nuestra historia. Sirva de ejemplo e inspiración Rodrigo Facio quien, a inicios de la década de los 40s al
crear el Centro de Estudios para los Problemas Nacionales, insufló aires de
renovación a la Constitución de 1949; con ello se dio oxígeno a nuestro régimen democrático durante los turbulentos años de
Guerra Fría. Las medicinas que hoy se recetan no deben ser peores que la
enfermedad a la que supuestamente se pretende curar. De los verdaderos hijos de
Juanito Mora y Joaquín García Monge depende
en mucho que esto no suceda.
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