El mundo de los desarrapados desborda las fronteras y se rebalsa sobre los centros en donde los supermilllonarios siguen acumulando el dinero que no sabrán nunca cómo gastar…
De
una Centroamérica atrapada entre la pobreza extrema, los desastres naturales,
la violencia y los enfrentamientos fratricidas, parten en oleadas hacia el
norte los más pobres. Su sueño americano no es más que encontrar un lugar en el
que puedan hacer las cosas básicas de la vida contemporánea: tener un trabajo,
una familia, educar a los hijos, tal vez salir de paseo el domingo.
Recurrentemente,
esas olas que baten la frontera sur de los Estados Unidos provocan crisis que
acaparan la atención. Hace tres años fueron las decenas de miles de niños y
niñas que llegaron solos en busca de sus padres y madres que ya se encontraban
en los Estados Unidos, que no soportaban el asedio de las pandillas que los
obligaban a unirse a ellas, o que simplemente no tenían ningún horizonte en las
barriadas paupérrimas en las que vivían. En Centroamérica, un 49% de los
jóvenes quieren irse.
En
esta semana que termina han sido nuevamente noticia. La administración de
Donald Trump decidió separar a las familias que logra interceptar. Los niños y
las niñas, algunos muy pequeños, incluso de brazos, no solo han pasado por el
trauma de verse separados de sus progenitores, sino que además sufren tratos
vejatorios. Son considerados personas de segunda categoría y como tal son
tratados. Ya el presidente Trump se ha expresado sobre ellos de la manera más
denigrante en varias ocasiones.
Los
menores no solo han recibido maltrato físico al ser desnudados y recluidos en
celdas frías o jaulas que parecen gallineros, sino que cunden las denuncias que
se les droga para calmarlos, mantenerlos quietos, hacerlos dormir para que no
molesten. Los padres y las madres no saben en dónde están mientras son
sometidos a juicios para su deportación en los que tienen exactamente un minuto
para sus alegatos.
Se
trata de gente totalmente desamparada, dejada de la mano de Dios. Así como el
gobierno norteamericano los desprecia y atropella, los gobiernos de sus países ven
casi impávidamente la situación, y muchos de sus compatriotas los consideran
parias de los que hay que deshacerse, y no ahorran argumentos que justifican el
maltrato: padres irresponsable que involucran a sus hijos en aventuras
peligrosas; delincuentes que atentan contra las leyes migratorias; gente que se
va porque quiere, nadie los obliga. En última instancia, se trata de “los
nadie”, de los descartables, los que solo tienen como futuro rebuscar
materiales reciclables en los inmensos basurales; vender baratijas en los
cruces de avenidas; el sicariato; la venta de drogas en las esquinas del barrio
que los vio crecer.
Las
imágenes que mostraban el dolor de las separaciones familiares levantó un
clamor que hizo retroceder a la administración Trump. La misma Melania, esposa
del presidente, visitó uno de los albergues en donde se amontonan los niños.
Sin embargo, la chaqueta que portaba ostentaba una leyenda que traiciona su
fuero interno: “La verdad es que no me importa, ¿a ti?”.
No le
importa a Melania que viene de Eslovenia, una de las esquinas de Europa que
también expulsa gente hacia occidente. No le importa al gobierno italiano, que deja
a los migrantes a la deriva en el mar Mediterráneo, y no le importa tampoco a los húngaros, a los
austriacos, o a los griegos que electrifican sus fronteras y cierran sus
puertos.
El
mundo de los desarrapados desborda las fronteras y se rebalsa sobre los centros
en donde los supermilllonarios siguen acumulando el dinero que no sabrán nunca
cómo gastar. Son los que mueven el mundo, los que lo manipulan, los que no
paran mientes para defender sus intereses. Ellos tienen la visión global,
manejan los hilos de las marionetas, ponen y quitan a quien les favorezca o les
estorbe.
Nuestros
gobiernos, mientras tanto, apuestan a “la sensatez”, y se pliegan como perritos
falderos a las enaguas del “norte brutal que nos desprecia” a todos, no solo a
los migrantes.
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