La generación de energía es cada vez más vital. ¿Por qué entonces las llamadas industrias extractivas están causando tanto daño, produciendo tanta conflictividad social, siendo tan resistidas por las poblaciones? Por la forma en que se hacen.
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra
América
Desde Ciudad de Guatemala
Al hablar de políticas
energéticas se está hablando de industrias extractivas. Es decir: aquellas
actividades humanas directamente relacionadas con la obtención de recursos
naturales por extracción del subsuelo que se vinculan con la generación de
energía, algo sin dudas básico para la vida. Caben ahí, entonces, las
industrias del petróleo, del gas, del agua (hidroeléctricas), y la minería.
Podría agregarse, hoy día, la producción de biomasa destinada a la generación
de carburantes o agrocombustibles (etanol, reemplazo de la gasolina y del
diesel), tales como la palma africana, la caña de azúcar, la remolacha.
Algunas de estas
actividades extractivas son de muy larga data, como la minería. Desde la
aparición del cobre hace 9,000 años hasta los elementos hoy conocidos como
estratégicos (coltán, niobio, iridio, torio -futuro sustituto del petróleo-),
la historia de la humanidad va de la mano de la investigación minera.
La generación de
energía es cada vez más vital. ¿Por qué entonces las llamadas industrias
extractivas están causando tanto daño, produciendo tanta conflictividad social,
siendo tan resistidas por las poblaciones? Por la forma en que se hacen.
En Guatemala, estas
industrias extractivas (centrales hidroeléctricas, minería, cultivos extensivos
dedicados a la generación de agrocombustibles) constituyen hoy uno de los
principales conflictos abiertos en términos político-sociales. Dado que se
realizan en territorios donde habitan los pueblos originarios de origen maya
(con 4,000 años de pertenencia a esos sitios), para los habitantes de esas
regiones la llegada de estas iniciativas no representó, precisamente, una buena
noticia. ¿Por qué? Por las características con que esa industria extractiva,
dada por capitales multinacionales asociados en general a grandes capitales
nacionales, se ha venido comportando. De hecho, ha producido el despojo de los
territorios ancestrales de los pueblos originarios, con argucias legales o por
la fuerza. Los movimientos campesinos-indígenas allí asentados (este es un
fenómeno que se da similarmente en toda Latinoamérica) protestan por ese
despojo, por lo que hoy representan la principal afrenta al sistema capitalista
dominante. La lucha de clases, que nunca ha desaparecido, se expresa hoy a
través de ese conflicto.
Por otro lado, esas
industrias son altamente contaminantes, agresivas para el medio ambiente, al
menos en la forma en que se vienen realizando: dejan sin agua o sin tierra
cultivable a los pueblos originarios, lanzan desechos químicos tóxicos que
contaminan mortalmente la flora y la fauna atentando también contra la vida
humana, crean problemas que nunca solucionan más allá de las promesas,
destruyendo el equilibrio natural.
Quizá sin representar
una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la
concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas
tradicionales a través de los años en el siglo XX), estos movimientos de
protesta representan una clara afrenta a los intereses del gran capital
transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan
como una alternativa anti-sistémica, una llama que se sigue levantando, y arde,
y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe
“Tendencias Globales 2020 - Cartografía del futuro global”, del Consejo
Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los
escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede
leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay
grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en
2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría
de los pueblos indígenas (…) Esos grupos
podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos
antiglobalización (…) que podrán
poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de
origen europeo. (…) Las tensiones se
manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”.
Sin dudas, la
apreciación geoestratégica de Washington no se equivocaba: vemos claramente en
Guatemala -así como se ve también en otros países de la región- estos
movimientos indígenas y campesinos en una fuerte lucha contra toda la industria
extractiva, vivida como invasión, como factor de exterminio.
La respuesta del
Estado, defensor en definitiva de los capitales (nacionales y multinacionales)
y no juez ecuánime entre todas las partes, es la represión. Los despojos de
tierras ancestrales en muchos casos son hechos por la propia policía y/o el
ejército, instituciones del Estado pagadas con los impuestos de toda la
población. Pero en estos momentos, la situación se pone peor aún para los
sectores populares. Se vuelven a repetir modalidades que se dieron en los
peores años de la guerra contrainsurgente. Es decir: asistimos a mecanismos de
terror, con desapariciones, amenazas veladas y abiertas, asesinatos selectivos
de líderes comunitarios. Ello, acompañado de la criminalización de todas las
luchas campesinas. ¿Vendrán luego las masacres de poblaciones completas?
De hecho, en estos
últimos días esa represión se ha intensificado. En el último mes se ha
presenciado la muerte de 7 líderes campesinos que enarbolaban luchas por sus
justas reivindicaciones, con el silencio cómplice del Estado. En los norteños
departamentos de Alta
Verapaz y Baja Verapaz, la situación está al rojo vivo.
¿Quién había dicho que
la lucha de clases terminó? ¿Dónde quedó aquello de “resolución pacífica de
conflictos”?
No hay comentarios:
Publicar un comentario