Cien años después de
aquella primera era de las intervensiones, vemos cómo Washington pone a prueba
lealtades y sometimientos de los gobiernos de la región en el teatro
panamericanista de la Organización de
Estados Americanos, como antesala de sus planes de intervención militar en
Venezuela.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El analista
internacional venezolano Sergio Rodríguez Gelfenstein afirmó hace algunas semanas
que el momento político que vive América Latina, a saber, el de la restauración
conservadora alentada tanto por factores internos (entre ellos, el ascenso de
una nueva derecha que aprendió de las
derrotas del ciclo progresista de inicios del siglo XXI) como externos
(principalmente, la victoria electoral de Donald Trump y la radicalización
imperial de la política exterior de los Estados Unidos), supone la mayor
regresión de la historia latinoamericana. "Volvimos a comienzos del siglo
XX", decía nuestro colega, a los tiempos de "creciente intervención
militar y económica de la potencia norteamericana en América Latina y sobre
todo en el Caribe". Y lleva razón en sus palabras.
En efecto, hace un
siglo el emergente imperio estadounidense sentaba las bases de su dominación en
nuestra América, y para ello aprovechó
las oportunidades que le abría la rivalidad interimperialista en la que por
entonces se debatía un mundo que recién dejaba atrás las convulsiones sociales,
económicas y geopolíticas de la gran
guerra (1914-1917), con su consecuente reconfiguración del reparto de zonas
geográficas de influencia entre las potencias vencedoras, y que, además, se
enfilaba irremediablemente hacia la crisis capitalista de 1929, en cuyo seno se
incubarían los gérmenes del fascismo y el nazismo.
Así, la transición de
la hegemonía británica a la norteamericana en América Latina, que acabó por
consolidarse con el desenlace de la segunda guerra mundial, abrió un nuevo
momento histórico en el desarrollo del fenómeno imperialista, caracterizado por
el historiador costarricense Rodrigo Quesada como imperialismo permanente[1].
En las tres primeras
décadas del siglo XX, que corresponde a lo que Quesada llama la era de las intervenciones, Washington estableció las líneas maestras de lo que desde
entonces ha sido su política exterior hacia América Latina, teniendo a la
doctrina Monroe, en tanto soporte ideológico de la política y la diplomacia; a
las inversiones de capital y la penetración de las compañías transnacionales
(como la United Fruit Company); y a la superioridad militar (especialmente la
naval) como ejes estratégicos de su acción imperialista y de la expansión de la
frontera norteamericana hacia el sur.
En este sentido, las
contribuciones que, en la última década del siglo XIX, realizó el almirante
Alfred T. Mahan al campo de la teoría militar fueron decisivas para las élites
gobernantes estadounidenses, que encontraron en sus ideas e interpretaciones de
la historia y la pretendida misión civilizadora de los Estados Unidos los
argumentos para legitimar a lo interno de la sociedad norteamericana su
proyecto imperialista. Mahan sostenía que su país
se encontraba en la tercera etapa del Destino Manifiesto, “la cual exigía la
posesión de una ruta canalera por Centroamérica, bases estratégicas en el
Pacífico y el dominio de los pasos del Caribe, entre la costa oriental de
Norteamérica y Panamá”; lo que al ser asumido como proyecto imperial, dio
inicio a “una violenta ofensiva expansionista que combinó los viejos métodos
colonialistas con las más modernas formas de penetración del capitalismo”[2].
Todas las
administraciones estadounidenses que gestionaron esa ofensiva imperial
reforzaron su presencia multifacética e intervencionista, con particular
agresividad en Centroamérica y el Caribe: aquí mantuvieron y profundizaron el
protectorado sobre Cuba, la ocupación militar de Puerto Rico y la apropiación
de los derechos de soberanía sobre el Canal de Panamá; llevaron adelante la
intervención financiera y posterior ocupación militar en República Dominicana
(entre 1916 y 1924); además, ocuparon
Haití (de 1915 a 1934) y Nicaragua (entre 1912 y 1933), y respaldaron las dictaduras de los
generales Jorge Ubico en Guatemala y Maximiliano Hernández Martínez en El
Salvador, cuyos mandatos se extendieron de 1931 a 1944, y de Tuburcio Carías
Andino en Honduras, entre 1933 y 1949. Como escribió el patriota cubano Emilio
Roig de Leuchsenring en 1931, en la revista costarricense Repertorio Americano, "dictadura e imperialismo se dan la
mano, y unidos marchan en nuestros pueblos de Hispanoamérica, en su obra de
explotación y destrucción"[3].
Por eso ahora, cien
años después de aquella primera era de las intervenciones, cuando vemos cómo
Washington pone a prueba lealtades y sometimientos de los gobiernos de la
región en el teatro panamericanista de la
Organización de Estados Americanos, como antesala de sus planes de
intervención militar en Venezuela; cuando vemos cómo Washington celebra el
desmantelamiento de más de una década de políticas sociales y de ampliación de
derechos, para volver al vasallaje de la deuda externa y la tutela del FMI; y
cuando vemos cómo Washington respalda el giro conservador de los gobiernos de
derecha, algunos de ellos nacidos de los golpes de Estado de nuevo tipo, como
hiciera alguna vez con los tiranos de Centroamérica y el Caribe, no podemos dejar de pensar, con dolor, en el
entreguismo de algunas dirigencias que siguen abriendo las puertas de nuestra
América al caballo de Troya del Norte. Son las lecciones del pasado opresivo y
sangriento, que no acabamos de aprender en este nuestro presente de incertidumbres
y temores.
[1]
Quesada, Rodrigo (2012). América Latina 1810-2010. El legado de los
imperios. San José, CR: EUNED.
[2]
Guerra Vilaboy, Sergio
(2015). Nueva historia mínima de América
Latina. Biografía de un continente. Santo Domingo, República Dominicana:
Archivo General de la Nación. Pp. 352-353.
[3]
Roig de Leuschsenring,
Emilio (1931): “La dictadura cubana apuntalada por Wall Street”. En: Repertorio Americano , 22 [23], pp.
357-358.
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