En la actual coyuntura, frente a las inaceptables
exigencias injerencistas del gobierno estadounidense, posiblemente el factor
que de manera más efectiva podría inducir un cambio positivo en la política
hacia Cuba se encuentra del lado cubano. Se trata del grado de éxito que puedan
tener sus autoridades en la solución de los problemas económicos del país.
Desde La Habana, Cuba
Miguel Díaz-Canel y Donald Trump, presidentes de Cuba y EE.UU. |
Desde inicios de la década de los años sesenta del siglo
pasado, el núcleo central de la política de los Estados Unidos hacia Cuba ha
sido un bloqueo económico, comercial y financiero que, por su alcance y
duración, no parece tener precedentes en la política estadounidense hacia
ninguna otra nación del mundo. En esencia, se ha tratado de una guerra
económica permanente. El objetivo confeso de esta política es hacer la vida de los cubanos lo más miserable posible
y, por esa vía, destruir el sistema económico, social y político erigido en
Cuba a partir de 1959 para asegurar la plena independencia, la soberanía y el
mayor grado posible de justicia social.
Sin embargo, en su determinación de poner fin al proceso
revolucionario cubano, el gobierno estadounidense no se ha limitado al bloqueo.
Se ha valido además de una panoplia de
instrumentos y acciones agresivas y hostiles muy amplia, que ha incluido la
organización de una invasión mercenaria, el terrorismo de Estado (lo que el
propio gobierno estadounidense concibe como State
Sponsors of Terrorism, para designar a otros países), los atentados contra
dirigentes políticos cubanos y la amenaza –con altas y bajas según la coyuntura
internacional, pero siempre latente- de una acción militar directa y masiva
como posible respuesta a las más disímiles causas que eventualmente pudieran
utilizarse como pretextos.
El 17 de diciembre de 2014, el presidente Barack Obama anunció un cambio de política como resultado de negociaciones desarrolladas con el
gobierno cubano, consistente en el restablecimiento de relaciones diplomáticas
y el inicio de un proceso de normalización de relaciones. Este giro incluyó la
revocación de la siempre injustificada designación de Cuba como un Estado
patrocinador del terrorismo (una decisión de la mayor relevancia para la
seguridad nacional cubana) y propició un significativo incremento de los viajes
de ciudadanos estadounidenses a Cuba, así como de los intercambios y de las
interacciones cooperativas entre los gobiernos y las sociedades de ambos países
en los más diversos sectores. Durante el corto período de un poco más de dos
años que restaban al gobierno demócrata, en cinco ocasiones los departamentos
del Tesoro y de Comercio adoptaron medidas flexibilizadoras del bloqueo en
cuestiones relativas a los viajes, las remesas, el comercio, las telecomunicaciones
y los servicios financieros (Sullivan, 2018).
En un balance histórico, el cambio positivo que significó
la política desarrollada por el gobierno de Obama desde diciembre de 2014 no
debería ser subestimado, al margen de cualquier discusión sobre sus motivaciones y objetivos políticos finales. La mejor demostración de
eso son las acciones y la postura actual del gobierno de Trump hacia Cuba. El
hecho de que, como lo hizo Obama, un presidente estadounidense haya abogado por
la eliminación incondicional del bloqueo (que requiere la aprobación
congresional), así como que haya proclamado solemnemente en una directiva presidencial
que la política hacia Cuba no buscaría imponer un cambio de régimen y que
corresponde al pueblo cubano tomar sus propias decisiones sobre su futuro, no
tiene precedentes históricos, al menos en el período posterior a 1959. Aunque
se tratara de hechos declarativos, sin duda constituyeron posicionamientos de
gran trascendencia simbólica que, en términos prácticos, creaban una
restricción político-moral sobre el comportamiento de los órganos y agentes
ejecutores de la política hacia Cuba. Estos importantes avances se han perdido
con el gobierno de Trump, que ha modificado de una manera muy negativa su
relación con el gobierno cubano. En pocas palabras, con el gobierno de Trump se
ha restaurado la política de mantenimiento del bloqueo y de cambio de régimen
en Cuba, la cual no puede tener otra respuesta que la exigencia del más
irrestricto respeto a la soberanía cubana que, vale recordar, es un imperativo
constitucional[2].
En el mes de junio de 2017, el presidente Donald Trump anunció una nueva política para congelar y revertir parcialmente el proceso de
normalización de relaciones. Pero, más allá del contenido y el alcance de las
medidas concretas adoptadas, quizás lo más importante fue la manera en la que
se orquestó este anuncio, en un teatro miamense convertido en una especie de
circo romano para reoxigenar a los sectores más cavernarios, batistianos y
revanchistas de la emigración cubana y de la derecha estadounidense anticubana,
los cuales habían visto cerrarse su acceso a la Casa Blanca y que parecían
haber perdido gran parte de su capital político durante el gobierno de Obama.
Se trató de un espectáculo insultante para la gran mayoría de los cubanos, que
consagró la postura y el estilo adoptados por Trump contra Cuba desde su etapa final como candidato, en septiembre de
2016, mediante una metamorfosis camaleónica, reafirmada poco después de su
elección mediante un repudiable tweet en ocasión
del fallecimiento de Fidel Castro.
Desde el punto de vista práctico, la nueva política
anunciada por Trump incluye, entre sus aspectos más significativos, un conjunto
de regulaciones destinadas a perjudicar la economía cubana, como la prohibición
de transacciones con compañías vinculadas a instituciones militares cubanas,
según un listado emitido por el Departamento de Estado, y el incremento de las
restricciones a los viajes de ciudadanos estadounidenses a Cuba.
Pero lo más importante se produjo después, en el terreno
político-diplomático. En lo que fue presentado como una respuesta a supuestos
“ataques acústicos” que habrían afectado la salud de algunos miembros de su
personal en la Embajada de los Estados Unidos en La Habana, el Departamento de
Estado ordenó la retirada de una buena parte de dicho personal y expulsó a 15
funcionarios de la Embajada cubana en Washington, a pesar de que oficialmente
al gobierno estadounidense no le ha quedado más alternativa que reconocer que
no posee ninguna evidencia sobre algún tipo de responsabilidad del gobierno
cubano por los supuestos hechos. Estas injustificadas medidas de represalia son
coherentes con el objetivo principal de congelar y revertir en toda la medida
posible el proceso de normalización de las relaciones bilaterales, barriendo
así con cualquier impronta o legado del gobierno de Obama, lo que es un rasgo
compulsivo del gobierno de Trump, de manera general, tanto en el plano de la
política doméstica como de la política exterior. Por otra parte, estas acciones
hacen más cercana una eventual decisión de romper las relaciones diplomáticas y
propiciar así un proceso de escalamiento en el nivel de agresividad contra
Cuba.
De otro lado, esta situación ha autilimitado severamente
la labor político-diplomática y la capacidad de influencia de la Embajada
estadounidense en Cuba, en una especie de tiro en el pie para sus servicios de
inteligencia. Tal vez eso haya motivado que el flamante secretario de Estado,
Mike Pompeo, con su experiencia inmediata precedente como jefe de la CIA, señalara en su audiencia de confirmación congresional la intención de restablecer el personal diplomático en
La Habana, lo cual quedaría por verificarse.
Por otra parte, al adoptar estas medidas, el gobierno de
los estadounidense carga con toda la responsabilidad por el severo daño causado
a los servicios consulares requeridos por las personas que desean viajar a los
Estados Unidos desde Cuba, aunque es preciso reconocer que la creación de
obstáculos de todo tipo para que ciudadanos latinoamericanos y con tez más o
menos oscura viajen hacia ese país es algo que se ajusta perfectamente a las
preferencias y las concepciones marcadamente xenófobas y racistas del
presidente Trump.
La actual configuración del gobierno estadounidense, en
cuanto a las figuras que ocupan puestos claves de alto nivel y que podrían
tener una particular incidencia en la formulación y la ejecución de la política
hacia Cuba, es bastante desoladora. En el caso del propio Donald Trump, su
camaleonismo político carente de cualquier ideología estructurada y
principista, así como su vocación para los negocios, no parecerían ser per se obstáculos para un eventual
reencauzamiento de la relación bilateral en un sentido pragmático favorable a
los intereses nacionales de ambos países. Los problemas mayores están detrás o
por debajo de Trump, personificados sobre todo en el vicepresidente Mike Pence;
el Asesor de Seguridad Nacional, John Bolton; el Secretario de Estado, Mike
Pompeo; y la Embajadora en la ONU, Nikki Haley; por no mencionar a otro
conjunto de funcionarios de menor nivel de la Casa Blanca y otros departamentos
y agencias con muy negativos antecedentes en la política de los Estados Unidos
hacia América Latina y el Caribe, en general, y hacia Cuba, en particular.
Aunque formalmente fuera del poder ejecutivo, opera otro
actor clave y quizás hasta ahora el más influyente en la política hacia Cuba, el
senador Marco Rubio, secundado por otros congresistas anticubanos. Aprovechando
la visión transaccional del mundo que tiene el actual presidente
estadounidense, el senador floridano ha tenido un éxito indudable en
“secuestrar” la política hacia Cuba a cambio de un comportamiento favorable o
condescendiente hacia Trump desde su posición como miembro del Comité de
Inteligencia del Senado, en las investigaciones que acosan al presidente desde
el mismo inicio de su mandato. Rubio tuvo un protagonismo indiscutido,
reconocido explícitamente por la Casa Blanca, en la reformulación de la
política anunciada en junio del pasado año. En fecha más reciente, se dio el lujo de vetar un
seminario organizado por la unidad de investigación y
análisis de inteligencia del Departamento de Estado, porque habían sido convocados expertos que cuestionan
la actual política, situación que ha causado consternación en la comunidad académica estadounidense. Sin embargo, parecería claro que Rubio no ha logrado
obtener una buena parte de lo que pudiera ser su lista de deseos contra Cuba,
cuya meta final sería retrotraer la relación bilateral a la situación anterior
al 17 de diciembre de 2014, agudizar el conflicto y catalizar un escenario
catastrófico para la relación entre los dos países. Por ejemplo, seguramente
Rubio ha insistido en colocar a Cuba nuevamente en el listado de naciones
patrocinadoras del terrorismo y romper las relaciones diplomáticas.
De las consideraciones anteriores se desprenden dos
conclusiones principales.
Por el lado negativo, el hecho de que hoy no estemos en
el peor escenario concebible implica que existe un espacio para el ulterior
incremento de la agresividad de la política estadounidense hacia Cuba y,
consecuentemente, para un empeoramiento de las relaciones bilaterales. El nivel
de probabilidad de ocurrencia de este escenario ha aumentado con la designación
de John Bolton como Asesor de Seguridad Nacional, un halcón neoconservador que
en un pasado no lejano acusó calumniosamente a Cuba de estar fabricando armas de destrucción
masiva. La esperanza aquí, a partir
de la tradición ya establecida en el funcionamiento del gabinete de Trump, es
que Bolton dure poco en el cargo.
Por el lado más alentador, el hecho de que no se haya
producido hasta ahora el peor escenario, indica que existen poderosos factores
y fuerzas económicas, sociales y políticas operando para obstaculizar e impedir
un mayor deterioro de las relaciones bilaterales. Se trata de factores y
fuerzas que actúan tanto desde la sociedad como desde las propias estructuras y
órganos gubernamentales estadounidenses, conformando una situación más
favorable que la existente con anterioridad a la breve “primavera” de Obama con
Cuba. Por ejemplo, seguramente en la Cámara de Comercio de los Estados Unidos
no están muy contentos con la actual situación. Los intereses económicos de los
sectores agrícolas y de viajes han sido particularmente afectados. La
emigración cubana interesada en una relación normal con su país de origen, que
es una porción mayoritaria y cada vez más amplia, en determinado momento podría
llegar a tener una mayor y mejor expresión en el plano político. Ya desde el
gobierno, en los órganos especializados en temas de seguridad, inteligencia y
aplicación de la ley, que seguramente constituyeron un estamento clave para dar
luz verde a la entonces nueva política anunciada en diciembre de 2014, no deben
considerar que sea conveniente el actual curso de la política hacia Cuba, en un
momento de renovación generacional de la dirigencia política cubana y en una
coyuntura regional y mundial signada por el incremento de la actividad criminal
transnacional y el aumento de la rivalidad geopolítica entre las grandes
potencias.
Por último, cabe apuntar que la relación entre los
Estados Unidos y Cuba es ciertamente asimétrica, pero no es unidireccional.
Cuba tiene su poder “blando” e “inteligente” hacia la sociedad estadounidense
en los más diversos sectores, como la ciencia y la tecnología, la salud, el
deporte y la cultura, como se ha demostrado fehacientemente en las espléndidas
jornadas culturales realizadas en días recientes en el Kennedy Center de la
ciudad de Washington.
En la actual coyuntura, frente a las inaceptables
exigencias injerencistas del gobierno estadounidense, posiblemente el factor
que de manera más efectiva podría inducir un cambio positivo en la política
hacia Cuba se encuentra del lado cubano. Se trata del grado de éxito que puedan
tener sus autoridades en la solución de los problemas económicos del país, lo
cual pasa necesariamente por la diversificación, la intensificación y la
aceleración de sus relaciones económicas internacionales –en especial la
captación de inversión extranjera-, recreando así un proyecto de nación con desarrollo
y justicia social que siga siendo atractivo para la gran mayoría de la
población cubana, sobre todo su componente más joven. Por supuesto, todo esto
se dificulta enormemente por los efectos del bloqueo estadounidense.
Los Estados Unidos son muy poderosos, pero no son
omnipotentes. Además, constituyen una sociedad altamente compleja y diversa en
la que interactúan fuerzas e intereses contrapuestos que requieren ser
identificados y aprovechados en función de incidir a favor de la mejor relación
bilateral posible, como vecinos geográficos inmediatos. Por eso, los que desde
una posición u otra participamos o tratamos de influir de alguna manera en la
conformación de esa relación bilateral, deberíamos evitar ser prisioneros de
visiones deterministas y fatalistas, y desconfiar por definición de los
anuncios sobre la “irreversibilidad” de cualquier proceso sociopolítico. De
esta manera, suscribimos lo dicho recientemente por el nuevo presidente cubano
al recibir e intercambiar con la delegación cultural que fue a la ciudad de
Washington:
“Cuando por un lado hay un
empeño en hacer retroceder el proceso de restablecimiento de relaciones con el
cual queríamos avanzar hacia una normalización de relaciones, quedan puntos de
contacto y hay una voluntad de que si hay respeto y si hay igualdad podemos
seguir avanzando en esa construcción. Yo no creo que sea eterna la posición que
hay en estos momentos y cosas como las que ustedes asentaron en Washington (…)
pueden abrir caminos. Y yo creo que todos ustedes demostraron, además del
talento, el compromiso, y demostraron que a Cuba hay que respetarla.”[3]
Referencias:
Ponencia presentada el 31 de mayo de 2018 en el seminario
“El vecino compartido: las relaciones de Cuba y México con Estados Unidos”, organizado
por el Instituto Superior de Relaciones Internacionales “Raúl Roa García”
(ISRI) de Cuba y el Colegio de México.
[2]“(…) Las relaciones económicas, diplomáticas y políticas
con cualquier otro Estado no podrán ser jamás negociadas bajo agresión, amenaza
o coerción de una potencia extranjera.”
(Artículo 11 de la Constitución de la República de Cuba)
[3]Declaraciones en el encuentro con los artistas
participantes en la cumbre de los Pueblos, realizada en Perú, y en el Festival
de las Artes de Cuba, realizado en el Kennedy Center de Washington, D.C.
(fragmento transmitido en el Noticiero de la Televisión Cubana, el 23 de mayo de
2018)
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