No es que la OTAN entra
a Colombia, aunque en esa nación hay bases militares y destacamentos armados,
amparados al apoyo logístico de Estados Unidos y otras potencias militares del
Norte Atlántico. El asunto es que es Colombia la que entra a la OTAN lo que
significa, ni más ni menos que Colombia abandona su tradicional guiño
diplomático a los acuerdos de paz subregionales y regionales.
Jaime Delgado Rojas / AUNA-Costa Rica
La decisión del
gobierno colombiano de integrarse a la OTAN rompe con una tradición, nada
reciente en Nuestra América, de propiciar esfuerzos muy nuestros, hacia la
creación de zonas de paz. Pero además esa acción pone en alerta, o debiera, a
sus naciones vecinas, la mitad de la subregión, suscritores de tratados de
entendimiento mutuo que, como el de proscripción de armas nucleares de 1968,
crearon valiosa doctrina a nivel global.
Podríamos señalar que
los esfuerzos hacia la construcción de la paz regional datan de los orígenes
emancipatorios con los Tratados de
Unión, Liga y Confederación Perpetua suscritos por Colombia y sus vecinos entre
1822 y 1826 donde se marcaba el ideal de autodeterminación y defensa común
frente a la amenaza de las potencias europeas unidas en la Santa
Alianza: para entonces, aquel acuerdo europeo contaba con expresiones muy
sólidas en el Continente Americano: la Doctrina Monroe de 1823 y el Imperio
Brasileño de los Braganza afincado en esa colonia suramericana desde 1807.
Esos esfuerzos en
América Latina, durante el Siglo XX, tendrán el doble juego de amistad y
confianza con los vecinos del Sur, pero de posiciones ambiguas o sometimiento a
la potencia del Norte. En el panamericanismo, desde el Congreso de Washington
de 1891-93, se evidenciará esa tensión constantemente, cuyo encuentro inicial
fue analizado, en calidad de testimonio y denuncia, por José Martí.
En pleno ambiente
bélico mundial, hubo valiosas definiciones sobre cultura de paz regional: el 26
de diciembre de 1933 en Montevideo, Uruguay, en la Convención sobre la
Enseñanza de la Historia, se recomendó, entre otras, la eliminación de “los paralelos enojosos entre los personajes
históricos nacionales y extranjeros, y los comentarios y conceptos ofensivos y
deprimentes para otros países”. En coherencia se enseñaba no juzgar “con odio” o falsear “los hechos en el relato de guerras o
batallas cuyo resultado haya sido adverso”; al contrario, se pedía que
se destacara lo que “contribuya
constructivamente a la inteligencia y cooperación de los países americanos”.
Desde los años 50 del
siglo anterior y acogiendo la herencia bolivariana del periodo emancipatorio,
se generaron encuentros e instituciones regionales en las que fue común
encontrar alusiones a la paz, construcciones de zonas de paz y referencias a
una cultura de paz, en instrumentos de carácter internacional o regional.
Este fondo marcó las
retóricas de los participantes en la Conferencia de Tlatelolco de 1968, donde
se gestó una propuesta de contención y resistencia a la carrera armamentista
internacional, se creó una zona libre de armas nucleares y se estableció un
organismo de derecho internacional para la vigilancia de los acuerdos, la
OPANAL. Es notorio como esta zona, al sur del Trópico de Cáncer, se traslapaba
con la región del TIAR, el acuerdo de cooperación mutua en seguridad y
asistencia militar suscrito a nivel continental en 1947 bajo la dirección de la
política exterior norteamericana, el que, a su vez, coincide en contenido y
geografía, con la zona militar de la OTAN en la parte de Norteamérica. Los
latinoamericanos recordamos que el TIAR, aunque invocado por Argentina en el
conflicto armado con el Reino Unido en la guerra de las Malvinas (1982), no fue
atendido pues en aquella oportunidad prevaleció el interés geoestratégico de la
OTAN y la relación estrecha entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
Contenidos de cultura
de paz los encontramos en instrumentos subregionales que cuentan con la firma
colombiana en la Comunidad Andina (1989, 2002 y 2004) y en América del Sur
(2002), que conciben la paz como resultado deseable de un conflicto existente o
potencial en el que participa, al menos dos Estados.
Con la creación de la
Unión de Naciones de Sudamérica, esa idea de una zona subcontinental de paz
queda formulada en su acuerdo constitutivo en el 2008, con alusiones a contenidos
de la cultura de paz más amplios: “(…) irrestricto respeto a la soberanía,
integridad e inviolabilidad territorial de los Estados; autodeterminación de
los pueblos; solidaridad; cooperación; paz; democracia; participación ciudadana
y pluralismo; derechos humanos universales, indivisibles e interdependientes;
reducción de las asimetrías y armonía con la naturaleza para un desarrollo
sostenible.”
También
en el 2012, en Lima se respalda la “promoción en la región de una cultura de
paz basada, entre otros, en los propósitos del Tratado Constitutivo de UNASUR y
en los principios de la Declaración y Programa de Acción sobre Cultura de Paz
de las Naciones Unidas”. Dos años después, en la Cumbre de la CELAC celebrada
en La Habana, los 34 mandatarios del subcontinente suscribieron una Declaración
en la que definen esta región como Zona de Paz y donde reiteran los
acuerdos y compromisos subregionales anteriores sobre desarme nuclear, paz y
cooperación, solución pacífica de controversias, etc.
Claramente la paz, como lo enseñara Héctor Gros
Espiell, “es una aspiración universal de entrañable raíz humana (…) fundada en
una idea común a todos los miembros de la especie humana”: es un derecho
humano, aunque no haya un instrumento de derecho internacional que lo legitime.
Es notable que, casi simultáneamente, en Colombia se
legisló a favor de la cultura de paz en el 2014, en correspondencia con el art.
22 Constitucional, al igual que en Costa Rica con una ley que legitimaba el
derecho a la paz, en correspondencia con su art. 12 Constitucional y la
Declaración de Neutralidad de 1983.
El derecho a la paz es,
entonces, parte integrante de la ética jurídica y política; en tanto
solidaridad, justicia y fraternidad implica a los “otros” y supone no
simplemente tolerancia, sino respeto a las diferencias y convivialidad, en un
compromiso estatal y regional.
Sin embargo, la
realidad es terca y arrogante. No es que la OTAN entra a Colombia, aunque en
esa nación hay bases militares y destacamentos armados, amparados al apoyo
logístico de Estados Unidos y otras potencias militares del Norte Atlántico. El
asunto es que es Colombia la que entra a la OTAN lo que significa, ni más ni
menos que Colombia abandona su tradicional guiño diplomático a los acuerdos de
paz subregionales y regionales, como los de Armas Nucleares de 1968 y los más
recientes en la Comunidad Andina, UNASUR y CELAC. Significa que ahora la OTAN
tiene límites muy bien marcados con, al menos, 11 países de América Latina y se
sobreponen a los límites geográficos que se habían establecido en los acuerdos
de Tlatelolco.
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