Vivimos
tiempos que no son, en verdad, “para
acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada”, como lo
advertía José Martí siglo y tanto atrás. Y añadía entonces un precisión más
valiosa que nunca: “las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de
ideas valen más que trincheras de piedra.”
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Ver el mundo
desde nuestra batalla entre la falsa erudición y la naturaleza, no puede sino
confirmar nuestro derecho a la esperanza. Ese derecho se sustenta en los tres
pilares mayores de nuestro legado martiano, y en su corolario político. Como
nos lo enseñaran Cintio Vitier y Armando Hart, esos pilares incluyen la fe en
el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder
transformador del amor triunfante. Y su corolario está en la posibilidad de
encarar los males de este mundo con todos y para el bien de todos los que estén
dispuestos a involucrarse en esa tarea a partir de aquellos principios.
Encarar esos
males no es un mero dilema moral. Por el contrario, constituye una necesidad
política cada vez mayor. Así nos lo ha recordado recientemente Frei Betto en el
artículo que dedicara a la patología del odio en nuestras sociedades.[1]
Allí, este dominico tan franciscano, en quien se combinan de manera tan nuestra
el amor a la cultura y la opción preferencial por los pobres, nos
advierte del mal que brota de la racionalidad desgarrada en un mundo en el que
el optimismo de Montesquieu ha cedido su lugar al nihilismo de Nietzche, y la
competitividad, “exaltada por el neoliberalismo, se erigió en valor,
desbancando a la solidaridad.”
No es la primera vez que encaramos una situación así.En realidad,
hemos ingresado en la fase superior y más extrema de un proceso ya advertido
por György Lukács a mediados del siglo XX. De entonces datan sus advertencias
sobre los peligros de la transformación de la incertidumbre en miedo, y del
miedo en herramienta de control político en todos los planos de la vida social.
Hoy, dice Frei Betto, esto se expresa en una situación en la que “el
vaciamiento de las instituciones”, y la despolitización de la sociedad “hace
que la discordancia se manifieste como “vendetta” individual” en la que sólo
prevalece “la razón del poder.”
En una circunstancia tal, los grandes relatos históricos de ayer
“ceden su lugar a las pequeñas algarabías”, y todos se ven estimulados al
linchamiento virtual. Ante tal situación, advierte Frei Betto, el precepto
evangélico de amar al enemigo “no significa condescender con la injusticia,
sino abrazar la tolerancia y empeñarse en eliminar las causas que hacen que los
seres humanos actúen como monstruos cegados por el paroxismo del mal.”
En verdad,
el miedo – emoción primigenia por naturaleza - es la fuente de todo lo que es
malo en el desarrollo de nuestra especie, como del amor proviene todo lo que es
bueno. Al miedo que genera su propia decadencia proviene la resistencia
conservadora a la posibilidad de cambios progresivos que emerge de la crisis
global. De eso trató Lukács en su libro El
Asalto a la Razón, dedicado en 1952 a la formación de las bases ideólogicas
y culturales del nacionalsocialismo alemán. Allí dice el autor que ese miedo
alimenta una tendencia constante y creciente a rechazar a la razón misma y
buscarle sustituto en la creación de mitos y el culto a la voluntad guiada por
la intuición.
Se atribuye
a Sun Tzu haber definido a la victoria como el control del equilibrio. Hoy, en
el centro mismo del sistema mundial, una sociedad desgarrada por sus
contradicciones internas ingresa en una fase de su historia en la que se
desgaja de todo instrumento de equilibrio en las relaciones internacionales -
como el acuerdo París sobre Cambio Climático, el Tratado Transpacífico para
crear un mercado común en esa región, y ahora del acuerdo para la prevención
del desarrollo de armamento nuclear por Irán -, y pasa a ser percibida como un
factor de riesgo por sus propios aliados principales.
Todo ello
se sustenta en el mito de una grandeza perdida que se desea recuperar. En
términos reales, ese mito podría referirse a dos breves posguerras que
desembocaron en el caos: la primera, que desembocó en la crisis de 1929, y la
segunda, que llevó al ciclo revolucionario de 1968. De entonces acá, la
tendencia al desorden en las relaciones internacionales ha sido una constante
que hoy alcanza niveles sin precedentes, agravados por un estado de negación
que cuenta entre sus primeras víctimas precisamente a quienes más se empeñan en
promoverlo.
Vivimos
tiempos que no son, en verdad, “para acostarse con el
pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada”, como lo advertía José
Martí siglo y tanto atrás. Y añadía entonces un precisión más valiosa que
nunca: “las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen
más que trincheras de piedra.”[2]
La razón, en efecto, está bajo asalto otra vez. Necesitamos, como nunca, esas
trincheras de ideas.
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