El
neoliberalismo, que llegó a Argentina de la mano de Martínez de Hoz y una feroz
dictadura asesina y fue continuado por todas las administraciones posteriores,
es una expresión –despiadada, sin dudas– de esa “sociedad existente”. ¿Nos
atrevemos a establecer una nueva? ¿Cuándo empezamos?
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra
América
Desde Ciudad de Guatemala
De la riqueza a la pobreza
El
economista ruso-estadounidense Simon Kuznets, ganador del Premio Nobel de Economía en 1971, dijo alguna vez que existen cuatro categorías de
países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. ¿Por qué
estos dos últimos? El caso del país asiático, porque constituye un verdadero
“milagro”: habiendo sido prácticamente destruido durante la Segunda Guerra
Mundial –con el agregado de dos bombas atómicas sobre su población civil– en
pocos años resurgió monumentalmente, transformándose en un par de décadas en la
segunda economía mundial. El caso de Argentina, por el contrario, es también
digno de estudio (la “paradoja” argentina, pudo llamársele): ¿cómo fue posible
que una sociedad próspera, con elevados índices de lo que hoy llamaríamos
“desarrollo humano”, con abundantes tierras fértiles, numerosos recursos
hídricos, petróleo, un enorme litoral atlántico y un parque industrial
considerable, que para la primera mitad del siglo XX tenía una pujanza mayor
que Canadá, Australia o España, en unos años pudiera descender tanto,
convirtiendo a uno de cada tres de sus habitantes en pobres? ¿Cómo fue posible
eso? ¿Cómo se pudo llegar a esa patética realidad donde buena parte de su
juventud piensa que la única salida que tiene el país… es Ezeiza? (el
aeropuerto internacional).
Hacia
1913 Argentina era el décimo país del mundo con mayores ingresos per capita. Con el proceso de
sustitución de importaciones, que en realidad empezó antes de la primera
presidencia de Juan Domingo Perón, pero que durante su mandato se acrecentó
poderosamente, la capacidad industrial argentina fue creciendo en forma exponencial
en la primera mitad del siglo pasado. El valor agregado de la producción
manufacturera superó al de la agricultura por primera vez en 1943.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa estaba
destrozada y comenzaba su lento proceso de recuperación con la inyección del
Plan Marshall estadounidense, Argentina rebosaba de divisas, siendo la décima
economía mundial. El desarrollismo, como teoría económico-político-social que
encontró en Raúl Prebisch su principal mentor, marcó la época, llevando la
industrialización a niveles insospechados.
A
partir del empuje que recibe la industria nacional durante el gobierno
peronista, para finales de la década de los 50 el país aportaba la mitad de
todo el Producto Interno Bruto –PIB– de Latinoamérica. Además de las
tradicionales exportaciones de cereales y carne vacuna, la industria argentina
marcaba época. La producción global era el doble de la de su vecino Brasil.
Junto a ese dinamismo, la sociedad en su conjunto tenía un nivel comparativamente
muy alto con otros países de la región. Los salarios eran los mejores de todo
el sub-continente, y la clase trabajadora –urbana y rural– estaba
sindicalizada, gozando de importantes beneficios.
La
pobreza nunca superaba el 10% de la población, y la participación de los
salarios de los trabajadores en la riqueza nacional rondaba el 50%. Había
considerables desarrollos, tanto científico-técnicos como culturales en su
sentido más amplio. Hacia 1950 Argentina se encontraba entre los tres países
más avanzados en el aprovechamiento del gas natural, junto con Estados Unidos y
la Unión Soviética. En 1947 se construye en el país el primer avión a reacción
de toda Latinoamérica, noveno en su tipo en todo el mundo: el Pulqui I. Para
mediados de siglo Argentina fue pionera en todo el Tercer Mundo en
investigación nuclear: en 1958 entra en operaciones el primer reactor de su
tipo en toda América Latina, y en 1968 se comienza a construir la primera usina
atómica de la región: Atucha, que se inaugura en 1974.
Para 1958
en Argentina se encontraba la empresa industrial más grande de Latinoamérica:
Siam, con más de 9.000 trabajadores, con una muy importante producción de
manufacturas varias. En 1955, el país contaba con una reserva de 371 millones
de dólares, pasando a ser acreedor. Todo este desarrollo se traduce en un
considerable bienestar general, con servicios públicos de calidad: educación
universal gratuita que termina con el analfabetismo, y un sistema de salud
pública y de seguridad social de gran vuelo.
La producción
científica y cultural también alcanza altas cotas: tres Premios Nobel en
Ciencia, una gran industria editorial, discográfica y cinematográfica que marca
rumbo en el continente, masivo acceso a la educación (el país más lector de la
región, por ejemplo). Para la década de los 60, el 40% de la población podía
considerarse de clase media, con importantes cuotas de consumo y con
indicadores socioeconómicos inhallables en otros países latinoamericanos, más
cercanos al perfil de un país europeo con desarrollo medio.
Pero
algo pasó. Todo ese nivel de bienestar se vino abajo. Ese histórico índice de
pobreza siempre bajo, hoy día trepó a niveles exagerados. En estos momentos,
año 2018, 35%
de la población se considera pobre a nivel nacional, mientras que en algunas
provincias esa cifra supera el 50%. El salario mínimo actual cubre solo el 45%
de la canasta básica, y las jubilaciones son vergonzosas, pues no permiten
pasar la primera quincena. Como cosa inédita en un país que siempre fue
productor neto de alimentos (carne vacuna y cereales en cantidad, el “país de
las vacas”), actualmente la desnutrición infantil es de más del 20%. La
desocupación se ubica en el 7,6% de la Población Económicamente Activa, y a
nivel global Argentina descendió a ser la tercera economía en Latinoamérica
–detrás de Brasil, que presenta un PIB cuatro veces mayor, y de México–
habiendo caído al 26° lugar a nivel mundial.
Solo para ejemplificar
el fenómeno en juego: en el corto período de cuatro años que va de 1999 a 2002,
el PIB decreció en más de 20%. Por otro lado, el ingreso per capita del año 2004 fue aproximadamente el mismo que el de
1974. Pero –y esto es lo importante a remarcar– el nivel de población en
situación de pobreza fue mucho mayor en el 2004, lo que refleja una creciente
desigualdad en la distribución del ingreso en el país.
Paisajes sociales impensables décadas
atrás, hoy hacen parte de la cotidianeidad argentina: población precarizada,
cinturones de pobreza (villas miserias) por doquier, ejércitos de vendedores ambulantes
informales, niños de la calle, delincuencia callejera a niveles alarmantes y
desconocidos anteriormente, consumo de drogas generalizado. Aunque Raúl
Alfonsín pregonaba a los cuatro vientos durante su campaña presidencial en 1983
que “con la democracia se come, se cura y
se educa”, la obstinada realidad enseña que el hambre, la reaparición de
enfermedades endémicas otrora superadas y la deserción escolar, hoy son una
constante en Argentina. En el “país de las vacas” no fueron pocas las veces en
que la población, desesperada, saqueó un zoológico para comer algo de carne
roja.
¿Qué pasó? ¿Cómo se dio esta paradoja?
¿Cómo fue posible que, de ser un territorio libre de analfabetismo, donde un
tercio de la población tenía vivienda propia y la clase trabajadora mostraba
una organización sindical envidiable, hoy día Argentina no pueda salir de su
marasmo?
Las consecuencias de esta caída fueron
estrepitosas: el aumento en el consumo de sustancias psicoactivas es un
elocuente índice (¿por qué huir de la realidad si todo anduviera bien?). En
estos últimos años Argentina tuvo indicadores trágicos: uno de los primeros
lugares, a nivel mundial, en suicidios y en disfunción eréctil.
Definitivamente, todo se vino abajo. ¿Cómo entenderlo?
¿Qué
pasó?
Dejando de lado explicaciones
superficiales (¿supuesta “vocación” al fracaso de los argentinos?), la
apelación a “los malos gobernantes” es el expediente más sencillo. Pero allí
radica un enorme peligro en términos ideológicos: además de ser una mirada banal,
se juega un prejuicio cuestionable. La marcha de las sociedades, y menos aún
hoy día en estas “democracias” capitalistas, no está fijada en modo alguno por
las administraciones de turno, por el presidente y sus ministros, ni por las
legislaturas. En último análisis, podría decirse que los equipos gobernantes
son meros administradores, meros gerentes que fijan (a medias) las políticas
públicas. Los verdaderos actores que establecen los carriles por donde transita
la humanidad son poderes mucho más omnímodos. Hoy día –y evidenciar esto es la
intención del presente escrito– esos poderes van infinitamente mucho más allá
de los Estados nacionales: la arquitectura del mundo, cada vez más, está dada
por monumentales capitales globales. Capitales que deciden qué y cómo se
consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en el mundo y qué debe
producir cada país. ¿Por qué hoy día Argentina, de nación autosuficiente donde
no se compraba prácticamente nada en el extranjero –salvo productos de lujo
prescindibles en la economía cotidiana– pasó a ser un monoproductor de soja
transgénica, inundado de producción industrial externa, con una población
empobrecida? ¿Quién fijó eso: los presidentes de turno?
“Argentina,
para los años 70, consumía demasiado petróleo. Cada familia quería tener un
automóvil… ¡y eso es mucho!”, dijo ya entrado el siglo XXI un funcionario
estadounidense de la USAID* explicando la “necesidad” de imponer
planes de austeridad en el país. Mucho consumo de petróleo, pero ¿para quién?
Eso hace recordar aquella famosa frase de Henry Kissinger: “Controla el petróleo y
controlarás a las naciones; controla los alimentos y controlarás a la gente”.
Insistamos en la fórmula: capitales
que deciden qué y cómo se consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en
el mundo y qué debe producir cada país.
Desde hace unas cuatro décadas, esos
mega-capitales han impuesto unas políticas específicas que se han conocido como
“neoliberalismo”. Son esas políticas, establecidas por grandes centros de poder
con capacidad de incidencia global, las que hicieron de Argentina lo que es
actualmente. Los gobernantes de turno han navegado en medio de esas
imposiciones, sin ser ellos directamente los responsables de la actual
monumental debacle.
Con la dictadura impuesta el 24 de marzo
de 1976, bajo la dirección del general Jorge Rafael Videla, el verdadero
personaje fuerte que empezó imponiendo esas políticas neoliberales fue el
entonces ministro de economía, José Alfredo Martínez de Hoz, conspicuo miembro
de la oligarquía nacional, formado en la Universidad de Cambridge, Estados
Unidos, y ligado directamente a las ideas neoliberales en boga. “Siento gran respeto y admiración por
Martínez de Hoz. Esto proviene no sólo de una larga amistad entre nosotros, a
pesar de las distancias geográficas que nos separan, sino de la creatividad y
rigor de su desempeño en el plano económico. [...] Pocos como él tuvieron la valentía de informar en Estados Unidos que el
problema de Argentina anterior a su gestión radicaba en la promoción de una
excesiva intervención estatal en la economía y en el sobredimensionamiento de
las funciones del Estado, que indebidamente ponían sobre las espaldas del país
el costo social de la acción”, dijo el magnate estadounidense David Rockefeller refiriéndose a su persona en 1978.
Fueron esas políticas específicas las que
comenzaron con el terrorífico deterioro argentino. Con los planes neoliberales
que dirigió Martínez de Hoz –asentados en 30.000 desaparecidos, campos de concentración
clandestinos y picanas eléctricas a la orden del día– Argentina vio naufragar
su industria nacional. Miles de pequeñas y medianas empresas quebraron debido a
las reducciones arancelarias que permitieron una invasión de mercadería
extranjera, con la consecuente pauperización de enormes masas de trabajadores
que fueron quedando desocupados. El cinturón industrial Rosario-San Nicolás,
donde se asentaba buena parte de un muy desarrollado parque productivo, con dos
grandes acerías incluidas y una pujante industria petroquímica, alcanzó cotas
de desempleo únicas en el mundo, con más del 30% de la PEA sin salario. Para
el año 1980 la producción industrial había reducido un 10% su aporte al PIB, y en algunas ramas, como la textil, la
caída había superado el 15%.
Esas políticas de desfinanciamiento del
país en beneficio de centros de poder externo dieron como resultado un
crecimiento exponencial de la deuda externa. La misma creció de 7.875
millones de dólares, al finalizar 1975, a 45.087 millones de dólares en 1983.
Ello trajo como resultado la sujeción inmediata de Argentina a los organismos
crediticios internacionales, hipotecando por largas décadas su futuro. La
situación de los trabajadores asalariados fue de empobrecimiento acelerado: la
participación del salario en el PIB, que para 1975 era de un 43%, en un par de
años se redujo al 25%. El nivel de vida, naturalmente, cayó en forma
estrepitosa. Pero la situación deja ver el trasfondo de esas políticas: si bien
los salarios pasaron a ser miserables, tener un trabajo fijo en esas
condiciones dominantes era ya un lujo. Por tanto, la consigna para todo
trabajador pasó a ser cuidar como el bien más preciado su sacrosanto puesto de
trabajo. Consecuencia obligada: “No
meterse en nada”, eufemismo por decir: olvidarse de toda actitud crítica,
no protestar, no organizarse. Las desapariciones forzadas de personas (el
temible Ford Falcon verde con varios sujetos armados a bordo) eran el siniestro
recordatorio.
Está claro que esas políticas, fijadas
desde los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, marcan el rumbo, tanto en Argentina como en
todos los países latinoamericanos, e incluso de todo el orbe. Los presidentes
de turno, con distintas características y estilos personales, no son más que
buenos colegiales a los que se les obliga a hacer la tarea. Los presidentes de
los Bancos Centrales, por otro lado –con relación directa con esos organismos
crediticios– pasaron a tener mayores cuotas de poder que los propios
mandatarios. De hecho, hacia finales de la dictadura militar, en septiembre de
1982, el por ese entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo,
seguidor a ultranza de las recetas neoliberales (formado en Harvard, Estados
Unidos), estatizó 17.000 millones de dólares de deuda externa privada,
transformándola en deuda pública. Entre otras empresas beneficiadas con esas
medidas está el Grupo Macri, de donde proviene el actual presidente. En otros
términos: se socializan las pérdidas (empobrecimiento de las mayorías
populares) mientras que se privatizan las ganancias (de grandes grupos
económicos, nacionales y extranjeros). El Estado no sirve, según la prédica
neoliberal. Pero sí sirve para salvar a la empresa privada en dificultades,
fenómeno que se dio en numerosos países, como se verá más adelante.
Está claro, entonces, que el actual
deterioro de Argentina no fue “culpa” de algún funcionario público en especial,
de la corrupción de algún político venal o de desacertadas decisiones de un
ministro de Economía, del “corralito” de Fernando de la Rúa o del malhadado
destino. Es algo estructural, y hay que leerlo en clave histórica. Las
“relaciones carnales” de Carlos Menem fueron más vergonzosas que los intentos
socialdemócratas (engañosos) de Néstor Kirchner* o de
Cristina Fernández, pero todos, indefectiblemente, se vieron constreñidos a
seguir reglas de juego que no fijaron, que les fueron impuestas. Y, preciso es
decirlo, con estos últimos dos mandatarios, si bien hubo una relativa mejoría
en la situación de la pauperizada clase trabajadora –merced a programas
asistenciales en muy buena medida– la transformación del país (de industrial en
agrícola) es un proceso que no depende de decisiones tomadas en la Casa Rosada.
Si “es mucho el petróleo que consumen los
argentinos”, eso no lo decidió ningún ciudadano argentino. La pobreza
actual (1 de cada 3 argentinos es pobre) tiene causas mucho más concretas y
profundas que la “mala suerte” o que la corruptela de algún ministro o
legislador.
Las políticas neoliberales que hace años
marcan el ritmo del planeta tienen como objetivo, en definitiva, repartir el
mundo de una forma donde los habitantes del Sur no cuentan en la toma de esa
decisión. La agenda oculta pareciera ser tener postrada a la población mayoritaria
en beneficio de unos pocos, muy pocos grandes centros decisorios.
¿Qué
es, entonces, el neoliberalismo?
Lo que hoy día
conocemos como “neoliberalismo”, siempre asociado a la idea de globalización,
es una forma que el sistema capitalista adquirió entre los años 70 y 80 del
siglo pasado, surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que
retoma la iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que
había ido perdiendo a través de décadas de avance popular. Recuérdese que los
años 60/70 marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con
distintas expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales
combativas hasta movimientos campesinos organizados, el desarrollo de
guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un ala progresista
de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción
preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento
hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente
inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional en
África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación
sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un
espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que
para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en
sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre
sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo,
China, Vietnam, Corea del Norte, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, muchos países
africanos de reciente liberación, etc.).
Ante todo esto, para el
sistema capitalista dominante entendido como unidad global y monolítica, más
allá de diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de
alarma. El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. Los
Documentos de Santa Fe*
(elaborados por los más ultraderechistas tanques de pensamiento neoconservador
estadounidenses) son el complemento político para América Latina de la
arquitectura económica que fija el neoliberalismo. De hecho, la primera
experiencia neoliberal como tal –en alguna medida: laboratorio para lo que
vendrá después– tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura
latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de ahí, el
modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las
naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald
Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que
enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala
planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek,
Ludwig von Mises (la llamada Escuela de Viena) y lo que luego se conocerá como
la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus
acólitos Chicago Boys, reflotan y
llevan a un grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este
nuevo liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco
y decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa,
aquellos que inspiraron a Marx en su lectura crítica del capitalismo: Adam
Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto
en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo
drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la
renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de
privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de
bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo
como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial
de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores
varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es
elocuente al respecto lo expresado por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher,
para resumir esta nueva perspectiva: “No
hay alternativa”. Dicho de otro modo: “O
capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde
donde se impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos
crediticios de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial, instancias financieras manejadas por los grandes capitales
corporativos de unos pocos países centrales, Estados Unidos fundamentalmente.
Desde ahí se fijaron las recetas neoliberales que prácticamente la casi
totalidad de países del mundo debieron impulsar estas últimas décadas. Y por
supuesto, no para beneficio de las grandes mayorías populares sino para
provecho de esos pocos capitales transnacionales.
Las dos tareas
mencionadas (acumulación de riquezas y freno de la protesta popular) se han
venido cumpliendo a la perfección en estas últimas cuatro décadas. La
acumulación de riquezas de los más acaudalados se llevó a niveles descomunales.
A partir de ello, hoy día 500 corporaciones multinacionales globales manejan
prácticamente la economía mundial, con fracturaciones que se miden por decenas
o centenas de miles de millones de dólares (una sola empresa con más renta que
el PIB total de muchos países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas
cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe
en un Boeing 747, en su gran mayoría de origen estadounidense– supera el
ingreso anual combinado de naciones en las que vive el 45% de la población
mundial. En otros términos: la polarización económico-social se llevó a
extremos que nunca antes había conocido el capitalismo, surgido con los ideales
(perversamente engañosos) de “libertad, igualdad y fraternidad”. Esa
acumulación fabulosa de riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento
mayúsculo de las grandes mayorías.
Ese fabuloso
acrecentamiento de riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la
comunicación que convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando
distancias y homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando
tradiciones locales de un modo impiadoso. El internet fue su ícono por
antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como producto de una ilusión
mediática que así lo presenta, esa nueva forma de capitalismo despiadado que se
erigió contra el alza de las luchas populares de décadas anteriores, suele
estar asociado a la mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama
globalización, y siempre de la mano de las nuevas tecnologías de la
comunicación y la información. Pero ese fenómeno no es nuevo. “La tarea específica de la sociedad burguesa
es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo,
esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos
presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización no
comenzó con la caída del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se
arguye, cuando el “mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino la madrugada
del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave
insignia de la expedición de Cristóbal Colón.
La otra faceta del
neoliberalismo: la neutralización de todo tipo de protesta popular
anti-sistémica, igualmente se llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina
los planes neoliberales se asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas
que prepararon el terreno. Fueron gobiernos civiles, llamados “democracias”,
las que profundizaron las recetas fondomonetaristas y privatistas (Carlos Menem
en Argentina, por ejemplo, o Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Salinas
de Gortari en México, Collor de Melo en Brasil,
Virgilio Barco en Colombia, Álvaro Arzú en Guatemala, etc.), sobre
montañas de cadáveres y ríos de sangre que les antecedieron. En el llamado
Primer Mundo, esas políticas se impusieron también a sangre y fuego, pero sin
la necesidad de dictaduras militares previas. El resultado fue similar en todo
el mundo: los sindicatos obreros fueron cooptados, la ideología conservadora
fue imponiéndose, y toda forma de descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado que no debía
volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en la
Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso “socialismo de
mercado” en la República Popular China), Cuba y Norcorea fueron prácticamente
los únicos baluartes que permanecieron fieles al ideario socialista. Y así les
fue. En Cuba, el capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el
penoso “período especial”, y en Corea del Norte se le llevó a un tremendo nivel
de asfixia que forzó al gobierno coreano a emprender su militarización nuclear
como único modo de sobrevivencia. Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas
políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para ser más explícito,
sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata de las ideas
keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta
social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a
ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el
nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte.
En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la desaparición
forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para estos planes, de
los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, siguen
sufriendo hoy las consecuencias. Eso explica la pobreza y la precarización
actual de Argentina (segundo país en Latinoamérica –30.000–, tras Guatemala
–45.000–, en personas desparecidas previas a los planes neoliberales).
Estas recetas de
entronización absoluta del libre mercado se complementan necesariamente con el
achicamiento / desmantelamiento de los Estados nacionales: todas las empresas
públicas son privatizadas, la inversión social se reduce a porcentajes ínfimos
y la prédica constante, que termina por hacerse una verdad (“Una mentira repetida mil veces termina
convirtiéndose en una verdad” enseñó Joseph Goebbels, ministro de
Propaganda nazi) hace del Estado un “paquidermo inservible, corrupto,
disfuncional”. Esa ideología, esas prácticas concretas de ajuste estructural,
las vemos recorriendo todo el mundo. En Argentina, como no podía ser de otro
modo, también terminaron afianzándose, siendo la piedra angular de todos los
gobiernos. Desde la implementación de los primeros planteos neoliberales en
1976, con Martínez de Hoz, pasando por todas las administraciones hasta la
actual de Mauricio Macri (¡todas!, sin excepción), el neoliberalismo ha marcado
el rumbo. Por eso –y no por ninguna otra cosa– el país presenta el estado
calamitoso actual, con proliferación de “cirujas” y villas miseria, junto a ghettos ultra refinados para los que “se
salvaron”.
El neoliberalismo,
digámoslo claramente, es una expresión determinada del sistema capitalista, de
ese modo de producción en un momento de su desarrollo histórico, con capitales
monopolistas y transnacionalizados en su actual fase de imperialismo guerrerista.
Ese sistema –nunca está de más recordarlo– se fundamenta en la explotación del
trabajador a partir de la propiedad privada de los medios de producción, no
importando la forma que ese trabajo asuma: proletariado industrial urbano,
proletariado agrícola –incluso si se trata de trabajadores estacionales–,
productores intelectuales, trabajo hogareño no remunerado, habitualmente
desarrollado por mujeres amas de casa. El corazón del problema está en la
plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado por los dueños de los medios de
producción bajo la forma de renta, de ganancia, sean ellos industriales,
terratenientes o banqueros. Ese es el verdadero problema a enfrentar.
Todo esto remite a la
pregunta sobre cómo se estructura verdaderamente el sistema capitalista actual.
Está claro que quien manda, quien pone las condiciones y fija las líneas a
largo plazo, son estos capitales globales, financieros en muy buena medida, que
establecen las vías por donde habrá de circular la población del planeta. Esos
megacapitales realmente no tienen patria. Los Estados nacionales modernos
conformados con el triunfo de la sociedad burguesa sobre el feudalismo medieval
en Europa, y luego replicados en todas partes del orbe, ya no les son
funcionales ni necesarios. El capitalismo globalizado actual no se maneja desde
las casas de gobierno. La Casa Blanca, representación por antonomasia del poder
mundial (con acceso a uno de los dos botones nucleares más poderosos del
planeta) no es la que realmente decide por dónde van las estrategias.
Extremando las cosas, el presidente de la primera potencia mundial es un
operador de esos grandes capitales, donde el complejo militar-industrial juega
un papel de primera importancia, así como las compañías petroleras. Si ese
presidente de turno no le quiere escuchar a esas megaempresas, puede terminar
con un balazo en la cabeza, como le pasó a John Kennedy. ¿A quién pertenece,
por ejemplo, la empresa automotriz más grande del orbe actualmente, el gigante
Daimler-Chrysler? A los accionistas, que pueden ser tanto estadounidenses como
alemanes…, o de cualquier parte del mundo (¿quién sabe realmente la composición
de esos capitales? ¿Podrán tener ahí acciones el Vaticano, o algún cartel de la
droga? ¿Por qué no?) Los dueños del capital no tienen color de bandera: su
único himno nacional es el billete de banco, que se tiñe de rojo (sangre)
cuando alguien se les opone. El Plan Marshall posterior a la Segunda Guerra
Mundial buscó justamente eso: internacionalizar los capitales para evitar
nuevas confrontaciones bélicas entre los países centrales.
Hay tantas armas y
tantas guerras en el mundo, en casi todos los casos impulsadas desde
Washington, porque ese entramado industrial necesita realizar su plusvalía, no
descender su tasa de ganancia. ¿Quién decide las guerras entonces: los
gobiernos, o los poderes que le hablan al oído (dándole órdenes)? ¿Por qué el
gobierno argentino compró recientemente con Macri en la presidencia 64
helicópteros de alta tecnología militar, 182 tanquetas y 36 aviones de guerra a
proveedores estadounidenses, incluso modelos de cazas similares a los que ya se
producen en el país? ¿Quién decide eso? ¿Se tomará la decisión en Buenos Aires?
No parece posible.
Del mismo modo: existe
una cantidad insufrible de vehículos automotores circulando por el globo
impulsados por motores de combustión interna que necesitan derivados del
petróleo; sabido es que a) se podrían reemplazar tantos vehículos particulares
por transporte público de pasajeros para hacer más amigable la circulación y, fundamentalmente,
b) se podría prescindir de los motores alimentados por sub-productos del oro
negro reemplazándolos por otros menos contaminantes: agua, energía solar,
electricidad. Todo ello, sin embargo, no pasa. ¿Quién lo decide: los gobiernos
o las megaempresas productoras de petróleo y/o de vehículos? (que le hablan al
oído y les dan órdenes a esas administraciones). Los ejemplos podrían
multiplicarse bastante abundantemente. La salud de la población mundial se
beneficiaría infinitamente más con atención primaria que con la profusión
monumental de medicamentos que llegan al mercado; los ministros de salud lo
saben. ¿Quién decide que eso así suceda: los gobiernos o las mega-empresas
farmacéuticas? Con la producción de transgénicos se podría acabar con el hambre
en el mundo; cualquier gobierno lo sabe, pero ello no sucede. ¿Quién decide
eso? Y ni qué decir del capital financiero global: ¿son necesarios esos
paraísos fiscales donde, a velocidad de la luz, se mueven cifras astronómicas
de dinero virtual? ¿A quién beneficia eso? Obviamente, no a la población. Pero
cuando quiebran esos gigantes, son los Estados (con fondos públicos,
obviamente) los que los socorren, cosa que no sucede cuando los trabajadores
pierden su empleo, por ejemplo.
Esos megacapitales, que
cuando tienen traspiés son asistidos por ese mismo Estado que tanto critican
desde su visión neoliberal (por ejemplo, el fabricante de vehículos General
Motors, o la gran banca, como sucedió con el Bank of America, o el Citigroup, o
el JP Morgan, todos en Estados Unidos, o el Lloyds Bank en Gran Bretaña, o el
Deutsche Bank en Alemania), son los que conducen finalmente las políticas
mundiales. Obviamente la humanidad no necesita ni tantas armas ni guerras, ni
tantos medicamentos ni tantos automotores circulando, ni la infinita variedad
de productos prescindibles que deben reciclarse de continuo; si eso se da
generando el cambio climático –eufemismo moderado por no decir catástrofe
medioambiental por la sobreexplotación de recursos–, y gobiernos como los de
Washington o los de la Unión Europea lo avalan, es porque el complejo de
mega-empresas globales lo imponen.
En esta nueva fase del
capitalismo iniciada entre los 70 y 80 del siglo pasado, la globalización
neoliberal encontró que es más fácil producir fuera de los países del Norte,
trasladando su parque industrial al Sur, pues allí la mano de obra es mucho más
barata y desorganizada, se pueden evitar impuestos y las regulaciones
medioambientales son mucho más laxas o inexistentes. Es por eso que llegan call centers a la Argentina, no por otra
cosa. Esa globalización de la producción para un mercado igualmente global (lo
que ya entreveía Marx a mediados del siglo XIX), que tomó su forma acabada
desde fines del siglo XX con tecnologías que eliminan distancias, llegó para
quedarse. Sin dudas, a lo interno de los países metropolitanos (Estados Unidos,
Unión Europea, Japón), esa nueva recomposición del capital provocó severos
daños a la clase trabajadora, aumentando en forma creciente su desocupación, lo
que permitió recortar el precio de la mano de obra –congelamiento de salarios y
de beneficios varios–. Eso es lo que produjo hace un par de años el notorio
descontento de británicos y estadounidenses, que ante una elección determinada
(el referéndum para ver si el Reino Unido de Gran Bretaña permanecía o no en la
Unión Europea, la última elección presidencial en Estados Unidos ganada por
Donald Trump) dijeron no a esas políticas. Pero eso en modo alguno significa
que el neoliberalismo está en vías de extinción, como más de alguno triunfal (o
irresponsablemente) ha anunciado o pretendido ver.
Neoliberalismo
y lucha de clases
Las actuales políticas
neoliberales impulsadas por los organismos crediticios internacionales y
puestas en práctica mansamente por los distintos gobiernos nacionales (en
Argentina también: todos los gobiernos, sin excepción, aunque en la era
Kirchner se manipuló la ilusión que el país se desentendía de la deuda con los
bancos mundiales), son responsables del empobrecimiento acelerado de la clase
trabajadora y de la nueva arquitectura global que reduce Argentina a proveedor
de materias primas. Dichas políticas, entonces, deben entenderse como una nueva
expresión, corregida y aumentada, de la nunca jamás terminada lucha de clases,
un elemento que intenta domesticar a la clase oprimida, doblegarla, ponerla de
rodillas, en beneficio de la clase burguesa global, de esos megacapitales que
manejan el mundo.
Si el discurso triunfal
de la derecha intentó hacernos creer estos años que la lucha de clases había
sido superada (¿?), el neoliberalismo mismo es una forma de negar eso, sin
saberlo explícitamente. De Marx (con
x) se nos dijo que pasábamos a marc’s:
métodos alternativos de resolución de conflictos. ¿Qué “método alternativo”
existe para “superar” la explotación? ¿La negociación? ¿Nos lo podremos creer?
Se negocia algo, superficial, tolerable por el sistema (un aguinaldo, o dos, o
cuatro), pero si el reclamo sube de tono (expropiación, reforma agraria), ahí
están los campos de concentración, las picanas eléctricas, las fosas
clandestinas. ¡No olvidarlo nunca! Quienes a veces lo olvidamos somos los que
pertenecemos al campo popular, pues nos lo hacen olvidar con sobredosis de
fútbol, o con las nuevas iglesias neopentecostales que invadieron
Latinoamérica, y también Argentina. Pero la clase dominante no lo olvida ni por
un instante. La lucha de clases sigue tan al rojo vivo como siempre. Si alguien
tiene memoria histórica, es la clase dirigente (porque tiene mucho que perder.
En el campo popular, perderemos nuestras cadenas. Y eso de vivir encadenados,
mejor ni saberlo, según la ideología dominante).
Esta nueva cara del
capitalismo, que dejó atrás de una vez el keynesianismo con su Estado
benefactor, ahora polariza de un modo patético las diferencias sociales. Pero
no solo acumula de un modo grotesco: sirve, además, para mantener el sistema de
un modo más eficaz que con las peores armas, con la tortura o con la
desaparición forzada de personas. El neoliberalismo golpea en el corazón mismo
de la relación capital-trabajo, haciendo del trabajador un ser absolutamente
indemne, precario, mucho más que en los albores del capitalismo, cuando la
lucha sindical aún era verdadera y honesta. Se precarizaron las condiciones de
trabajo a tal nivel de humillación que eso sirve mucho más que cualquier arma
para maniatar a la clase trabajadora. Y los sindicatos pasaron a ser algo
absolutamente inservible para la clase trabajadora, total –y vergonzosamente–
cooptados por la ideología conservadora, transformándolos en entes burocráticos
y desmovilizadores.
En ese sentido pueden
entenderse las actuales políticas privatistas e hiper liberales (transformando
al mercado en un nuevo dios) como el más eficiente antídoto contra la
organización de los trabajadores. Ahora no se les reprime con cachiporras o con
balas: se les niega la posibilidad de trabajar, se fragilizan y empobrecen sus
condiciones de contratación. Eso desarma, desarticula e inmoviliza mucho más
que un ejército de ocupación con armas de alta tecnología. Tan efectivo para
acallar la protesta como el Ford Falcon verde es la precarización laboral.
Si a mediados del siglo
XIX el fantasma que recorría Europa (atemorizando a la clase propietaria) era
el comunismo, hoy, con las políticas ultraconservadoras inspiradas en Milton
Friedman y Friedrich von Hayeck, ese fantasma aterroriza a la clase
trabajadora, y es la desocupación.
De acuerdo a datos proporcionados a fines del 2016
por la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, nada sospechosa de
marxista precisamente, 2.000 millones de personas en el mundo (es decir: dos
tercios del total de trabajadores de todo el planeta) carecen de contrato
laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se les permite estar
sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones laborales, sujetos a
todo tipo de vejámenes. Eso, valga aclararlo, rige para una cantidad enorme de trabajadores
y trabajadoras, desde un obrero agrícola estacional hasta un profesor
universitario (aunque se le llame “Licenciado” o “Doctor”), desde el personal
doméstico a un consultor de la Organización de Naciones Unidas. La precariedad
laboral barre el planeta. Argentina, por cierto, no escapa a las generales de
la ley. Tener un título universitario no es garantía de absolutamente nada (por
eso, patéticamente, para muchos jóvenes la única salida del país sigue siendo
Ezeiza…).
Junto a lo anterior, 200 millones de personas a lo
largo del mundo no tienen trabajo, siendo los jóvenes los más golpeados en
esto. Para muy buena cantidad de desocupados, jóvenes en particular, marchar
hacia el “sueño dorado” de algún presunto paraíso (Estados Unidos para los latinoamericanos,
Europa para los africanos, Japón o Australia para muchos asiáticos o
provenientes de Oceanía) es la única salida, que muchas veces termina
transformándose en una trampa mortal.
La precarización que permitieron las políticas
neoliberales fue haciendo de la seguridad social un vago recuerdo del pasado.
De ahí que 75% de los trabajadores de todo el planeta tiene una escasa o mala
cobertura en leyes laborales (seguros de salud, fondo de pensión, servicios de
maternidad, seguro por incapacidad o desempleo.), y un 50% carece absolutamente
de ella. Muchos (quizá la mayoría) de quienes estén leyendo este texto,
seguramente sufrirán todo esto en carne propia. En Argentina, como en cualquier
parte del globo, todo esto es hoy una cruda realidad, quizá con el agravante
(psicológico en muy buena medida) de sentirse derrotada, pues habiendo tenido
cotas de alto desarrollo socio-económico, la población sufre hoy lo que no
había conocido nunca, siendo algo común desde siempre en los países vecinos de
América Latina. Caer desde las alturas es, en todos los casos, más traumático que
haber vivido siempre en el llano*.
Si se tiene un trabajo, la lógica dominante impone
cuidarlo como el bien más preciado: no discutir, soportar cualquier condición
por más ultrajante que sea, aguantar… Si uno pasa a la lista de desocupados,
sobreviene el drama.
Complementando estas infames lacras que han
posibilitado los planes neoliberales, desarmando sindicatos y desmovilizando la
protesta, informa también la OIT que 168 millones de niños trabajan, mientras
que alrededor de 30 millones de personas en el mundo (niños y adultos) laboran
en condiciones de franca y abierta esclavitud (¡la que se abolió con la
democracia moderna!, según nos enseñaron…). Argentina no tenía décadas atrás
niños de la calle; hoy sí (mientras sigue siendo Cuba el único país en
Latinoamérica que no los tiene. ¿Fracaso del socialismo?).
La situación de las mujeres trabadoras (cualquiera
de ellas: rurales, urbanas, manufactureras, campesinas, profesionales, sexuales,
etc.) es peor aún que la de los varones, porque además de sufrir todas estas
injusticias se ven condenadas, cultura machista-patriarcal mediante, a
desarrollar el trabajo doméstico, no remunerado y sin ninguna prestación
social, faena que, en general, no realizan los varones. Trabajo no pagado que
es fundamental para el mantenimiento del sistema en su conjunto, por lo que la
explotación de las mujeres que trabajan fuera de su casa devengando salario, es
doble: en el espacio público y en el doméstico.
“Este retrato
desolador de la situación laboral mundial muestra cuan inmenso es el déficit de
trabajo decente”, manifiesta la OIT, exigiendo entonces una apuesta “decidida e innovadora” a los diferentes
gobiernos para hacer poder llegar a cumplir los llamados “Objetivos de Desarrollo Sostenible” impulsados por
el Sistema de Naciones Unidas para el período 2015-2030.
Lamentablemente, más allá de las buenas intenciones
de una agencia de la ONU, los cambios no vendrán por “decididos e innovadores” gobiernos que se apeguen a
bienintencionadas recomendaciones. Eso muestra que la lucha de clases, que
sigue siendo el imperecedero motor de la historia, continúa tan al rojo vivo
como siempre. Que el neoliberalismo sea un intento de enfriar esa situación, es
una cosa. Que lo consiga, una muy otra. Pero debe quedar claro que los
capitalismos son siempre eso: capitalismos, no importando si asumen el mote de
“neoliberal”, “fascista”, con “rostro humano” o “serio” (como pretendía la
anterior mandataria argentina, Cristina Fernández). Los planes asistenciales no
pueden dejar de ser sino eso: planes asistenciales que no tocan el corazón del
problema; ayudan, pero no resuelven de fondo.
El capitalismo, en cualquiera de sus
versiones, sigue siendo lo que ya dejaba ver hace 200 años: un sistema basado
en el lucro privado empresarial a cualquier costo. No hay capitalismo “bueno” y
capitalismo “malo”, capitalismo “serio” versus capitalismo “no serio”. Es una
falacia pensar que el enemigo a vencer es el actual neoliberalismo, ese
supuesto “malo de la película”. ¿Acaso un capitalismo “serio” –como pretendía
la presidenta Cristina Fernández– es la salida de la actual postración? Sin
dudas, una agenda ultra neoliberal como la actual de Mauricio Macri complica
más aún las cosas para la clase trabajadora; pero el problema de fondo sigue
inalterable. Por último, queda claro que un cambio real en las estructuras
sociales y en las relaciones de poder no puede venir desde las casas de
gobierno, de arriba hacia abajo: se logra solo con la real y efectiva lucha
popular, con la gente movilizada, con la bronca desatada de la población y una
conducción revolucionaria. Si no, no se pasa de las buenas intenciones.
De lo que se trata es de revisar las
bases sobre las que funcionan las sociedades. Y Argentina, más allá de las
luchas político-partidistas cotidianas con las que nos podemos distraer
(peronismo-antiperonismo) viendo por televisión, al igual que todos los países
de Latinoamérica, salvo Cuba, es un engranaje de ese sistema-mundo capitalista
que se decide desde Wall Street, o desde Londres, desde alguna Bolsa de Valores
o desde algún lujoso pent-house blindado. Las tibias propuestas
socialdemócratas / reformistas que se han visto por Latinoamérica estos últimos
años, si bien intentaron ser una suerte de alternativa ante los planes
liberales, no alcanzaron a torcer ese rumbo. La prueba está en cómo terminaron,
o hacia dónde se encaminan: ya no ocupan casas de gobierno, o sus
representantes están presos, o defenestrados. O, muy probablemente, camino de
serlo. ¿Por qué ninguno de los gobiernos llamados progresistas de estos últimos
años en América Latina pudo realmente afianzar modelos de desarrollo con
justicia social y profundizar esas “revoluciones”? (Venezuela está semi aplastada,
sin salir del rentismo petrolero y sin poder profundizar su “Socialismo del
siglo XXI”, Brasil y Argentina son ahora gobernados por administraciones
ultraliberales alineadas completamente a Washington, Chile y Uruguay siguen con
sus planes de capitalismo neoliberal, Nicaragua es impresentable con una nueva
burguesía sandinista traidora a sus ideales revolucionarios de otrora, Ecuador
revirtió su proceso popular, siendo quizá Bolivia el único país que, con Evo
Morales a la cabeza, sigue enfrentándose al imperio con planteos de algún modo
antisistémicos). ¿Por qué esta caída? Porque en ninguno de ellos hubo planteos
de cambio anticapitalistas reales, y finalizados los ciclos de bonanza en el
precio de los productos primarios que estos países exportan, ya no hubo con qué
mantener los planes asistenciales. Que hoy día la coyuntura internacional haga
muy difícil impulsar cambios revolucionarios como en décadas pasadas, con
Estados Unidos envalentonado y recuperando algún terreno perdido en
Latinoamérica, es otra cosa. Esta actual derechización (Macri en Argentina, así
como Temer en Brasil, Moreno en Ecuador, Piñera en Chile, etc.) que sigue al
auge de los reformismos de la década anterior debe hacer ver que los ideales de
cambio o se plantean claramente, o si no es altamente posible que terminen mal,
tal como vemos que está pasando en Latinoamérica con este resurgir de la
derecha más visceral.
Los cambios, queda claro, los cambios
profundos y estructurales no se hacen desde las casas presidenciales. Se hacen
en la lucha popular, con la movilización de grandes mayorías, y no por redes
sociales digitales. Líderes carismáticos y con gran imagen mediática son
importantes…, pero no hacen una revolución. “Yo no soy
un libertador. Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan
a sí mismos”, expresó alguna vez Ernesto Guevara.
Lo que tuvimos en Latinoamérica estos
años (PT en Brasil, matrimonio Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela,
Mujica en Uruguay, Lugo en Paraguay, el proceso boliviano) fueron importantes
movimientos de inconformidad con discursos nacionalistas/antiimperialistas,
pero de momento no pasaron de ahí. Lo de Argentina es palmariamente evidente.
¿Por qué, si no, seguiría un personaje como Mauricio Macri en la Casa Rodada? Y
a ese presidente… ¡lo eligieron los mismos argentinos!
Hoy día, hablar de lucha de clases, de
socialismo, de revolución, parecieran cosas de un pasado remoto, condenado a
los museos. Quizá nos ilusionamos cuando se comenzó a hablar de un renovado “Socialismo
del siglo XXI”, pero la promesa se quedó en el arranque. Hay cierta tendencia a
ver como el “monstruo a vencer” a esa forma especial de capitalismo sin
anestesia que es el neoliberalismo. De todos modos, la situación es más
compleja. Si algo hay que cambiar, es la estructura de base; la contradicción
que pone en marcha el sistema, que lo hace funcionar: capital-trabajo
asalariado. La contradicción peronismo-antiperonismo, tan arraigada en la
historia argentina, es circunstancial, anecdótica. Pasaron administraciones
peronistas y no peronistas, pero lo que cuenta es que un tercio de la población
sigue en estado de pobreza, con “cartoneros” y barras bravas haciendo parte de
la normalidad aceptada, con countries
hiper lujosos sobre un mar de exclusión. Eso tampoco es “culpa” del peronismo o
de los antiperonistas: ¡es el sistema! Si no se ve así, jamás estaremos en
condiciones de entender el fenómeno, y mucho menos, de transformarlo. Carlos
Menem, ahora considerado “El innombrable” por muchos de los argentinos que hace
algunos años atrás lo eligieron en las urnas, era peronista… y fue el más
neoliberal de los presidentes en toda Latinoamérica. La cuestión no pasa por
partidos políticos tradicionales o figuras carismáticas: es asunto estructural.
Eso no se arregla en las urnas.
El marxismo, expresión de
esas contradicciones fundantes del sistema, al que se lo quiso dar por
“superado” en reiteradas ocasiones, no ha muerto porque ¡las luchas de clase no
han muerto! “Curioso cadáver el del
marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente”, dijo Néstor Kohan. Si tan muerto estuviera, no habría
necesidad de andar matándolo continuamente. Esta avanzada fenomenal del capital
sobre las fuerzas del trabajo nos lo deja ver de modo evidente. A los cadáveres
reales se les sepulta una sola vez… “Los
muertos que vos matáis, gozan de buena salud” (frase apócrifa erróneamente
atribuida a José Zorrila) pareciera que aplica aquí. ¡Por supuesto! Si el
marxismo es la expresión de lucha de las clases explotadas, eso de ningún modo
“pasó de moda”.
Como dijera este
decimonónico pensador alemán cuya obra se declaró muerta innúmeras veces, pero
que parece renacer siempre: “No se trata
de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los
antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la
sociedad existente, sino de establecer una nueva”. El neoliberalismo, que
llegó a Argentina de la mano de Martínez de Hoz y una feroz dictadura asesina y
fue continuado por todas las administraciones posteriores, es una expresión
–despiadada, sin dudas– de esa sociedad existente. ¿Nos atrevemos a establecer
una nueva? ¿Cuándo empezamos?
* Comunicación personal escuchada en una reunión en Guatemala, en 2003.
* “No miren lo que digo sino lo
que hago”, dijo Néstor Kirchner en una conferencia con empresarios
españoles. ¿Doble discurso de un supuesto “revolucionario montonero”?
* Cuatro documentos surgidos entre 1980 y el 2000, que toman su nombre
del Grupo de Santa Fe (en referencia a la capital del
estado de Nuevo México, Estados Unidos), redactados por pensadores de
derecha y la Heritage Foundation. Como ejemplo –uno
entre tantos– de su significado histórico: en el Documento Santa Fe II se
establece la avanzada de los nuevos cultos evangélicos para controlar la
propuesta de izquierda de la Teología de la Liberación que en ese entonces
crecía por Latinoamérica.
* ¿Cómo se suicida un argentino?,
pregunta un inmisericorde chiste: subiendo a lo alto de su ego y dejándose
caer.
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