La
“dulce cintura de América” se ahoga en el miasma de sus propias
contradicciones.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
La
primera mitad del año ha sido especialmente convulsionada para el estrecho
puente centroamericano. Inició con el desasosiego que vivieron durante tres
meses los costarricenses, que se engarzaron en una de las más campales batallas
políticas en muchos años. Una elección presidencial que pintaba anodina e
insulsa hasta el mes de diciembre, de pronto dio un vuelco espectacular cuando
un partido neopentecostal que marchaba en los últimos lugares de las
preferencias del electorado ganó la primera vuelta en el mes de febrero.
El
detonante de tan espectacular desempeño fue la resolución de la Sala
Constitucional que dio luz verde al matrimonio igualitario en el país, que
provocó la reacción furibunda de un amplio contingente de población conservador
y homófobo.
Engarzados
en una disputa política que parecía definir dos formas totalmente distintas de
entender el país, la reacción de la parte de la población que creyó que el modo
de ser que ha caracterizado al país estaba en peligro, fue inusitada: la
votación de la segunda ronda, que tuvo lugar el domingo de resurrección -cuando
por tradición la gente se traslada masivamente hacia las playas-, fue mayor que
la de la primera, propinándole una dramática derrota al neopentecostalismo
político. Se dice rápido y fácil, pero su ascenso polarizó y golpeó a la
sociedad, desnudando grietas y falencias que se encontraban ocultas bajo el
manto de la autocomplacencia, y que evidencian las heridas que ha dejado más de
tres décadas de reformas neoliberales.
Apenas
salía Costa Rica de su inusitado proceso electoral cuando en la vecina
Nicaragua estalló, también de forma inesperada, un polvorín. El 19 de abril se
inició una serie de protestas que, por el grado de represión a las que fueron
sometidas, cundieron como pólvora por todo el país.
El
detonante fue la reforma del Instituto Nicaragüense del Seguro Social, a la que
el presidente Daniel Ortega dio marcha atrás. Las protestas, sin embargo,
persistieron y crecieron, lo que muestra que hay razones que la trascienden
ampliamente. ¿Cuáles son estas razones?, las opiniones están divididas.
Hay
quienes ven a Nicaragua como una olla de presión en la que se vino acumulando
la molestia. Aducen: elecciones amañadas (Ortega no sería el presidente electo
por los nicaragüenses sino el “designado” por el Consejo Electoral); corrupción
de la familia Ortega Murillo, quien habría acaparado negocios y empresas
convirtiéndose en un nuevo clan corrupto en el poder; proyectos, como el del
canal con una compañía China, que afectaría a campesinos y la salud ambiental
del país; represión indiscriminada de las protestas, a la que llaman
“genocidio”, que ya lleva a estas alturas más de 120 muertos.
Otros
encuentran en las protestas la expresión de una estrategia asociada con las
guerras híbridas, es decir, un conjunto de medidas que comportan varias
dimensiones: económica (guerra económica como la que se lleva adelante contra
Venezuela); comunicacional (manejo de la opinión pública a través de los medios
de comunicación y las redes sociales); política (financiamiento de grupos
opositores, especialmente de ONG´s, que siguen un patrón determinado de golpe
suave), etc.
En
esta interpretación, Nicaragua sería una piedra en el zapato para la tendencia
de derecha que se abre campo en América Latina; apoya a Venezuela
internacionalmente y abre las puertas a la colaboración con Rusia y China en
una zona considerada de vital importancia geoestratégica por los Estados
Unidos.
Y no
habían pasado 15 días desde el inicio de las revueltas en Nicaragua, cuando el
Volcán de Fuego crea una verdadera catástrofe en Guatemala cuando erupciona
dejando una estela de muertos, desaparecidos y heridos, afectando a casi dos
millones de personas.
Como cada vez es más evidente en nuestro
continente, los fenómenos naturales que tienen lugar en países pobres, que
además sufren de la inoperancia y la corrupción gubernamental como Guatemala,
son también catástrofes sociales. Quienes sufren las consecuencias son siempre
los más pobres, quienes no solo tienen que enfrentar la muerte sino también las
consecuencias posteriores cuando son dejados al garete.
En
Guatemala la reacción del gobierno ha sido patética. El presidente Morales
anunció que no tenía dinero para afrontar la tragedia y que no aceptaba ayuda
internacional que no fuera en dinero, mientras los organismos e instituciones
gubernamentales encargadas de las emergencias dan excusas pueriles de porqué no
se evacuó a la población ante el peligro eminente.
Detengámonos
ahí porque mencionar a El Salvador y Honduras abre, también, otro espacio de
convulsión. La “dulce cintura de América” se ahoga en el miasma de sus propias
contradicciones.
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