El nuevo presidente es
clara expresión de esta sociedad colombiana retrógrada que a través de la
historia ha enviado a sus hijos a las mejores universidades, a las academias
militares y a las escuelas vaticanas, para que como políticos, militares o
curas aseguren la continuidad del poder.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
El pasado domingo 17
fue un día un tanto extraño en Colombia, aunque la noticia internacional que
trascendió fue el de la realización de la segunda vuelta de las elecciones
presidenciales, en la misma fecha se conmemoró el Día del Padre, además, las
preocupaciones de la mayoría de la población estaban puestas en los juegos de
la Copa Mundial de fútbol que se celebra en Rusia.
Sin poder conocer la
cantidad de ciudadanos que celebraron el comercial día en que se recuerda al
forjador de nuestros días, si se supo que el futbol tiene mayores adeptos que
la política, las elecciones y la decisión de aportar con el voto a la
definición de quién sería el próximo presidente del país: un poco menos de 23
millones de colombianos presenciaron el juego México-Alemania de ese día,
mientras que tan solo 19 millones acudieron a ejercer su derecho a elegir a su
mandatario.
Aunque la última cifra,
que representa a cerca de un 53% del universo electoral es un nuevo récord para
un país tradicionalmente abstencionista,
no deja de ser sintomático este fenómeno que tal vez cruce la realidad de la
mayoría de los países de América Latina: comienza a haber una situación
identitaria que supera a la democracia (tal como está concebida en la
actualidad) y que se manifiesta en la búsqueda de nuevas formas de participación,
conducentes a una felicidad y a una sensación de placer (transitoria) que no
aporta el ejercicio de la política en sociedades cada vez más excluyentes.
En el caso de Colombia,
el segundo país más inequitativo de la región tras Honduras y el séptimo en el
mundo según el Banco Mundial, resulta interesante estudiar en paralelo las
razones del alto abstencionismo al mismo tiempo de tratar de entender que esa
cifra haya disminuido en alguna medida en los recientes comicios. En este país
que en el período 2006-2014 tuvo un crecimiento económico del 6,6%, es
manifiesto que tal auge no significó un mejoramiento de las condiciones de vida
de la mayoría de la población, lo cual contradice las opiniones generalizadas
de los economistas clásicos que entienden a esta ciencia como una danza de
números que solo interesa en términos macroeconómicos. Son estos quienes a
través de la historia, han ocupado los puestos en las áreas económicas del
gobierno, el banco central y hasta la presidencia de la república.
Hay que recordar que el
modelo oligárquico colombiano ha sido el más perdurable de la historia y el más
“exitoso” en el logro de sus intereses exclusionistas de clase. El mismo ha
permitido el establecimiento de una sociedad conservadora que ha modelado un
tipo de democracia muy particular, en la que, a través de la historia, los
dirigentes progresistas han sido apartados por cualquier vía, incluyendo la del
asesinato, de la posibilidad de llegar al poder. En este sentido, el que
Gustavo Petro haya concluido vivo la campaña electoral, es indudablemente un
mérito de primer orden: Jorge Eliecer Gaitán en 1948, Jaime Pardo Leal en 1987,
Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo en 1990 y Carlos Pizarro en este
mismo año, no pueden decir los mismo: tienen en común haber sido candidatos
progresistas a la presidencia de Colombia que fueron asesinados en el intento.
Es la forma tradicional a través de la cual la oligarquía colombiana aparta a
quienes aspiran a cambiar la sociedad, en lo que se ha dado en llamar el mayor
genocidio político de la izquierda en cualquier tiempo y en cualquier país. He
ahí, el primer elemento de importancia a considerar en el análisis de la
reciente campaña política de Colombia.
Habrá también que
apuntar que si bien es cierto el bipartidismo cotidiano heredado de la colonia,
fue defenestrado tras la victoria electoral de Álvaro Uribe Vélez en 2002, fue
la propia oligarquía la que decidió que ante el agotamiento del modelo
liberal-conservador, se debía recurrir a una nueva oferta para la cual fue
seleccionado el hijo de una familia tradicional antioqueña vinculada al
narcotráfico, sin que esto mellara un ápice en las supuestas impolutas
conciencias de un sector dispuesto a cualquier cosa con tal de sostener el
poder. El uso de la violencia como instrumento imbricado al “funcionamiento” de
la democracia colombiana llegó a niveles de sofisticación extrema como política
de Estado tras el arribo de Uribe al poder y en esa dimensión se ha sostenido,
consolidado y ampliado. Sin embargo, una mirada a los resultados electorales en
términos estrictamente cuantitativos puede llevar a concluir que, aunque estas
políticas continúan teniendo millones de seguidores, desde el punto de vista
cualitativo, es evidente que sus fuerzas comienzan a mermar mientras pareciera
que la sociedad inicia un despertar tras su extendido letargo de 200 años. Esta
es una segunda conclusión.
El sistema de castas
aún presente en Colombia como expresión de una sociedad conservadora y cerrada
también pareciera estar poniendo fin a su existencia en un parto que no será
natural, sino que requerirá necesariamente de la utilización de fórceps que con
innumerables dificultades hará nacer a la nueva criatura. No se puede esperar
que un sistema tan retrógrado, atrasado y de tan larga duración pueda ser
desplazado en cortos plazos de tiempo, sobre todo si hablamos de tiempos
políticos. Así se desprende del alto número de jóvenes que optaron por Petro,
contrariando la voluntad y la decisión tradicional de sus padres y abuelos.
Ello es también la explicación de la diminución (leve) del abstencionismo. De
mantenerse esta tendencia, lo cual dialécticamente parece inevitable, nuevas
generaciones de jóvenes irrumpirán en la política colombiana, “refrescando” su
ambiente al ser portadores de nuevas demandas y protagonista de novedosas
luchas sectoriales en espacios que están siendo ganados a pulso, a las huestes
conservadoras.
El nuevo presidente es
clara expresión de esta sociedad colombiana retrógrada que a través de la
historia ha enviado a sus hijos a las mejores universidades, a las academias
militares y a las escuelas vaticanas, para que como políticos, militares o
curas aseguren la continuidad del poder. En este sentido, la oligarquía
colombiana ha resultado mucho más sofisticada que sus pares de la región. Iván
Duque, prácticamente no tiene experiencia política, lo cual no impidió que
fuera formado para el poder, donde llegó de la tenebrosa mano de Álvaro Uribe
Vélez lo cual marcará un antipopular talante represivo y el establecimiento de
políticas a favor de las grandes familias del poder en Colombia.
En este marco se
inserta la reafirmación (después del triunfo electoral) de la decisión de
modificar los Acuerdos de Paz de La Habana, lo cual en la práctica significará
el fin de estos y/o el regreso a la guerra. Por otra parte, con el triunfo de
Duque vuelve al poder la oligarquía rural terrateniente vinculada con el
narcotráfico y el paramilitarismo que en alguna medida había sido desplazada
por la oligarquía tradicional bogotana de la cual Santos y su familia son
encumbrados representantes. No obstante lo cual, se puede augurar una alianza
con la burguesía industrial exportadora, comercial y financiera, es decir
aunque se produce un nuevo alineamiento de las fuerzas oligárquicas, el eje del
poder fáctico cambia de dueño, lo cual augura un incremento del narcotráfico y
de las actividades paramilitares que tendrán un apoyo más desembozado desde el
poder, mientras que es de esperar que las medidas represivas contra sectores en
pugna se mantendrán y elevarán a fin de asegurar la “estabilidad “ del modelo.
La alianza opositora
con Petro a la cabeza obtuvo cuatro veces mayor cantidad de votos que el número más alto conseguida por
algún candidato más o menos progresista en la historia. Eso es un buen augurio,
sobre todo si se logra consolidar esa unidad, proyectarla al futuro y darle
continuidad no sólo electoral, también orgánica y de lucha para dar conducción
a las innumerables demandas del pueblo colombiano nunca atendidas por los
gobiernos oligárquicos.
Una tarea de primer
orden es cumplir con la exigencia
multitudinaria de frenar de inmediato los asesinatos selectivos de
líderes sociales, campesinos y de derechos humanos, lo cual debe transformarse
en bandera de lucha de la oposición de izquierda, sobre todo porque el talante
del nuevo presidente presagia que esa política se mantendrá e incluso va a ir
en ascenso.
El crecimiento de la
superficie sembrada de cultivos de coca con el consiguiente aumento de la
producción y exportación de cocaína hacia su mercado principal: el de Estados
Unidos, permitirá a este país y al propio gobierno colombiano justificar la
militarización de la sociedad, transformando al país en la principal amenaza a
la estabilidad de la región, sobre todo ahora que Colombia se ha asociado con
la OTAN, accediendo a que la mayor maquinaria bélica del planeta pueda
asentarse en la región, intimidando a los vecinos que ahora estarán bajo riesgo
de que las armas nucleares puedan hacer su presencia en una zona que había sido
declarado de paz por la CELAC y libre de armas nucleares tras el Tratado de
Tlatelolco de 1969. Esta política aceptada por Santos y revertida por él mismo
tendrá segura continuidad con Duque. La guerra, el chantaje y las amenazas a la
paz estarán siempre presentes en el discurso del presidente colombiano,
mientras que, siguiendo la política iniciada por el General Santander,
torpedeará cualquier inactiva de integración latinoamericana, acogiendo como
propia la Doctrina Monroe y la subordinación el país a Estados Unidos, haciendo
de este país una nación indigna de su origen bolivariano.
Siguiendo el legado
bipartidista estadounidense adoptado por Chile y que ahora – con la nueva
correlación de fuerzas- también pareciera estar alcanzando Colombia, las
diferencias entre ambas coaliciones se manifiesta en lo interno mientras que en
la política exterior Duque y Petro no tenían mayores diferencias: subordinación
a Estados Unidos, presencia activa en la Alianza del Pacífico y de manera
particular una identidad absoluta en sus ataques contra Venezuela, tema en el
que ambos siguen al pie de la letra la política estadounidense de acoso,
agresión y amenazas al país vecino.
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