México, ese país
tan diverso y maravilloso, tiene un futuro extraordinario. Siempre y cuando
abandone su viejo complejo de inferioridad y se independice de una vez por
todas de sus fantasmas históricos, que son muchos desde Moctezuma y Malinche, y
ahora proceden tanto del norte como de su propio interior.
Desde los tiempos
de Porfirio Díaz, las políticas en favor de los supuestos tecnócratas y de los
que sabían “cómo funcionaba el mundo moderno”, como las privatizaciones, fueron
hechas en nombre del progreso y el desarrollo del país. México se enriqueció
hasta principios del siglo XX, pero no los mexicanos. Durante las décadas
precedentes, y debido a la arrogante desconsideración de cómo entendían las
comunidades indígenas el uso de la tierra, entre otras razones, el 80 % de sus
campesinos, en un país de mayoría de campesinos, terminó sin tierra y el
exitoso proceso modernizador terminó en la inevitable y violenta Revolución
Mexicana.
Durante las
últimas décadas, México hizo algunos progresos (y retrocesos; la corrupción y
la violencia del narcotráfico son problemas tan graves que a pocos le preocupa
la obscena desigualdad), como cualquier otro país en un mundo que acumula
conocimiento científico, tecnológico y social, no gracias a sus “hombres de
negocios” sino a sus trabajadores, a sus inventores asalariados, ya sean en los
talleres o en las universidades, y gracias a sus luchadores sociales,
normalmente demonizados por el poder y por su principal brazo, la gran prensa.
A principios de
2012 fui invitado en la Universidad Autónoma de Coahuila, y ante las preguntas
de los estudiantes les dije que no importaba cuánto se lamentaran de sus
políticos, México iba a elegir a Peña Nieto, porque tenían más miedo a lo nuevo
que a lo peor del pasado.
Ahora México
tiene la oportunidad de dar un pequeño paso hacia una opción diferente,
encarnada en la persona de Manuel López Obrador y en el movimiento Morena. En
política sólo se puede elegir el mal menor, y en México, al día de hoy, ese es
Morena. Lo que significa que, aunque el futuro de México a largo plazo parece
mucho mejor que el presente (no por ningún cambio de política doméstica sino
internacional, que, a la inversa, no se ve nada bien), no podemos ser
optimistas en lo que se refiere al corto plazo.
¿Por qué? López
Obrador puede ser la mejor opción, pero él no cambiará una vieja cultura de
corrupción que es, lamentablemente, una seña de distinción de la política
mexicana, alimentada, como en la mayoría de los países del mundo, por las
terribles desigualdades sociales. Los muy de abajo se corrompen por necesidad y
los muy de arriba por ambición.
Esta cultura y
tradición (impunidad, violencia, corrupción, machismo, abusos sin reacción) se
nutre de las grandes desigualdades sociales. Ahí radica el centro del problema
mayor y todo lo demás son colores y sabores regionales. No es imposible
cambiarlo, pero no es algo que se cambia tan rápido ni tan fácil como un
gobierno.
Con sus virtudes
y defectos, Estados Unidos no debe ser un modelo para México, como lo ha sido
en gran medida y durante mucho tiempo. Las grandes y crecientes desigualdades
en Estados Unidos (y en otros países ricos en menor medida) son la fuente del
estrés y las depresiones de sus habitantes (hay diversos estudios disponibles
sobre este tema). Más allá de un cierto mínimo, no importa cuán alto sea el
ingreso medio de un país o el ingreso absoluto de un individuo. Lo que importa
es su posición relativa en una sociedad y sus percepciones de éxito, fracaso y
justicia. La mayor ansiedad por el éxito material es muy buena para sus economías,
sobre todo para aquellos grupos que se benefician del sistema económico que
redistribuye la riqueza de los más a los menos, pero muy malo para sus
individuos, que en casos ni siquiera cuentan como individuos. La epidemia de
alcoholismo, abuso de estupefacientes que cuestan la vida de decenas de miles
de personas por año, y el incremento de las olas de suicidio que no se reportan
en las primeras planas de los medios, o, incluso, el aumento del racismo y del
odio tribal, son alguna de las consecuencias de estas desigualdades sociales
montadas sobre una atroz cultura materialista y consumista.
No es este tipo
de éxito al que el mundo debe seguir aspirando.
Aunque desde hace
diez años más mexicanos vuelven a su país de los que vienen a Estados Unidos a
buscar la sobrevivencia, México todavía depende demasiado de Estados Unidos, no
sólo en su economía sino en su cultura y en su dignidad. O Estados Unidos
cambia (algo improbable, si consideramos que todavía se está viviendo el trauma
de la Guerra de Secesión) o México empieza a mirar para otro lado. En primer
lugar, debería mirar hacia esa región siempre olvidada por México, América
Latina. Los mexicanos no deberían olvidar que ellos son los Estados Unidos para
América Central, con toda la hipocresía que conlleva esta relación. Luego
debería mirar, en términos comerciales, más hacia Europa y Asia, y luego
relacionarse con su vecino desde otra posición más igualitaria. De Estados
Unidos no sólo procede la razón de los grandes carteles de droga de México,
porque aquí está gran parte de su mercado consumidor y de provisión de armas
(ambos ilegales), sino también sus políticas como la Guerra contra las drogas
y, más recientemente, su humillación étnica y cultural hacia su vecino más
importante, como estrategia de gigante decadente.
De otra forma no
habrá verdaderos cambios en México.
En resumen, en
este momento la mejor opción es votar por Morena. Luego, cuando su candidato y
su partido se pasen al tradicional bando de los “realistas”, de los
“pragmáticos”, de los “responsables”, la opción será exigirle cambios radiales
para lograr cambios en la medida de lo posible. O, mejor aún: dejar de delegar
tanto poder de gestión social a los políticos y fortalecer las diversas
organizaciones que conforman el verdadero tejido social.
México, ese país
tan diverso y maravilloso, tiene un futuro extraordinario. Siempre y cuando
abandone su viejo complejo de inferioridad y se independice de una vez por
todas de sus fantasmas históricos, que son muchos desde Moctezuma y Malinche, y
ahora proceden tanto del norte como de su propio interior.
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